Por contra, empezó a interesarse más por el pequeño Príncipe Contrahecho, y a menudo pedía a su Camarera Mayor, Dolinda, le trajese con ella. Y ambas le miraban jugar, y observaban sus progresos -en verdad parcos, pues la criatura era enfermiza y lenta, aunque dulce y cariñosa como pocas-, y opinaban sobre lo que mejor le convenía, tanto en lo tocante a vestidos como a futuros estudios. Un secreto instinto les hacía mantener medio ocultos aquellos encuentros, y aun la misma presencia del niño: tácitamente, preferían que permaneciera olvidado de todos, excepto de ellas dos.
– Es hermoso -solía decir Dolinda, arreglándole el juboncillo que ella misma bordara con infinito amor-. ¿Visteis jamás rostro tan inteligente, ojos más dulces, cabellos más dorados?
– Tenéis razón -decía Ardid, acallando la vaga melancolía que tales palabras despertaban en ella-. Es lindo de veras.
Y contemplaba pensativa el pálido semblante, las débiles piernecillas que aún no lograban sostenerle como a su edad era debido, la profusa maraña de cabellos rojos e hirsutos que, como cerdas de escoba, brotaban de su cabeza demasiado grande. Sólo el Trasgo, a veces, asomaba la cabeza para opinar:
– En verdad que, para ser humano, no parece tan feo como los otros: es delicioso.
«Porque se parece más a ti que a niño alguno», pensaba Ardid, enternecida. Y asentía también a las opiniones de su viejo amigo, que a la sazón andaba muy ocupado -según decía- en descubrir un filón de vino que, a su entender, y guiado por el olfato, no debía andar lejos de allí.
– Pero, Trasgo querido -le decía Ardid por las noches, asomándose al hueco de la chimenea-, sube ya, que las brasas van a morir y no tendrás buen lecho en mi gabinete. Además, entiende de una vez que éstas no son tierras de viña, y deberías regresar al Sur, si tal cosa deseas. ¿No tienes bastante vino en las bodegas? En verdad que eres caprichoso.
Pero el Trasgo fingía no oírla o, en todo caso, emergía sólo por breve rato, diciendo:
– No sabéis de qué habláis, niña: el difunto Volodioso, que amaba tanto el precioso elixir como yo, intentó plantar una viña por aquí, y tengo para mí que empieza a dar buenos resultados.
Nada podía distraerle de aquella obsesión. En tanto, entre sueño y sueño, el Hechicero se ocupaba laboriosamente de copiar en pergaminos las batallas de Gudú y sus victorias, para guardarlas cuidadosamente en El Libro del Reino. Y Almíbar, lánguido y soñoliento, se entretenía a solas jugando contra sí mismo interminables partidas de ajedrez, moviendo ora las blancas ora las negras. Pero como no podía dejar de tomar partido por algún color, lo cierto es que se hacía tantas trampas a sí mismo, que a menudo la propia Ardid no podía evitar amonestarle por aquellos desmanes impropios de un caballero, por otra parte, tan pulido y pundonoroso.
– Si es contra mí mismo, querida mía, poco deshonor me acarrea, creedme.
– Pues jugad contra un paje, o contra cualquier otro: porque temo os aficionéis en demasía a costumbre tan reprochable.
– No existe contrincante digno de mí, hermosa mía -respondió Almíbar, con dulce sonrisa-. Excepto el Trasgo: y éste, según parece, dirige su atención hacia otros asuntos.
Cierto día, Ardid se asomó a la ventana que daba sobre el Lago. Una suave neblina ascendía de sus aguas, perfumada y embriagadora, aunque impregnada de un remoto calor que ella creía perdido. Y dijo:
– Dios mío, qué triste es envejecer…
– ¿Envejecer, hermosísima mía? -Y Almíbar la abrazó, besándola con fervor-. No lo diréis por vos ni por mí, que estamos en la flor de la vida…
La Reina calló, enternecida. Pero, poco a poco, su sagaz mirada fue apercibiéndose de que entre los más jóvenes componentes de la Corte se cruzaban miradas de inteligencia y risas reprimidas cuando Almíbar, solemne y envarado, presidía como Maestro de Ceremonias cualquier banquete o baile. Y este descubrimiento clavaba punzadas en su corazón, de suerte que a menudo la melancolía y el desánimo la invadían.
Y en tan lánguido clima se deslizaba la vida de Ardid cuando, ya avanzado el verano, una carta del Rey, de manos de un veloz y sudoroso emisario, hizo vibrar nuevamente su indomable vigor:
– ¡Cielo santo, qué perezosos somos! -clamó, mientras recorría la estancia a grandes pasos-. ¿Es posible que hayamos permanecido ociosos tanto tiempo, sin habernos apercibido de que el Rey ordenó elaborar la lista de candidatas a desposarle? Rápido, amigos míos, celebremos camarilla y veamos de solucionar este descuido cuanto antes.
Y con su acostumbrada actividad, cerró de golpe tableros de ajedrez y cofres de juegos. Y, asomándose al hueco de la chimenea, conminó al Trasgo a acudir prestamente a su presencia.
Así, salieron todos de su sopor o individuales obsesiones, y aquella noche leyeron nuevamente con gran detenimiento El Libro de Linajes -si bien, prescindiendo del elaborado por el Hechicero, cuyos frutos dieron tan amargos resultados-. Una vez examinadas todas las posibilidades, Ardid llegó a la conclusión de que, en verdad, poco había donde escoger. Gudú -como temía, y acertaba- no era partidario de mujer mayor de veinte años, ni fea, o gorda, o tuerta o totalmente imbécil.
– Pues, si no me equivoco -dijo, pensativa, cerrando el libro-, sólo tres candidatas parecen posibles: la Princesa Dursia, hija del Rey de las Montañas Sudestes, cuya candidatura no me atrevería a apoyar calurosamente, ya que su padre se arruinó materialmente contra su vecino del Este, y andan, según creo, maltrechos y labrando ellos mismos sus propias tierras; la hija del Señor de los Valles Oríndicos, que es gente pacífica pero sin interés de ningún tipo, tal que ni tan siquiera Volodioso, lindante a sus tierras, juzgó valían la pena invadir; la última, que a mi juicio (si bien con recelo y suspicacia, que no sabría definir, pero que ya se esclarecerá) merece más halagüeñas perspectivas, es la hija de la propia Reina Leonia.
– Aquel bebé rollizo -rió bobamente Almíbar-. Oh, querida, no está en edad de dar hijos a nadie.
– Querido, hace años, quizá cuando la visteis por última vez, sería un bebé. Pero tened en cuenta que, a la sazón, cuenta quince años, y a juzgar por lo que aquí se dice, no es fea, ni tan estúpida como, por ejemplo, la hija del Señor de los Valles, que nunca acierta de primer intento llevarse el pan a la oreja o a la boca…
– No es posible -dijo Almíbar-. Debe haber un error…
– En tal caso, saldremos de dudas -dijo Ardid, más por cortesía que por verdaderas dudas.
Y como verdaderas dudas no le cabían en modo alguno, envió nuevamente al emisario, con la lista, exigua, pero debidamente informada, a Gudú. Otra opción era casarse con una noble muchacha de su propio Reino. Cosa que, con todo respeto, no creía aconsejable.
A poco, llegó la respuesta del Rey. Su mensaje era parco: «Id a por la hija de Leonia. Pero observadla bien, y escribidme al respecto de cuanto la oigáis decir y veáis hacer. Y como sólo en vos confío para tal menester, bueno será que para ello vayáis vos misma a visitarla. Luego, si quedamos convencidos, seré yo quien vaya a la Isla y me casaré allí. Pues si antes no la veo, nada decidiré al respecto, aun fiando en mucho -como fío- vuestra sagacidad».
Apenas la Reina Ardid terminó de leer aquella misiva, levantó los ojos, inundados de una luz muy particular. «Ay, la Isla de Leonia… ¿existirá alguna niña en el mundo, que no sueñe con ella?…» Y de pronto la volvió a ver, con un dolor y amor inmensos, recuperando su corazón de siete años. A través de una piedra azul, horadada y partida en dos mitades, su mirada de niña pudo atisbar, por vez primera, una isla que giraba sobre sí misma, como un sueño imposible de alcanzar, «la Isla de Leonia…».
Con acento que despertó la curiosidad de Almíbar -que a su lado dormitaba, tras una espléndida y madura noche de amor, pues los años sazonaban sus relaciones, en lugar de marchitarlas, y ésta era la única zona o aspecto de Almíbar que no declinaba-, murmuró: «La Isla de Leonia…».
– Almíbar, debéis acompañarme en un viaje singular.
– ¿Un viaje? -rezongó Almíbar-. Oh, queridísima, sabéis que los viajes, últimamente, no me parecen tan atractivos como antaño…
– No es un viaje corriente, querido mío -y le tendió la misiva de Gudú.
Apenas Almíbar posó los ojos en ella, se quejó, suavemente, de dolor en riñones, espalda y miembros inferiores. Por lo que, sin duda, los viajes por mar no eran aconsejables para él.
– Pues bien -Ardid saltó del lecho con recuperado brío-, si no me podéis acompañar, deberé iniciar sin vos tal empresa: puesto que, si habéis leído con detenimiento la misiva del Rey, mi presencia allí es imprescindible.
– ¿Vos a la Isla de Leonia? -pareció despertar Almíbar, con súbita inquietud-. Oh, Ardid, niña mía, no sabéis qué decís: es una isla muy agradable, pero no aconsejable a mujer sola…
– Si os referís a las murmuraciones que el vulgo propaga sobre las relaciones que Leonia mantiene con la piratería y demás aledaños, mucho me duele recordaros que, si prestáramos oídos a otras gentes que no sean los aduladores habituales, iguales o mayores calumnias o deformaciones malignas escucharíamos de cuanto en esta recta y severa Corte acontece. Querido, sabido es que la envidia y maledicencia humana no tienen fin. Pues si bien la inteligencia tiene un límite, la tontería y la malicia no tienen fondo visible o alcanzable.
– En todo caso -dijo Almíbar, con creciente desazón-, os ruego me llevéis en el alma y pensamiento, como a vos os guardo yo en los míos.
– Descuidad -dijo Ardid, iniciando su tocado mañanero-, eso es habitual y cotidiano, querido. Tanto como comer, beber y respirar el aire. Os amo, y eso basta.
Pero una oscura vocecita repetía en sus entrañas que el único ser humano que amó la Reina Ardid -excepto a Gudú, el Maestro y el Trasgo, aunque de forma distinta y diversa- era el cien veces maldecido Volodioso; y aunque Almíbar, y todos (excepto tal vez su anciano Maestro), le habían olvidado o lo ignoraran, ella no dejaba pasar un solo día sin que, de alguna forma -aun la más impensada, como el súbito piar de los pájaros que anunciaban la primavera, o su regreso hacia el Sur-, lo recordase.
Así pues, el ajetreo, las prisas, las órdenes, las severas advertencias y precauciones con que rodeaba Ardid todos sus actos, renacieron con el verano en la Corte de Olar.
«La Reina ha rejuvenecido», decían los jóvenes. «El último verano», suspiraban los viejos, con melancolía. Y ella, en tanto, renovó afeites, probó peinados, desempolvó lienzos y galones, ordenó bordados y mandó deshacerlos y descoserlos, con súbitas inspiraciones que, a decir verdad, sumían en secreta desesperación tanto a Almíbar -que disponía y organizaba con buen tino tales encomiendas- como a sus sufridos y leales -a fuerza de años y vicisitudes, así como de recompensas o castigos maestros, sastres y bordadoras.