– Péiname con esmero, Dolinda -dijo Ardid, excitada como en sus buenos tiempos-. Coloca broches de perlas y esmeraldas en mis trenzas y esparce polvillo dorado en mis cabellos, para disimular las canas. En verdad, deseo aparecer lo más agradable posible.
– Sois muy hermosa, Señora -dijo Dolinda-. Tan hermosa como la más joven, y aún mucho más: pues vuestra sabiduría y vuestra experiencia maduran en vuestros ojos como granos de uva al sol.
– Veo que pronto aprendiste el lenguaje del Sur -dijo Ardid, halagada-. Pero no olvides que voy a cumplir los treinta y dos años, y que a mi edad, tal vez por cuidarse menos o por no disponer de medios a su alcance, otras parecen ya viejas, achacosas y aun desdentadas…
– Pero no vos -Dolinda le ofreció un espejo-. Y juzgad por vos misma, Señora.
Y al hacerlo, la propia Ardid tuvo que admirarse de su aspecto. Pues ni a los quince ni a los veinte años ofrecía tan singular y sazonada plenitud: y enturbió sutilmente tal apreciación el inoportuno pensamiento de que, tal vez, si como era ahora la hubiera conocido Volodioso, no la hubiera relegado tan fácilmente. «No sólo se trata de mi aspecto exterior-reflexionó, en tanto dejaba el espejo sobre la cómoda-. Existe otra clase de belleza que sólo puede alcanzarse tras la primera juventud, y poco antes de la vejez… Quizá se trata únicamente de la belleza de la vida, del conocimiento, del amor… y el desamor. Pero, en suma -y suspiró levemente-, presiento que esta belleza es frágil y fugaz, como el falso verano que, en ocasiones, invade los campos del invierno y hace brotar cándidas flores, cándidas hierbas que al día siguiente amanecerán segadas de la tierra.»
En éstas, a grandes voces, se anunció la arribada a la Isla. Aunque las gaviotas y los gritos, y las rápidas pisadas de los marineros, y el olor a la tierra y a los hombres la habían anunciado de antemano.
La Isla era pequeña, aunque parecía inexpugnable a todo asalto, ya que estaba rodeada de acantilados y arrecifes, donde las olas se estrellaban con ímpetu inexplicable, pues aquel mar parecía tan suave como los ojos de un niño. Por sobre las rocas, Ardid atinó a descubrir una muralla que a trechos se le antojó rosada, a trechos dorada y, a trechos, de un verde tan profundo como el musgo o la yedra.
Una vez anclaron, descubrieron graciosas escalerillas talladas en la propia roca. Y mientras los jóvenes marineros-esclavos tendían a su paso una alfombra de complicado dibujo, que Ardid supuso de origen berberisco, por la empinada escalera descendían dos hileras de apuestos soldados, vestidos y armados con envidiable riqueza. Si bien, pensó Ardid, no tenían comparación con la marchita y misteriosa Guardia de la Princesa Tontina, habíalos, eso sí, de muy distinta catadura y vestimenta, pues si unos eran altos y fornidos, otros eran delgados y nerviosos; y si unos tan rubios como el sol, los otros negros como la noche; y también los había de rojas barbas y feroz mirada, y de oscuros y rizados cabellos y claros ojos. Y así, pudo comprobar Ardid que mientras unos portaban sables curvados, los otros ostentaban rodelas, y aun otros, escudos largos y puntiagudos. Había quienes lucían aros, y perlas o brillantes, en las orejas o la nariz, y quienes portaban collares de colmillos arrancados a fieras desconocidas, y amuletos de toda especie de huesos u otros materiales que no alcanzó a catalogar.
– Qué hombres tan arrogantes, Señora -murmuró Dolinda.
– La Reina os envía su Guardia personal -dijo el Capitán. Y añadió-: A nadie, ni al propio Rey de las Hespérides, prodigó tal honor.
– Son apuestos -admitió Ardid, en tanto constataba que Leonia elegía bien a sus hombres. Pues, fuera como fuera su color, catadura o porte, no había uno solo feo, ni como hecho al descuido. Y tuvo la sospecha de que Leonia, aunque viuda, no malgastaba su vida privada.
Escoltadas por gente tan decorativa, sentáronlas en palanquillas de palo rosa y, así, a hombros de fornidos esclavos negros vestidos de seda roja, relevados a media escalera por no menos fornidos esclavos blancos vestidos de seda negra, llegaron a las puertas de la muralla. Vista de cerca, sus piedras irisaban al sol como los caparazones de algunos insectos que, de niña, hallara Ardid entre las ortigas: igual, quizá, que el lomo de las salamandras doradas.
Las puertas de la muralla se abrieron para ellas. Y en carroza abierta, atravesaron jardines de insospechado verdor y hermosura, donde naranjos, limoneros, cerezos y otros árboles altos y oscuros, que no conocían, trepaban por la escarpada ciudad. Con asombro descubrieron que todas las fachadas y muros reverberaban al sol, y que sus techos estaban cubiertos de unas lascas rojas.
Al fin, apareció a sus ojos el Palacio de Leonia. Y en verdad que en nada se asemejaba a los tenebrosos castillos que ellas conocían. Estaba hecho, a partes iguales, de blancura e irisadas piedras que relucían al sol; y sus torres aparecían rematadas por graciosas cúpulas, doradas unas, verdes otras.
– Hay un poco de todo, como veréis -dijo el guía-. Nuestra Señora y Reina, la sin par Leonia, no es amiga de sujetarse a moldes estrictos. Ella tiene por norma tomar de aquí y allá lo que mejor estima.
– Buena filosofía -comentó Ardid, íntimamente compenetrada con Leonia.
Fueron muy suntuosamente instaladas en Palacio. Ardid contempló, extasiada, el pequeño jardín que se abría a los pies de su ventana, donde un par de surtidores la hicieron recordar, entre el verde césped, aquel jardín que un día tuvo y había descuidado lamentablemente. «Tontina debió plantar algo allí, me parece: incluso había un árbol sorprendente… Pero no estoy segura. No estoy segura de nada de lo que ocurrió en el tiempo de Tontina. En fin, alejemos estos pensamientos inoportunos. Cuando regrese a Olar, intentaré reverdecer aquel pequeño rincón de mi jardín… Ah, hora es ya que dé reposo a mis preocupaciones y me detenga un poco en pequeñeces que, acaso, son la más dulce sustancia de esta vida. Sí, creo que ha llegado esa hora para mí…»
Ardid sonrió con nostalgia, recordando el tiempo en que buscaba bayas silvestres y raíces con que alimentarse, junto a su amado Hechicero. «Dios mío -reflexionó-, ni Almíbar ni mi querido Maestro han experimentado ilusión alguna por este viaje, en que hubiera deseado su compañía, pero…» Secretamente, una vocecita le decía que no, que prefería hallarse allí sin otra compañía que la fiel y un tanto bobalicona Dolinda.
Así divagaba Ardid cuando, tras un descanso suntuoso y apacible, sazonado por mil exquisitos detalles, desde bandejas donde se ofrecían exóticas frutas y sorbetes, en escarcha o nieve, a manjares que no osaba probar por desconocidos, fue enterada de que la Reina Leonia se hallaba solícitamente presta a recibirla. Pues si bien antes no lo hizo -explicaba-, fue porque suponía que tras viaje tan pesado, Ardid deseaba reposar.
2
Leonia era mujer, al parecer, de edad más que mediana. Así lo calculaba Ardid, que en estas cuestiones era ducha, teniendo en cuenta que en su más tierna infancia, cuando aún habitaba el Castillo de su padre y correteaba por la playa, veía en su imaginación -como todas las niñas- la silueta de la isla famosa, según qué luz y según qué días le eran propicios. Y el nombre de Leonia ya era dorado y suntuoso en las palabras de quienes lo repetían. Por tanto, y aunque desde aquellos tiempos habían pasado por lo menos treinta años, la singular y legendaria criatura, de quien tantas cosas buenas, no tan buenas o francamente malas se decían, le fascinaba.
Así que, al verla, por primera vez en su vida quedó sin aliento. Pues si nadie la hubiera tomado por una tímida adolescente, ni por una joven señora recién desposada, la verdad es que Leonia distaba mucho de representar a la anciana que ella había forjado en su imaginación. Era alta y robusta, aunque no gruesa. Más rubicunda que rubia, sus mejillas estallaban de esplendorosa salud, y tenía ojos tan vivaces, alegres y brillantes, que disimulaban la ligera imperfección de su nariz, algo remangada y un tanto insolente. Lo mismo podía decirse de las comisuras de sus labios, gordezuelos y sospechosamente rojos. Aquí sí que Ardid descubrió alguna aportación suplementaria a la que hubiera podido prodigarle la naturaleza.
Pese a la fama de riqueza, talento, suntuosidad y refinamiento que la rodeaba -unida a otras famas menos virtuosas-, Leonia prescindió de todo aquel protocolo a que tan aficionada se sentía Ardid -que había compuesto para la ocasión la más grave y regia de sus actitudes-. Avanzó hacia ella con ambos brazos extendidos y, con voz llena y jugosa que sorprendía aún más que su aspecto, por la estallante juventud que encerraba, exclamó:
– Querida Ardid, venid, venid y dejad que os abrace. Hace mucho tiempo deseaba tener el placer de veros a lo vivo, pues mucho y bueno he oído sobre vos.
Ardid observó, maravillada, que los brazos que hacia ella se extendían, aparecían libres y desnudos, como los de una campesina; y que si bien eran un tanto gruesos, lo cierto es que se ofrecían turgentes, tersos y duros como los de una mujer de veinte años. Así mismo, con mezcla de estupor y reserva, vio cómo los labios de Leonia se fruncían en forma de anillo, dispuestos a besuquearla sin miramiento alguno. «En verdad, esta gente del Sur queda ya muy lejos de mis costumbres…», pensó, ofreciendo resignadamente sus mejillas a tales efusiones. Y recomponiendo el gesto, sonrió a su vez y dijo dulcemente:
– Oh, Leonia, querida. Tanta o más es mi alegría, pues si oísteis hablar de mi persona, ¿qué no habré oído yo de vos, puesto que en tanto y tan bueno me superáis? -Aquí se detuvo, asustada de haber recuperado tan pronto el lenguaje natal. «Señor -se dijo- no estoy tan lejos de estas gentes como me figuraba.»
Mientras Leonia, tomándola cariñosamente por el brazo, la invitaba a subir al jardín donde, según explicó, «a aquella hora el sol ya mitigaba sus impiedades estivales, y sólo la dulce sombra y el perfume de la hierba rozarían la delicada piel, como tratándose de mujer norteña, de la Reina Ardid». Y dijo otras muchas cosas por el estilo, pero Ardid ya no pudo mentalmente retenerlas en su totalidad.
– Y ahora pienso, mi estimada amiga -concluyó Leonia, prescindiendo más y más de toda expresión formularia-, que vuestro tiempo es precioso y no debo entreteneros con futilidades, cuando tantas y tan serias cosas hemos de tratar. Una vez puntualizadas éstas, las olvidaremos jocosa y gozosamente, aunque por desgracia -y suspiró, con los ojos en blanco, pero jamás un suspiro estuvo menos cargado de malicioso regocijo- por pocos días. Luego podremos dedicar tantos días como tengáis a bien (nada me produciría mayor placer) a las delicias de vivir.
Antes de obtener respuesta, palmoteó con sus manos gordezuelas, y los esclavitos y pajecillos que por su Jardín Privado pululaban -unos dando de comer a exóticas aves de mil colores, otros recogiendo ramilletes con que adornar profusión de búcaros, otros portando refrescos y frutas y dulces, otros simplemente mirando al vacío y pensando en sabe Dios qué-, desaparecieron como por encanto.