«¿Cómo estás, boy?» le dijo Geoffroy. Sin las gafas, sus ojos eran de un azul vivo, muy juveniles.
«¿Nos vamos a marchar pronto?» preguntó Fintan.
Geoffroy se concentró un poco.
«Sí, tienes razón, boy. Creo que lo más sensato será marcharse ahora.»
«¿Y tus investigaciones? ¿Y la historia de la reina de Meroe?»
Geoffroy se echó a reír. Le brillaban los ojos.
«¿Conque estás al corriente de todo? Es cierto, yo mismo te he hablado algo de ello. Tendría que ir hacia el norte, también a Egipto, a Sudán. Y luego están los documentos, en el British Museum, en Londres. Además…» Se puso a dudar, como si le costara recobrar un sentido a todo ello. «Luego regresaremos, dentro de dos o tres años, cuando hayas avanzado un poco en tus estudios. Buscaremos la nueva Meroe, ría arriba, más arriba, donde forma una gran uve doble. Iremos a Gao, donde empezó todo, Benin, los yorubas, los ibos, buscaremos los manuscritos, las inscripciones, los monumentos.»
De repente el cansancio le vació la mirada, su cabeza se desplomó en la almohada.
«Más tarde, boy, más tarde.»
Aquella noche Fintan, antes de dormirse, hundió su rostro en la curva del cuello de Maou, como solía entonces, en San Martín. Ella le acariciaba el pelo, le cantaba letrillas en ligur, la que prefería, en el puente del Stura:
Al despuntar el día, Okawho ha botado la larga canoa al agua del río. Oya se sienta a proa, su lugar preferido. Lleva a la espalda a su bebé embutido en un amplio paño azul. De vez en cuando lo orienta hacia su seno para que mame la leche. Es niño, y ella no sabe su nombre. Se llama Okeke, porque nació el tercer día de la semana. La canoa avanza despacio a favor de corriente, pasa ante los embarcaderos, donde aguardan los pescadores. Okawho ni se vuelve para mirar la casa de Sabine Rodes, bien alejada ya, perdida entre los árboles. Cuando regresó de Aro Chuku compró la canoa a un pescador del río, adquirió algunas provisiones en el Wharf, arroz, pescado en salazón, camarones, latas de conserva, una lámpara de petróleo y algunos útiles de cocina, sin olvidar un retal de tela. Luego fue en busca de Oya al dispensario y se la llevó junto a su hijo.
La canoa se desliza por la corriente, sin esfuerzo. Okawho apenas si hace presión con la pagaya las raras veces que ha de hacerlo. Se dirige hacia aguas abajo, hacia las tierras del delta, hacia Degema, Brass, la isla de Bonny. Allí donde el oleaje de la marea remonta el río, con los peces sierra y los delfines yendo y viniendo en el agua revuelta. El sol refulge sobre el río en sombra. Las aves levantan vuelo al acercarse la proa de la canoa, buscan cobijo en las islas. Atrás quedan la gran ciudad de chapa y tablones, el Wharf, la fábrica de maderas, cuyo motor empieza ahora a ronronear. Quedan las dos islas grandes extendidas a ras del agua, y el armazón del George Shotton, animal antediluviano. Ya todo se desvanece en la lejanía, se confunde con la línea de los árboles. Cuando Okawho regresó de Aro Chuku no fue a casa de Sabine Rodes. Durmió al sereno, cerca del dispensario. Ya se había esfumado, alejado a otro mundo en compañía de Oya. Sabine Rodes no era capaz de entenderlo. Caminó por toda la ciudad, él, que no salía de casa sino para ir al río, buscó a Okawho alrededor del Wharf, Se atrevió incluso a llegarse hasta Ibusun, a espiar. Interrogó a las monjas del dispensario. Era la primera vez que algo, alguien, se le escapaba. Cuando por fin se hubo convencido, se encerró en su amplia y lúgubre sala, la sala de las máscaras, con las persianas bajadas como siempre, y se sentó a fumar en un sillón.
La canoa se desliza despacio sobre el agua del río, Okawho no dice nada, está habituado al silencio, Oya ha recostado a su hijo en la proa de la canoa, bajo la protección de un techo de ramas que cubrió con la tela azul. El sol se eleva en el cíelo con lentitud, cruza el río como sobre un inmenso arco invisible. Un día tras otro navegan hacia el estuario. El río es tan vasto como el mar. Ya no hay orilla ni tierra, sólo islas desperdigadas, verdaderas balsas entre los remolinos del agua. Precisamente a la isla de Bonny enviaron las grandes compañías petroleras, Gulf, British Petroleum, a sus prospectores para sondar el fango del río, Sabine Rodes los vio llegar un día al embarcadero, unos curiosos gigantes de tez rojiza ataviados con gorras y camisas de colores. Nadie había visto nunca gente así en el río. Comentó a Okawho, aunque puede que hablara solo: «El fin del imperio.» Los extranjeros se instalaron en el sur, en Nun River, Ughelli, Ignita, Apara, Afam. Todo va a cambiar. Los oleoductos van a correr a través del manglar, en la isla de Bonny surgirá una ciudad nueva, llegarán los cargueros más grandes del mundo, se erigirán altísimas chimeneas, cobertizos, gigantescos depósitos,
La canoa se desliza por el agua color orín. Las nubes penden sobre el mar formando una tenebrosa bóveda, Oya está de píe, esperando la lluvia. La cortina avanza por el río, disuelve las orillas. Se acabaron los árboles, las islas; no quedan más que el agua y el cielo fundidos en la itinerante nube. Oya se desviste, está de pie en la proa con su hijo ceñido a la cintura, su mano izquierda agarra la larga pértiga apoyada en el estrave. Okawho imprime más energía a la pagaya, se internan en la cortina de agua. Luego pasa la tormenta, remonta el río hacia la selva, los herbazales, las lejanas colinas. Al caer la noche, una luz roja que brilla en el horizonte, hacia el mar, guía a los viajeros como una constelación.
El 28 de noviembre de 1902 Aro Chuku cayó en poder de los ingleses sin ofrecer apenas resistencia. Al despuntar el día, las tropas del teniente coronel Montanaro tomaron contacto con los otros tres cuerpos expedicionarios en medio de la sabana, a cierta distancia del oráculo. Con el frescor de la mañana, el cielo azulísimo, aquello parecía más bien una jornada campestre. Los soldados negros, ibos, ibibios, yorubas, que inicialmente habían acogido con gran aprensión esta expedición contra el oráculo, el Long Juju, se tranquilizan al ver despejada la extensión de la sabana. La sequía ha resquebrajado la tierra, la hierba amarillenta está tan seca que una chispa podría convertir la pradera en una hoguera.
Con gran sigilo, guiadas por los exploradores de Owerri, las tropas de Montanaro marchan hacia el norte, acampan al borde de un pequeño afluente del río Cross. El oráculo está ya tan cerca que, al atardecer, los soldados vislumbran el humo de las casas y oyen el sordo percutir de Ekwe, el gran tambor de guerra. Por la noche comienzan a correr extrañas historias en el campamento de los mercenarios. Cuentan que ha hablado el oráculo ofa,, anunciando la victoria de los aros y la derrota y la muerte de todos los ingleses. Puesto al corriente de tales habladurías, Montanaro, temiendo una deserción masiva, decide atacar Aro Chuku cinco días más tarde, el 2 de diciembre. Tras dar orden de cercar el oráculo, entran en acción los cañones acarreados a través de la sabana. Al alba del 3 de diciembre, cuando aún no se ha mostrado ni un solo enemigo, la primera facción de Montanaro, armada con ametralladoras Maxim y fusiles milimétricos, ataca la aldea. Algunos disparos dan la réplica, mueren unos pocos mercenarios. Los aros, tras agotar la pólvora, se exponen a una salida armados tan sólo con lanzas y espadas, y caen abatidos por las ráfagas de las Maxim.