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– ¿Y tú? -preguntó Bond con un leve tono de recelo.

– ¿A qué te refieres? -Paula hablaba con frialdad, como herida en sus sentimientos.

– Mira, Paula, es que algunas veces no acabo de estar muy seguro de ti.

Ella aspiró con fuerza.

– ¿Después de todo lo que he hecho?

– Aun así. Por ejemplo, ¿qué me dices de aquel par de rufianes que me esperaban en tu apartamento, navaja en mano?

Ella meneó la cabeza en silencio, con cierto aire de fatalismo.

– Ya me extrañaba que no me lo recordaras -se ladeó un poco volviendo el cuerpo hacia él-. ¿Crees de verdad que te tendí una trampa?

– Confieso que me ha pasado por la cabeza.

Paula se mordió el labio.

– No, James, querido -lanzó un suspiro-. No, no fui yo quien urdió la añagaza. Tuve que dejarte en la estacada. ¿Cómo explicártelo? Como te he dicho, ni Von Glöda ni Kolya jugaban limpio. Todo el mundo estaba en una situación desventajosa, por decirlo de algún modo. Trabajé siguiendo instrucciones del SUPO, y también de Von Glöda. La situación se hizo insostenible una vez me asignaron la tarea de enlace con Kolya. A cada momento iba y venía de Helsinki. Entonces apareciste como llovido del cielo y no pude ocultárselo a mis jefes. Te dejé en la estacada por la fuerza, James. Me prohibieron decirte una sola palabra.

– Lo que tratas de decir es que los del SUPO te ordenaron que informases a Kolya, ¿es cierto?

Ella asintió con la cabeza:

– Kolya vio la posibilidad de apresarte en Helsinki y cargar contigo por la zona ártica hasta la Unión Soviética él solito. Perdona.

– ¿Y las máquinas quitanieves?

– ¿Qué máquinas quitanieves?

Paula cambió de talante. Momentos antes se había puesto a la defensiva y luego adoptó un aire contrito. Ahora su expresión era de genuina sorpresa. Bond la puso al corriente de lo sucedido en el trayecto entre Helsinki y Salla.

La muchacha se quedó pensativa unos momentos.

– En mi opinión, también fue cosa de Kolya. Me consta que sus hombres vigilaban el aeropuerto y los hoteles…, me refiero a Helsinki, claro está. Sin duda sabían a dónde te dirigías. Pienso que Kolya se ha tomado muchas molestias para capturarte y llevarte empaquetado bajo el brazo a la Unión Soviética sin recurrir a las fórmulas propuestas por Von Glöda.

Casi al término del viaje Bond estaba prácticamente convencido de las explicaciones de Paula. Tal y como había dicho, nunca tuvo tiempo de conocer a fondo lo que pasaba por la cabeza del autocrático Von Glöda, el hombre de cabellos grises y delirios de grandeza. Por otra parte, y a la luz de experiencias anteriores, no le costaba entender el singular enfrentamiento entre dos personajes tan resueltos como eran el conde y Mosolov.

– ¿Vamos a tu casa o a mi hotel? -preguntó Bond al llegar a las cercanías de Helsinki. Estaba casi del todo convencido, aunque subsistía en lo más recóndito de su mente la sombra de una duda, puesto que en la Operación Rompehielos nada resultó ser lo que en principio parecía. Era el momento idóneo para jugar su mejor carta.

– Es mejor que no vayamos al apartamento -Paula carraspeó suavemente-. Está todo revuelto y patas arriba. De veras, James, fueron unos simples ladrones. Ni siquiera me dio tiempo a llamar a la policía.

Bond se acercó al bordillo y detuvo el automóvil.

– Lo sé, Paula -al tiempo que decía estas palabras sacó de la guantera las condecoraciones de Von Glöda y las arrojó a la falda de su compañera-. Las encontré en el tocador cuando me presenté en tu apartamento antes de partir para la zona ártica. Estaba, en efecto, todo revuelto.

Por unos segundos la muchacha pareció muy irritada.

– En tal caso, ¿por qué no hiciste uso de ellas? Habrías podido mostrárselas a Anni.

Bond le dio unas palmaditas en la mano.

– Lo hice y las reconoció, cosa que me produjo sospechas y recelos en lo concerniente a ti. ¿Dónde las conseguiste?

– Me las dio Von Glöda, por supuesto. Quería que las mandara limpiar y bruñir. Tenía como una obsesión por ellas, al igual que por su glorioso destino -hizo chasquear la lengua, como recriminándose por el hecho-. Demonios, debiera haber supuesto que aquel hijo de perra las utilizaría contra mí.

Bond tomó las medallas y las metió otra vez en la guantera.

– Está bien -dijo, aliviado-, quedas absuelta. Vamos a solazarnos un poco, Paula. ¿Qué tal si tomamos la suite nupcial del Intercontinental?

– ¿A ti qué te parece? -Paula apretó la mano de Bond entre las suyas y luego le rozó la palma con un dedo a todo lo largo.

Se inscribieron sin dificultad en el registro del hotel y el servicio ininterrumpido de restaurante les procuró alimento y bebida en corto tiempo. El viaje en coche, las explicaciones mutuas y la larga amistad que les unía consiguieron dar al traste con todas las barreras que se interponían entre ellos.

– Voy a darme una ducha -indicó Paula- y luego podremos disfrutar a gusto. No sé en tu caso, pero yo diría que ninguno de nuestros departamentos tiene por qué saber que hemos llegado a Helsinki hasta dentro de veinticuatro horas.

– ¿No crees que sería mejor ponernos en contacto con ellos? Siempre nos cabe el recurso de decir que estamos en camino -sugirió Bond.

Paula reflexionó unos instantes.

– Bien, quizá me decida a llamar a mi enlace un poco más tarde. Cuando hay algo urgente, mi jefe siempre me deja un número al que poder llamar. ¿Y tú?

– Dúchate tú primero y luego lo haré yo. No creo que mis superiores necesiten nada de mí hasta mañana por la mañana.

Paula le dedicó una encantadora sonrisa y se dirigió al baño con la bolsa de viaje en la mano.

20. El destino

James Bond soñaba. Era un sueño que había tenido antes muchas veces: el sol y una playa que identificaba sin lugar a dudas como la de Royale-les-Eaux. Era el mismo paseo marítimo de antaño por supuesto. No el nido de turistas en que se había convertido. En el sueño de Bond la vida y el tiempo se habían detenido, y aquel marco era el de su infancia y adolescencia. Sonaba una banda de música. Los macizos de salvias, alhelíes y lobelias formaban una orgía de color. Hacía calor y él se sentía contento.

Era un sueño que se le presentaba normalmente cuando se sentía a gusto, y, ciertamente, aquella noche le había deparado muchas alegrías. Junto con Paula había conseguido escapar de las garras de Kolya Mosolov, había llegado hasta Helsinki y allí… bueno, las cosas se sucedieron mejor incluso de lo que ambos esperaban.

Paula volvió del baño vestida tan sólo con una vaporosa bata, el cuerpo lozano y fresco, con un aroma que a Bond se le antojaba más incitante que nunca.

Antes de ducharse, el superagente hizo una llamada a Londres. Más en concreto, a un número reservado para los mensajes grabados de M. En el supuesto de que hubiese alguna novedad, ahora se enteraría de ello, como respuesta al mensaje cifrado que había mandado desde el Saab cuando se encontraba todavía en Salla.

Tal como esperaba, se dejó oír la voz de su jefe. Era un comunicado escueto en un lenguaje ambiguo que casi equivalía a una felicitación por la forma en que Bond había llevado las cosas. También confirmaba que se sabía que Paula trabajaba para el SUPO. Bond se dijo entonces que ya no podían surgir más sorpresas.

Paula fue la primera en tomar la iniciativa y le hizo el amor como una especie de anticipo de lo que iba a venir. Luego, tras un breve reposo durante el cual Paula conversó y bromeó acerca de las difíciles situaciones que casi les llevaron a la catástrofe, Bond continuó allí donde la chica se había detenido.

Eran aquéllos unos instantes llenos de paz, ternura y calor. Un calor sólo atenuado por el frío tacto de un no sé qué en el cuello. Medio adormilado, Bond trató de sacudirse con la mano lo que parecía una intromisión anormal en la cálida sensación que su cuerpo experimentaba, y al hacerlo topó con un objeto duro y que adivinaba desagradable, aunque de manera muy vaga. Abrió repentinamente los ojos y sintió la presión del objeto frío en la garganta. ¡Se acabó Royale-les-Eaux! Una vez más se imponía la cruel realidad.