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– El destino… El destino… El destino…

Bond no acertaba a explicarse por qué yacía tumbado en el suelo. Sus ojos nublados advirtieron vagamente que un funcionario buscaba protección detrás de una de las cabinas de inspección. Luego, desde aquella misma postura en el suelo, apuntó de nuevo a Von Glöda, que parecía trataba de disparar la Luger por segunda vez. Bond apretó el gatillo y el conde dejó caer el arma. Dio un paso atrás y su cabeza pareció desaparecer en medio de una densa bruma.

Sólo entonces empezó a sentir Bond un vivo dolor. Estaba exhausto. Alguien le sostenía por los hombros. A su alrededor reinaba una gran algarabía. Oyó una voz que le decía:

– No se ha podido evitar, James. Acabaste con ese hijo de perra. Ahora todo ha terminado. Hemos llamado una ambulancia. Te pondrás bien.

Su interlocutor siguió hablando, pero a Bond se le nubló la vista y dejó de reconocer todo sonido, Como si alguien, intencionadamente, hubiese apagado el volumen.

21. «Esto no puede ser el cielo»

El túnel era muy largo y los muros laterales se hallaban revestidos de un blanco refulgente. Bond se preguntó si por azar había vuelto a la zona ártica. Luego se vio nadando. El agua estaba caliente unas veces y fría otras. Rumor de voces. Música melódica. El rostro de una joven inclinado sobre él y llamándole por su nombre

– ¿Señor Bond…? ¿Señor Bond…?

Era una voz cantarina y la muchacha tenía una cara hermosísima, el cabello rubio, y se le aparecía como rodeada por un halo.

James Bond abrió los ojos. Sí, era un ángel rubio con una aureola blanca y brillante.

– ¿He llegado finalmente al término? No es verdad; esto no puede ser el cielo.

La muchacha se echó a reír.

– No está usted en el cielo, señor Bond, sino en un hospital.

– ¿Dónde?

– En Helsinki. Hay aquí unas personas que quieren verle.

De repente le invadió una agobiante sensación de fatiga.

– Dígales que se vayan -su voz se tornó indistinta-. Estoy muy ocupado ahora. El cielo es muy grande.

Volvió a refugiarse en el túnel, a la sazón oscuro y cálido.

Permaneció dormido horas, semanas o meses, carecía de punto de referencia, pero cuando Bond despertó por fin, sólo sintió el dolor en el costado derecho. El ángel había desaparecido y en su lugar descubrió sentada tranquilamente en una silla junto a la cama, una figura bien conocida.

– ¿De nuevo con nosotros, cero cero siete? -dijo M-. ¿Qué tal se encuentra?

Por la mente de Bond desfilaron de nuevo, como fotogramas de una vieja película, escenas del pasado: las tierras de la zona ártica, los escúters, Liebre Azul, el Palacio de Hielo, el puesto de observación de Paula, el bombardeo de la base y las ultimas horas en Helsinki. También recordaba con claridad el cañón de la Luger.

Tragó saliva. Tenía la boca seca.

– No del todo mal, señor -respondió con voz ronca. Luego se acordó de Paula, postrada en la cama-. ¿Y Paula?

– Bien. Sana como el que más.

– Me alegro -Bond cerró los ojos y evocó todo lo sucedido. M guardaba silencio. Aunque se negaba a reconocerlo, la verdad era que estaba impresionado. Sólo en contadísimas ocasiones abandonaba su jefe el seguro refugio del edificio que daba sobre Regent's Park. Por fin, Bond abrió de nuevo los ojos-. Señor, confío en que la próxima vez me ponga al corriente de todos los detalles y no se le olvide ninguno.

M carraspeó.

– Consideramos más conveniente para usted que comprobase los hechos por su cuenta, cero cero siete. La verdad es que no estábamos seguros de ninguna de las partes intervinientes. La idea era enviarle allí para que prendiera fuego al asunto.

– En este punto yo diría que consiguió su objetivo.

El ángel rubio regresó otra vez junto al lecho. Se trataba, por supuesto, de una enfermera.

– No conviene que le fatigue -regañó a M en un inglés perfecto. Luego desapareció de nuevo.

– Le alcanzaron dos balas -prosiguió su jefe, sin conceder mayor importancia a lo que había dicho la enfermera-, ambas en la parte superior del pecho. No revisten gravedad. Dentro de una o dos semanas estará como nuevo. Me ocuparé de que le den un mes de permiso después de que abandone el lecho. Tirpitz se proponía entregarnos a Tudeer, pero dadas las circunstancias usted no tenía alternativa -M le dio unas palmaditas en la mano con aire paternal, gesto muy poco corriente en él-. Ha sido un buen trabajo, cero cero siete, lo que se dice un buen trabajo.

– Muy amable de su parte, señor, pero yo creía que el nombre real de Brad Tirpitz era el de Hans Buchtman, compinche de Von Glöda.

– Así tuve que dejártelo creer, James -por vez primera cayó en la cuenta de que Tirpitz se encontraba también en la habitación-. Siento de verdad la forma en que sucedieron las cosas. Al final todo se torció. Tuve que seguir al lado de Von Glöda. Me temo que esperé un poco más de la cuenta. Por pura suerte no nos atizaron como al resto. Vaya jaleo armó la Fuerza Aérea soviética. Dios santo, jamás en la vida había visto nada parecido.

– Lo sé, pude verlo con mis propios ojos -a pesar de su estado, Bond se sentía molesto con el norteamericano-. Pero, ¿qué me dices de todo el asunto Buchtman?

Tirpitz procedió a dar una larga explicación de los hechos. Hacía un año, poco más o menos, que la CIA le ordenó que entrase en relación con Aarne Tudeer, de quien se sospechaba que tenía tratos con los rusos en materia de suministro de armas.

– Le conocí en Helsinki -dijo Tirpitz-. Hablo muy bien el alemán y me había prefabricado un expediente completo bajo el nombre de Hans Buchtman, y con este falso nombre fuimos presentados. Le dije que podía proporcionarle armas. También insinué que guardaba notable parecido con un tipo de la CIA llamado Brad Tirpitz. Lo mencioné para curarme en salud y la cosa resultó. Creo que soy uno de los pocos sujetos que han tenido que darse muerte a sí mismos, si entiendes lo que quiero decir.

La enfermera regresó con una jarrita de agua de cebada y advirtió a los dos visitantes que sólo disponían de unos minutos. Bond preguntó si podía traerle un martini en vez de aquel potingue y la muchacha sonrió con cara de circunstancias.

– No me fue posible evitarte lo de la tortura ni abreviar el trámite -continuó Tirpitz-. Ni siquiera pude prevenirte sobre Rivke, porque no estaba enterado. Von Glöda se mostraba suspicaz y no me habló del tinglado del hospital hasta que ya era demasiado tarde. Por lo demás, la información que me facilitaron mis hombres era bastante pobre, por no decir paupérrima.

«¡Y tan pobre!», pensó Bond para sus adentros. Luego cayó en un estado de sopor y cuando salió de él, al cabo de unos minutos, sólo su jefe permanecía en la habitación.

– Todavía estamos recogiendo los restos, cero cero siete -seguía diciendo M-. Creo que de las Tropas de Acción no va a quedar nada -a juzgar por el tono de su voz, M parecía contento-. No creo que nadie pueda recuperar lo que queda de ellas, y eso gracias a su labor, cero cero siete. A pesar de la falta de información.

– Todo sea por el deber -añadió Bond con sarcasmo. Pero la observación no pareció causar el menor efecto en su superior.

Después de que M se despidiera de él, la enfermera entró en la habitación para asegurarse de que Bond se sentía bien.

– Es usted una enfermera, ¿no es así? -preguntó Bond con voz recelosa.

– Claro que sí. ¿Por qué lo pregunta, señor Bond?

– Quería asegurarme -logró esbozar una sonrisa-. ¿Qué tal si cenamos esta noche?

– Le han puesto a régimen, pero si le apetece algo más puedo traerle el menú…

– Me refiero a si quiere cenar conmigo, juntos.

La enfermera se alejó un paso de la cama y le miró con franqueza a los ojos. Bond se dijo que chicas como aquélla quedaban ya muy pocas. Muy de tarde en tarde se topaba uno con tipos tan seductores. Como Rivke o Paula, por ejemplo.