Goteando y temblando salí de la bañera; las piernas apenas me sostenían. La bufanda de mohair estaba llena de enormes agujeros. El cuello de la chaqueta de crepé de China se había disuelto. Me di la vuelta para mirarme la espalda en el espejo. Un fino anillo rojo aparecía donde la piel había sido agredida. Un grueso dedo rojo bajaba por mi columna vertebral. Quemadura de ácido.
Estaba temblando fuertemente. El shock, pensó clínicamente la mitad de mi mente. Me obligué a quitarme los pantalones mojados y los leotardos y me envolví en una gran toalla que me irritó horriblemente el cuello. El té es bueno en caso de shock, pensé, pero odio el té: no lo había en casa. Leche caliente; eso podía valer; leche caliente con cantidades de miel. Temblaba tanto que se me cayó la mayor parte mientras trataba de ponerla en un cazo; luego me costó un buen rato encender el fuego. Me tambaleé hasta llegar al dormitorio, quité la colcha de encima de la cama y me envolví en ella. De vuelta a la cocina conseguí meter la mayor parte de la leche en una taza. Tuve que sujetar la taza muy cerca del cuerpo para no vertérmela toda por encima. Me senté en el suelo de la cocina envuelta en trapos y me bebí el líquido hirviente. Después de un rato los temblores cesaron un poco. Tenía frío, los músculos tensos y doloridos, pero lo peor había pasado.
Me puse de pie rígidamente y caminé con piernas de plomo hasta el dormitorio. Como pude froté vaselina sobre las quemaduras de la espalda y me vestí. Me puse capas y capas de ropa, pero seguía helada. Conecté el radiador y me senté delante de él mientras se ponía en marcha metiendo ruido.
Cuando el teléfono sonó, di un salto: el corazón me latía con furia. Me puse de pie temerosa con las manos temblando ligeramente. Al sexto timbrazo contesté al fin. Era Lotty.
– ¡Lotty! -mascullé.
Me había llamado por lo de Agnes, pero me preguntó en seguida qué me pasaba. Insistió en venir, rechazando bruscamente mis débiles protestas de que el atacante pudiera estar todavía fuera esperando.
– No en una noche como ésta. Y con la mandíbula rota.
Estaba en la puerta veinte minutos más tarde.
– Vamos, vamos, Liebchen. Ya has vuelto a entrar en batalla.
Me agarré a ella durante unos minutos. Me acarició el pelo y murmuró unas palabras en alemán; finalmente conseguí entrar en calor. Cuando vio que ya había dejado de temblar, me dijo que me quitara todo el montón de envolturas. Sus fuertes dedos se movieron con suavidad a lo largo de mi cuello y parte de arriba de la espalda, limpiando la vaselina y untando una pomada apropiada.
– Bueno, querida. No es nada serio. El shock ha sido lo peor. No has bebido, ¿verdad? Bien. Es lo peor para un shock. ¿Leche caliente con miel? Muy bien. No te pega nada ser tan razonable.
Sin dejar de hablar se fue a la cocina conmigo, limpió la leche del suelo y de la cocina y se puso a hacer una sopa. Puso lentejas con zanahorias y cebollas; el delicioso olor llenó la cocina y empecé a revivir.
Cuando el teléfono volvió a sonar, estaba preparada para cogerlo. Dejé que sonara tres veces y luego lo cogí, con la grabadora en marcha. Era mi amigo el de la voz suave.
– ¿Qué tal sus ojos, señorita Warshawski? ¿O debo decir Vic? Me parece conocerla ya muy bien.
– ¿Cómo está su amigo?
– Oh, Walter sobrevivirá. Pero estamos preocupados por usted, Vic. Puede que la próxima vez no sobreviva, ¿sabe? Ahora sea buena chica y manténgase apartada de Rosa y de San Albertus. Se sentirá usted mucho mejor.
Le puse la cinta a Lotty. Ella se me quedó mirando.
– ¿No reconoces la voz?
Negué con la cabeza.
– Pero es alguien que sabe que estuve en el convento ayer. Y eso sólo puede querer decir una cosa: que uno de los dominicos está implicado.
– ¿Por qué crees eso?
– Me dicen que no vaya al convento -dije impaciente-. Sólo ellos saben que estuve allí -un pensamiento terrible me pasó por la mente y empecé a temblar de nuevo-. Sólo ellos y Roger Ferrant.
Capítulo 12. Ritos funerarios
Lotty insistió en quedarse a pasar la noche conmigo. Se fue por la mañana temprano a su clínica, rogándome que tuviese cuidado. Pero no que abandonase la investigación.
– Eres Juanita Matagigantes -dijo, con la preocupación mostrándose en sus negros ojos-. Siempre te enfrentas con cosas demasiado grandes para ti y quizá un día te encuentres con una que no puedas dominar. Pero es tu manera de ser. Si no vivieras así, tu vida sería larga pero desgraciada. Has escogido una vida satisfactoria, y espero, también, que sea larga.
No sé por qué, esas palabras no me animaron mucho.
Después de que Lotty se marchara, bajé a la zona del sótano, donde cada inquilino tenía un trastero. Con los hombros doloridos, saqué cajas de papeles viejos y me arrodillé en el suelo húmedo para revisarlos. Al fin encontré lo que buscaba: una libreta de direcciones de hacía diez años.
El doctor Thomas Paciorek y señora vivían en Arbor Road, en Lake Forest. Afortunadamente, su número de teléfono, que no venía en la guía, no había cambiado desde 1974. Le dije a la persona que contestó que quería hablar con el doctor o con la señora Paciorek, pero sentí alivio cuando me pusieron con el padre de Agnes. Aunque siempre me había parecido un hombre frío y ausente, nunca compartió la animadversión de su esposa hacia mí. Pensaba que los problemas de su hija provenían de su manera de ser.
– Soy V.I. Warshawski, doctor Paciorek. Siento muchísimo lo de Agnes. Me gustaría ir a su funeral. ¿Puede decirme cuándo se celebrará?
– No vamos a convertirlo en un acto público, Victoria. La publicidad sobre su muerte ya ha sido bastante desagradable como para encima convertir el funeral en un acontecimiento -hizo una pausa-. Mi esposa dice que tú podrías saber algo acerca de quién la mató. ¿Es así?
– Si así fuera, puede estar seguro de que se lo diría a la policía, doctor Paciorek. Pero me temo que no. Entiendo que no quiera usted que vaya mucha gente de la prensa por allí, pero Agnes y yo éramos buenas amigas. Significaría mucho para mí poder darle un último adiós.
Carraspeó y vaciló, pero finalmente me dijo que el funeral se celebraría el sábado en Nuestra Señora del Rosario, en Lake Forest. Le di las gracias con más educación de la que en realidad sentía y llamé a Phyllis para informarla. Acordamos ir juntas por si acaso los caballeros de Columbus estuvieran colocados junto a la puerta para no dejar pasar a los indeseables.
No me gustaba el modo en que me sentía. Los ruidos de mi apartamento me hacían saltar y a las once, cuando sonó el teléfono, tuve que obligarme a cogerlo. Era Ferrant, de humor sombrío. Preguntó si sabía dónde se celebraba el funeral de Agnes y si me parecía que a sus padres les pudiera importar que fuese.
– Probablemente -dije-. No quieren que vaya yo, y eso que era una de sus más antiguas amigas. Pero ven de todas formas -le dije el sitio y la hora y cómo encontrarlo. Cuando me preguntó si podía acompañarme, le dije que iba con Phyllis-. No creo que quiera conocer a extraños en el funeral de Agnes.
Me invitó a cenar, pero también lo rechacé. No creía de verdad que Roger hubiera contratado a nadie para que me echase ácido encima. Pero aun así… Había cenado con él el día que fui por primera vez al convento. Fue el día siguiente cuando Rosa decidió dar por terminado el caso. Quería preguntarle, pero me sonaba igual que si Thomas Paciorek me preguntase por mi honor de girlscout si yo había contribuido a la muerte de su hija.