Estaba asustada y eso no me gustaba. Desconfiaba de mis amigos. No sabía dónde empezar a buscar al lanzador de ácido. No quería estar sola, pero no sabía si Roger sería de fiar.
A mediodía, mientras caminaba temerosa por Halsted para comprarme un sándwich, se me ocurrió una idea que resolvería todos mis problemas inmediatos. Telefoneé a Murray desde la tienda.
– Necesito hablar contigo -le dije bruscamente cuando se puso-. Necesito tu ayuda.
Debió darse cuenta de mi estado de ánimo, porque no me obsequió con ninguna de sus gracias, quedando en verme en el Golden Glow a las cinco.
A las cuatro y media me puse un traje pantalón de lana azul marino y metí el cepillo de dientes, la pistola y una muda en mi bolso. Comprobé todos los cerrojos y me marché por las escaleras de atrás. Un vistazo alrededor del edificio me informó de que mis miedos eran infundados; no me estaba esperando nadie. También revisé el Omega cuidadosamente antes de entrar y ponerlo en marcha. Hoy al menos no iba a volar por los aires.
Me quedé atascada entre el tráfico en el Drive y llegué tarde al Golden Glow. Murray me esperaba con la primera edición del Herald Star y una cerveza.
– Hola, V.I. ¿Qué pasa?
– Murray, ¿a quién conoces tú que eche ácido a la gente que no le gusta?
– A nadie. Mis amigos no hacen esa clase de cosas.
– No es una broma, Murray. ¿No te suena alguien?
– ¿A quién de tus conocidos le han echado ácido?
– A mí -me di la vuelta y le mostré el cuello, donde Lotty me había curado la quemadura-. Trataba de llegarme a los ojos, pero yo me lo esperaba y me di la vuelta a tiempo. El que me lo echó debe llamarse Walter, pero al que quiero es al hombre que lo envió.
Le hablé de las amenazas, de la pelea, y le describí la voz del hombre que me había llamado.
– Murray, estoy asustada. No me asusto fácilmente pero… ¡por Dios! ¡Pensar que un maníaco anda por ahí intentando dejarme ciega! Preferiría que me metiesen un tiro en la cabeza.
Asintió muy serio.
– Has debido pisar a alguien con juanetes, V.I., pero no sé quién podrá ser. Ácido -negó con la cabeza-. Me siento tentado a decirte que podría ser Rodolpho Fratelli, pero la voz no concuerda. Tiene una voz áspera y rasposa. Es inconfundible.
Fratelli era un miembro destacado de la familia Pasquale.
– ¿Podría ser alguien que trabajase para él? -pregunté.
Se encogió de hombros.
– Haré que alguien lo investigue. ¿Puedo escribir un artículo con tu historia?
Me quedé pensándolo.
– Bueno. No he ido a la policía. Supongo que estaba demasiado enfadada con Bobby Mallory -le hice un resumen de mi entrevista con él-. Pero puede que el comunicante anónimo se vuelva un poco más cauteloso si ve que el gran mundo se está fijando en él… La otra cosa… Me da mucho corte pedírtelo, pero es la verdad. No me atrevo a pasar la noche sola. ¿Puedo irme a tu casa?
Murray me miró durante unos segundos y luego se rió.
– ¿Sabes, Vic? Menos mal que cancelé la cita que tenía cuando te oí pedir ayuda. ¡Eres siempre tan liante!
– Gracias, Murray. Me alegro de haberte arreglado el día. -Yo misma no me sentía muy bien cuando él se marchó al teléfono. Me preguntaba cómo calificarlo: ¿tomando prudentes precauciones o siendo una gallina?
Fuimos a cenar al Officer's Mess, un romántico restaurante indio en Halsted, y luego a bailar al Barbazul. Cuando nos estábamos metiendo en la cama, a eso de la una, Murray me dijo que había puesto a un par de reporteros a investigar en la cuestión de los lanzadores de ácido.
Me levanté temprano el sábado y dejé a Murray durmiendo; necesitaba cambiarme para el funeral de Agnes. Todo seguía tranquilo en mi apartamento y ya empezaba a pensar que me había dejado llevar por el miedo.
Me puse el traje azul marino, esta vez con una blusa gris claro y zapatos azules, y me fui a recoger a Phyllis y a Lotty. Fuera estábamos a doce grados bajo cero y el cielo volvía a estar encapotado. Temblaba de frío cuando llegué al coche; tendría que reponer mi chal de mohair.
Lotty me esperaba en el portal vestida de lana negra, con aspecto de doctora por una vez en su vida. No habló mucho durante el recorrido hasta la calle Chestnut. Cuando llegamos al bloque de apartamentos, salió a recoger a Phyllis, que tenía el aspecto de no haber dormido ni comido desde que la vi dos días antes. La piel de su rostro pálido y fino estaba tan tirante que pensé que se podría romper; tenía unas sombras azuladas bajo los ojos. Llevaba un traje blanco de lana con un jersey amarillo pálido. Tenía la vaga idea de que aquellos eran los colores de luto en Oriente. Phyllis es una persona muy literaria y deseaba rendir tributo a su amante muerta con un tipo de luto que sólo un iniciado pudiera entender.
Me sonrió nerviosa mientras nos dirigíamos por el norte hacia Lake Forest.
– No saben que voy, ¿verdad?
– No.
Lotty se molestó por esto. Dijo que por qué estaba yo actuando de forma solapada, lo cual sólo podría precipitar una escena cuando la señora Paciorek se diese cuenta de quién era Phyllis.
– No hará nada de eso. Las alumnas del Sagrado Corazón y de Santa María no hacen escenas en los funerales de sus hijas. Además, no la van a tomar con Phyllis. Saben que soy yo la verdadera culpable. Y si les llego a decir con antelación a quién iba a llevar, podrían haber dicho al portero que no nos sentase.
– ¿Portero? -preguntó Phyllis.
– Supongo que en las iglesias les llaman acomodadores -eso la hizo reír e hicimos el resto considerablemente más relajadas.
Nuestra Señora del Rosario era un imponente edificio de ladrillo en lo alto de una colina que dominaba Sheridan Road. Deslicé el Omega en un aparcamiento a sus pies, encontrando un huequito entre un Cadillac negro y un enorme Mark IV. No estaba segura de poder volver a encontrar mi coche en aquel mar de limusinas.
Mientras subíamos las empinadas escaleras de la entrada principal de la iglesia, me pregunté cómo harían los ancianos y los inválidos para ir a misa. Quizá los católicos de Lake Forest nunca andaban en silla de ruedas ni guardaban cama, sino que iban directamente al cielo al primer signo de enfermedad.
Phil, el hermano de Agnes, era uno de los que recibían a la gente. Cuando me vio se le iluminó la cara y se acercó a darme un beso.
– ¡V.I.! Me alegro tanto de que hayas podido venir. Mamá dijo que no vendrías.
Le di un rápido abrazo y le presenté a Lotty y a Phillys. Nos acompañó a unos asientos cerca de la parte delantera de la iglesia. El ataúd de Agnes descansaba en unos caballetes ante los escalones que conducían al altar. Cuando la gente iba llegando, se arrodillaba ante el ataúd unos segundos. Para sorpresa mía, Phyllis también hizo lo mismo antes de unirse a nosotras. Se arrodilló durante un buen rato y finalmente se santiguó y se levantó cuando el órgano empezaba a tocar. No me había dado cuenta de que era católica.
Uno de los que recibían a la gente, un hombre de media edad, de cara rojiza y pelo blanco, acompañó a la señora Paciorek a su puesto en la primera fila. Vestía de negro, con una larga mantilla prendida al pelo. Tenía el mismo aspecto que le recordaba: hermosa y airada. Su mirada al ataúd parecía decir: «Te lo dije.»
Sentí un golpecito en el hombro y al levantar la vista vi a Ferrant, muy elegante con su abrigo de mañana. Me pregunté distraída si se habría traído ese tipo de ropa por si acaso tenía que ir a un funeral en Chicago, y me aparté para hacerle sitio.
El órgano tocó una pieza de Fauré durante unos cinco minutos más o menos antes de que la procesión entrase. Era enorme e impresionante. Primero entraron los acólitos, uno de ellos balanceando un incensario, otro llevando un gran crucifijo. Luego, los clérigos más jóvenes. Luego, una majestuosa figura con mitra y capa pluvial, llevando un báculo: el cardenal arzobispo de Chicago, Jerome Farber. Y tras él, el celebrante, también con mitra y capa pluvial. Un obispo, pero no le reconocí. No es que conozca a muchos obispos de vista, pero Farber sale a menudo en el periódico.