Al igual que las empresas que había visitado por la mañana, ésta era de mediano tamaño. Los nombres de unos veinte socios estaban en la puerta exterior. Una recepcionista me condujo a través de un corto pasillo y de una oficina en la que un puñado de jóvenes agentes frenéticos manejaban teléfonos y terminales. Me abrí paso a través de los montones ya familiares de papelotes hasta llegar a la oficina de Tilford en el extremo opuesto.
Su secretaria, una mujer agradable de pelo rizado de cuarenta y muchos años, me dijo que entrase. Tilford era nervioso, tenía las uñas mordidas hasta la raíz. Eso no era necesariamente un síntoma de que supiese algo que no debía acerca de Agnes; la mayoría de los agentes que había visto aquel día estaban agotados. Tenía que ser extenuante seguir la pista de todo aquel dinero subiendo y bajando.
Garabateaba incesantemente mientras yo le contaba mi historia.
– Ajax, ¿eh? -dijo cuando la terminé-. No sé. Tengo… tenía mucho respeto por las opiniones de Agnes. Resulta que no estamos recomendando a nadie que compre ahora, señora… eh… Baines. Nuestra impresión es que esos rumores de adquisición los ha difundido cuidadosamente alguien que intenta manipular el stock. Todo puede venirse abajo en cualquier momento. Pero si está usted a la búsqueda de una inversión apropiada, tengo aquí varias que podría recomendarle.
Sacó un montón de prospectos del cajón de su escritorio y los hojeó con la velocidad de un jugador de cartas profesional. Me marché con dos interesantes prospectos metidos en el bolso y la promesa de llamarle pronto. Camino del número siete, llamé a mi servicio de contestador y les dije que cogiesen mensajes de cualquiera que llamara preguntando por Carla Baines.
A las cuatro y media había terminado con la lista de Barrett. Excepto Preston Tilford, todos los demás me habían recomendado que comprase Ajax. También había sido el único que no hacía caso de los rumores de adquisición. Eso no demostraba nada acerca de él en ningún sentido. Podía querer decir que era un agente más perspicaz que los demás; después de todo, sólo un hombre en una firma de brokers había recomendado que no se comprase Baldwin cuando el stock estaba hundiéndose, y al final había sido el único de todo el universo de analistas económicos que había tenido razón. La recomendación de Tilford en contra de Ajax era el único incidente inusual de todo el día. Así que por allí tendría que empezar.
De vuelta a casa, me cambié la ropa de trabajo por unos vaqueros y un jersey. Me puse las botas de tacón bajo. Antes de lanzarme a la acción llamé a la Universidad de Chicago y me dediqué al laborioso proceso de encontrar la pista de Phil Paciorek. Alguien me mandó finalmente a un laboratorio en el que se quedaba a trabajar hasta tarde.
– Phil, soy V.I. Había alguien ayer en tu casa cuyo nombre me gustaría conocer. El problema es que no sé qué aspecto tiene, sólo cómo suena su voz. -Le describí la voz lo mejor que pude.
– Eso puede ser un montón de gente diferente -dijo dubitativo.
– No tiene acento en absoluto -repetí-. Probablemente tenor. Ya sabes, todo el mundo tiene algún acento regional. Él no. No tiene el tono nasal del medio oeste, no arrastra las palabras, no tiene las erres de Boston.
– Lo siento, V.I. No me dice nada. Si se me ocurre algo, te llamaré, pero es todo demasiado vago.
Le di mi número de teléfono y colgué. Guantes, chaquetón de marino, ganzúas, y lista para la acción. Metiéndome un sándwich de mantequilla de cacahuete en el bolsillo del chaquetón, bajé a saltos la escalera y me sumergí en la fría noche de enero. De vuelta al edificio de la Bolsa, un guardia de seguridad que estaba en el vestíbulo me pidió que firmase. No me pidió ninguna identificación, así que puse el primer nombre que se me vino a la cabeza: Derek Hatfield. Subí hasta el piso cincuenta, salí, comprobé las puertas de las escaleras para asegurarme de que no eran de esas que se cierran detrás de ti sin que las puedas abrir, y me coloqué allí para esperar.
A las nueve, un guardia de seguridad subió por las escaleras desde el piso de abajo. Me deslicé al pasillo y encontré un servicio de señoras antes de que él llegase al piso. A las once, las luces de la planta se apagaron. Las mujeres de la limpieza, llamándose las unas a las otras en español, empezaron a recoger para marcharse.
Cuando se marcharon, esperé media hora más en la escalera por si acaso alguien hubiera olvidado algo. Al fin abandoné la escalera y me fui por el pasillo hacia las oficinas de Tilford & Sutton, con las botas golpeando ligeramente el suelo de mármol. Me había traído la linterna, pero las luces de las salidas de incendios proporcionaban suficiente iluminación.
En la puerta de fuera, encendí la linterna para iluminar los bordes y asegurarme de que no había alarmas. Las oficinas en un edificio con guardias internos de seguridad no suelen tener alarmas individuales, pero es mejor prevenir que curar. Sacándome los accesorios del perfecto detective del bolsillo, me puse a manipular con las ganzúas hasta que encontré la que servía.
No había ventanas en la oficina exterior. Estaba completamente a oscuras, excepto por los cursores verdes que parpadeaban mensajes urgentes en las pantallas de los ordenadores. Me estremecí involuntariamente y me pasé la mano por la quemadura del cuello.
Usando la linterna lo menos posible, me abrí camino a través de los escritorios cubiertos de papeles hasta el despacho de Preston Tilford. No estaba segura de la frecuencia con la que los guardias de seguridad visitaban cada piso y no quería correr el riesgo de que viesen una luz. La puerta de Tilford también estaba cerrada, y me llevó varios minutos manipularla con las ganzúas en la oscuridad. Me había enseñado a usar las ganzúas uno de mis más simpáticos clientes en la oficina del defensor público, pero nunca había conseguido la velocidad de un auténtico profesional.
La puerta de Tilford era de madera sólida, así que no tuve que preocuparme porque la linterna se viese a través de un panel como me ocurría con la puerta exterior. Cerrándola con suavidad, le di a un interruptor y tomé posiciones. Un escritorio, dos archivadores. Intentar abrirlo todo para ver lo que está cerrado y mirar en los cajones cerrados con llave.
Trabajaba tan rápido como podía, sin quitarme los guantes, no muy segura de lo que buscaba. El archivador cerrado con llave contenía archivos de clientes privados de Tilford. Cogí un par de ellos al azar para mirarlos con más calma. Por lo que podía ver, todo estaba en orden. No saber lo que tendría que poner en la carpeta de un cliente hacía más difícil saber lo que tenía que buscar; quizá balances con grandes columnas de debe. Pero los clientes de Tilford parecían mantener sus cuentas muy al día. Manejaba las páginas con cuidado, dejándolas en el orden en que estaban. Miré los nombres uno por uno para ver si alguno de los clientes me resultaba familiar. Aparte de un puñado de conocidos nombres del mundo de los negocios de Chicago, no vi a nadie a quien conociera personalmente hasta que llegué a la P. Catherine Paciorek, la madre de Agnes, era uno de los clientes de Preston.
Se me aceleró un poco el corazón mientras sacaba la carpeta. También estaba en orden. Sólo una pequeña cantidad de la mítica fortuna Savage amasada por el abuelo de Agnes era manejada por Tilford & Sutton. Me di cuenta de que la señora Paciorek había comprado dos mil acciones de Ajax el dos de diciembre. Eso me hizo alzar ligeramente las cejas. La suya era una carpeta azul con muy pocas transacciones. De hecho, Ajax era la única compañía con la que especuló en 1983. ¿Merecía la pena seguir más allá?
No encontré otros clientes que negociasen con el stock de Ajax. Pero Tilford había registrado muchas más que las dos mil acciones de Catherine Paciorek. Fruncí las cejas y volví al escritorio.
Estaba cuidadosamente hecho, de caoba oscura, y el cerrojo del cajón de en medio era difícil. Acabé arañando la superficie al manipular las ganzúas. Me quedé mirándolo fastidiada, pero era demasiado tarde para preocuparse.