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Me abrí camino junto a una sombrilla Imari de pie en el profusamente decorado salón. A la luz de la lámpara de bronce, vi al tío Stefan yaciendo sobre el escritorio de cuero verde, teñido de rojo amarronado por una gran mancha de sangre coagulada. «¡Cristo!», susurré. Mientras le tomaba el pulso, lo único en que pensaba era en lo furiosa que se iba a poner Lotty. Aunque pareciera increíble, aún se sentía un pulso débil. Salté sobre sillas y taburetes y llamé a la puerta de los Silverstein. La señora Silverstein abrió en seguida: acababa de llegar a casa y tenía aún el abrigo puesto y al niño en la sillita.

– Llame a una ambulancia en seguida. Está gravemente herido.

Ella asintió comprendiendo lo que ocurría y se lanzó al interior de su apartamento. Volví junto a tío Stefan. Arrancando las mantas de una pulcra cama que había en una habitación junto a la cocina, le envolví bajándole suavemente hasta el suelo y subiéndole los pies a un taburete de cuero de complicado dibujo. Luego me quedé esperando.

La señora Silverstein había tenido el acierto de llamar a unos enfermeros. Cuando oyeron lo del shock y pérdida de sangre, prepararon un par de goteos: plasma y glucosa. Se lo llevaban al hospital Ben Gurion, me dijeron, añadiendo que tendrían que hacer un informe para la policía y que esperase por favor en el apartamento.

En cuanto se marcharon, telefoneé a Lotty.

– ¿Dónde estás? -me preguntó-. He leído lo del incendio y he tratado de llamarte.

– Sí, bueno, eso puede esperar. Es el tío Stefan. Le han herido gravemente. No sé si vivirá. Se lo llevan al Ben Gurion.

Hubo un largo silencio al otro extremo y luego Lotty dijo muy bajo:

– ¿Herido? ¿De bala?

– Creo que apuñalado. Ha perdido mucha sangre, pero no le alcanzaron en el corazón. Ya había dejado de sangrar cuando le encontré.

– ¿Cuándo fue eso?

– Hace unos diez minutos… Esperé para llamarte hasta que supe a qué hospital le llevaban.

– Ya. Hablaremos más tarde.

Colgó, dejándome allí mirando al teléfono. Deambulé por la habitación esperando a la policía y tratando de no tocar nada. Según pasaban los minutos, iba perdiendo la paciencia. Encontré un par de guantes en un cajón del cuidado dormitorio. Me quedaban muy grandes, pero así no dejaba huellas en los papeles del escritorio. No pude encontrar ningún certificado de depósito; ni falsificados ni los míos de Acorn.

La habitación, aunque repleta de muebles, tenía pocos lugares que pudieran servir de escondite. Un rápido examen no me permitió descubrir nada. De pronto se me ocurrió que si el tío Stefan hubiera hecho un certificado falso, tendría que tener por allí herramientas, herramientas que sería mejor que la policía no encontrase. Aceleré la búsqueda y encontré pergamino, clichés y herramientas en el horno. Las metí en una bolsa de papel y me fui a buscar a la señora Silverstein.

Salió a la puerta con las mejillas coloradas y el pelo revuelto de calor; debía de estar cocinando.

– Siento tener que volver a molestarla. Tengo que esperar aquí a que llegue la policía y seguramente tendré que irme con ellos a la comisaría. La sobrina del señor Herschel va a venir más tarde a buscar unas cosas. ¿Le importaría si le digo que llame a su puerta y que recoja esta bolsa en su casa?

Estaba encantada de poder ayudar.

– ¿Cómo está él? ¿Qué ocurrió?

– No lo sé. Los enfermeros no han dicho nada. Pero tenía el pulso firme, aunque débil. Esperaremos lo mejor.

Me invitó a pasar a beber algo pero pensé que sería mejor no dar ideas a la policía relacionándonos a las dos y crucé enfrente a esperarles. Finalmente llegaron dos hombres de mediana edad, los dos de uniforme. Cuando me vieron, me dijeron que pusiera las manos sobre la pared y que no me moviera.

– Soy la persona que les ha llamado. Estoy tan sorprendida por todo esto como ustedes.

– Nosotros hacemos las preguntas, rica. -El que hablaba tenía una panza que le ocultaba la cartuchera. Me cacheó con torpeza pero encontró la Smith & Wesson sin la menor dificultad-. ¿Tienes licencia para esto, nena?

– Sí -dije.

– Veámosla.

– ¿Le importa que quite las manos de la pared? Me dificulta los movimientos.

– No te pases de lista. Saca la licencia, y rápido. -Éste era el segundo poli, algo más delgado, con la cara picada de viruelas.

Tenía el bolso en el suelo junto a la puerta; lo había dejado caer al ver al tío Stefan y no me había preocupado de recogerlo. Saqué mi billetera y saqué la licencia de investigador privado y el permiso de armas.

El poli corpulento les echó un vistazo.

– Oh, una detective. ¿Qué estás haciendo en Skokie, nena?

Sacudí la cabeza. Odio a los policías del extrarradio.

– Los atracos de Chicago no son tan buenos como los que hacen por aquí.

El poli gordo puso los ojos en blanco.

– Hemos cazado a Joan Rivers, Stu… Oye, Joan, esto no es Chicago. Si queremos ponerte a la sombra podemos hacerlo, no nos preocupa nada. Ahora cuéntanos qué hacías aquí.

– Esperándoos, chicos. Está claro que fue un error.

El poli delgado me dio una bofetada. Sabía que era mejor que me aguantara; resistirme significaría un arresto y perdería la licencia.

– Venga, nena. Mi compañero te ha hecho una pregunta. ¿Vas a contestar?

– ¿Queréis acusarme de algo? Si es así, llamo a mi abogado. Si no, nada de preguntas.

Los dos se miraron.

– Mejor será que llames a tu abogado, nena. Y nos quedamos con la pistola. No es un arma de señora, la verdad.

Capítulo 18. En la trena

El fiscal del distrito se puso furioso conmigo. Cosa que no me importó demasiado. Mallory estaba rabioso; había leído lo del ácido en el Herald Star. Estaba acostumbrada al furor de Mallory. Cuando Roger supo que había pasado la noche en los calabozos de Skokie, su preocupación se convirtió en furia frustrada. Me pareció que podría arreglarlo. Pero Lotty… Lotty no quería hablar conmigo: Eso sí que me dolía.

Había sido una noche muy confusa. Viruelas y Gordi me detuvieron alrededor de las nueve y media. Llamé a mi abogado, Freeman Cárter, que no estaba en casa. Contestó su hija de trece años. Su voz sonaba eficiente y educada, pero no había manera de estar segura de si se acordaría de darle el recado a su padre.

Después de eso, nos metimos de lleno en un sesudo interrogatorio. Decidí no decir nada, ya que no tenía preparada ninguna historia que quisiese contar. No podía decir la verdad y con el humor de que estaba Lotty, desbarataría cualquier historia que yo urdiese.

Viruelas y Gordi dieron paso a unos cuantos policías más veteranos a primeras horas de la noche. Serían alrededor de las doce cuando llegó Charles Nicholson, de la oficina del fiscal del distrito. Era un personaje entre los magistrados del Cook Country. Charles es el tipo de persona a quien gusta descubrir a sus empleados haciendo llamadas personales en tiempo de trabajo. Nunca fuimos lo que se dice íntimos.

– Bien, bien, Warshawski. Como en los viejos tiempos. Tú y yo, unas cuantas diferencias y una mesa entre los dos.

– Hola, Charlie -dije tranquilamente-. Como en los viejos tiempos. Incluso en lo que se refiere a tu camisa: el sexto botón no te abrocha.

Se miró el estómago y tiró de la camisa intentando cerrarla; luego me miró furioso.

– Sigues tan impertinente, ya lo veo. Incluso ante una acusación de asesinato.