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– Si es de asesinato, han cambiado los cargos sin decírmelo -dije irritada-. Y eso viola mis derechos. Mejor será que leas la hoja de cargos y lo compruebes.

– No, no -dijo con su voz untuosa-. Tienes razón, no es más que una forma de hablar. La acusación era y es por obstrucción. Hablemos de lo que estabas haciendo en el apartamento del viejo, Warshawski.

Negué con la cabeza.

– No hasta que tenga asistencia legal. En mi opinión, cualquier cosa que pueda decir sobre el asunto puede incriminarme, y como no tengo ningún conocimiento de primera mano del crimen, no hay nada que pueda hacer para colaborar en la investigación policial.

Fue la única frase que pronuncié en un buen rato.

Charlie intentó poner en práctica una serie de tácticas diferentes: insultos, camaradería, raudales de teorías acerca de la delincuencia para sugerirme comentarios. Comencé haciendo unos cuantos ejercicios: levantar la pierna derecha, contar hasta cinco, levantar la pierna izquierda. Contar me distraía y no hacía caso a Charlie, y los ejercicios le ponían frenético. Había conseguido llegar a setenta y cinco con cada pierna cuando lo dejó.

Las cosas cambiaron a las dos y media, cuando entró Bobby Mallory.

– Te vamos a llevar al centro -me informó-. Estoy hasta aquí -se señaló el cuello- de ti. De que cuentes la verdad cuando te dé la gana. ¿Cómo te has atrevido…, cómo te has atrevido a contarle a Ryerson tu historia del ácido y no contárnosla esta mañana? Hemos hablado con tu amigo Ferrant hace unas horas. No soy tan tonto como para no haberme dado cuenta de que le cortaste esta mañana cuando empezó a preguntar si no sería la misma persona que te había tirado no sé qué. Ácido. Tendrías que estar en el psiquiátrico. Y antes de que acabe la noche, vas a tener que largar lo que sabes o tendremos que mandarte allí y hacer que te quedes.

Aquello no era más que un modo de hablar y Bobby lo sabía. Una parte de él estaba furiosa conmigo por ocultar pruebas y la otra parte estaba frenética porque yo era la hija de Tony y podía haber hecho que me matasen o que me dejasen ciega.

Me puse en pie.

– Vale. Ya lo sabes. Aunque Murray publicó la historia del ácido cuando ocurrió. Sácame del extrarradio y lejos de Charlie y hablaré.

– Y la verdad, Warshawski: me ocultas cualquier cosa, cualquier cosa, y te meto en la cárcel. No me importa si tengo que acusarte de posesión de drogas.

– No trafico con drogas, Bobby. Si encuentran drogas en mi casa, las ha puesto alguien. Además, ya no tengo casa.

Su rostro redondo enrojeció.

– No voy a tragar, Warshawski. Estás a dos pasos del psiquiátrico. Nada de pasarte de lista ni de mentiras. ¿Te enteras?

– Me entero.

Bobby consiguió que los de Skokie retirasen los cargos y me llevó con él. Técnicamente no estaba detenida y no tenía por qué ir con él. Tampoco me hacía ilusiones.

El conductor era un joven agradable que parecía deseoso de charlar. Le pregunté si creía que los Cubs iban a dejar marchar a Rick Sutcliffe. Un mordaz comentario de Bobby le hizo callar, así que me puse a hablar sola del tema.

– Yo creo que Sutcliffe dio la vuelta al equipo después de la derrota del All-Stars. Por eso quiere cinco o seis millones. Merece la pena si vuelven a dar el golpe en las World Series.

Cuando llegamos a la calle Once, Bobby me empujó al interior de una sala de interrogatorios. El detective Finchley, un joven policía negro que llevaba uniforme cuando le conocí, se reunió con nosotros y se dispuso a tomar notas.

Bobby mandó a buscar café, cerró la puerta y se sentó tras su viejo escritorio.

– Ni una palabra más acerca de Sutcliffe y Gary Matthews. Sólo los hechos.

Le conté los hechos. Le conté lo de Rosa y las acciones, y lo de las llamadas de teléfono amenazadoras. Le conté lo del ataque en el descansillo y cómo Murray pensó que quizá pudiera ser Walter Novick. Y le conté lo de la llamada telefónica aquella mañana cuando había vuelto a buscar la ropa.

«Nadie tiene suerte siempre.»

– ¿Y qué pasa con Stefan Herschel? ¿Qué hacías allí ayer, precisamente el día en que le apuñalaron?

– Fue casualidad. ¿Cómo está?

– Nada, Warshawski. Soy yo el que hace las preguntas esta noche. ¿Qué hacías en su casa?

– Es tío de una amiga mía. Conoces a la doctora Herschel… Es un anciano muy interesante y se encuentra solo; quería que fuese a tomar el té con él.

– ¿El té? ¿Y te colaste dentro?

– La puerta estaba abierta cuando llegué y eso me preocupó.

– Ya. La chica de enfrente dice que la puerta estaba cerrada y eso le preocupó.

– No es que estuviera abierta de par en par. Sólo que no estaba cerrada con llave.

Bobby alzó mi colección de ganzúas.

– ¿No habrías utilizado éstas por un casual?

Negué con la cabeza.

– No sé cómo se usan. Son un recuerdo de uno de mis clientes, de cuando yo era abogado de oficio.

– Y las llevas encima por puro sentimentalismo desde entonces…, ocho años después. Vamos, hombre, que me lo voy a creer.

– Eso es, Bobby. Ya sabes lo del ácido, ya sabes lo de Novick y lo de Rosa. ¿Por qué no hablas con Derek Hatfield? Me encantaría saber qué es lo que hizo desistir al FBI de investigar lo de esas acciones.

– Estoy hablando contigo. Y a propósito de Hatfield, no sabrás por casualidad por qué estaba su nombre en el registro del edificio de la Bolsa la noche en la que alguien asaltó las oficinas de Tilford & Sutton, ¿verdad?

– ¿Le preguntaste a Hatfiel qué estaba haciendo allí?

– Él dice que no estuvo.

Me encogí de hombros.

– Los federales nunca cuentan nada. Lo sabes perfectamente.

– Bueno, ni tú tampoco, y tú tienes menos excusas para no hacerlo. ¿Por qué fuiste a ver a Stefan Herschel?

– Él me invitó.

– Sí, ya. Te queman anoche el apartamento y, como hoy te sentías muy animada, te vas a tomar el té a Skokie. Coño, Vicki, no juegues conmigo. -Mallory estaba enfadado de verdad. No suele decir tacos cuando habla con mujeres. Finchley parecía preocupado. Yo también lo estaba, pero no podía soltar prenda de ninguna manera acerca de Stefan Herschel. Habían matado al anciano, o casi, por culpa de la falsificación. No quería que además le detuvieran.

A las cinco, Bobby me acusó de ocultar pruebas en un delito. Me tomaron las huellas, me hicieron fotos y me llevaron a los calabozos de la esquina de las calles Veinticinco y California con unas cuantas prostitutas contrariadas. La mayoría llevaban botas de tacón alto y faldas cortísimas. Al menos la cárcel debía ser un lugar más caliente en enero que las calles Rush y Oak. Hubo una cierta hostilidad al principio mientras intentaban asegurarse de que no estaba trabajando en sus territorios.

– Lo siento, señoras; estoy aquí sólo bajo acusación de asesinato. Sí, mi hombre -expliqué-. Sí, el muy bastardo me pegaba. Pero la gota que colmó el vaso fue cuando intentó quemarme. -Les enseñé los brazos, donde el fuego me había levantado la piel.

Recibí un montón de comentarios simpatizantes,

– Oh, cariño, hiciste bien… Un tío me toca a mí así y lo dejo tieso.

– Oh, sí, ¿te acuerdas cuando Freddie intentó rajarme? Le eché agua hirviendo encima.

En seguida me olvidaron, contándose unas a otras historias a cual mejor sobre violencia masculina y su valentía al enfrentarse con ella. Las historias me pusieron los pelos de punta. Pero a las ocho, cuando los Freddies y los Slim y los JJ aparecieron a recogerlas, parecieron encantadas de verles. El hogar es el hogar, pensé.

Freeman Cárter vino a buscarme a las nueve. Es uno de los socios de Crawford y Meade, la prestigiosa firma en la que trabaja mi ex marido, y les lleva los asuntos criminales. Para Dick -mi ex- es una constante espina el que Freeman se ocupe de mis asuntos legales. Pero él no sólo es una buena persona, de un modo suave y WASP (blanco, anglosajón y protestante), sino que además, le caigo bien.