– Hola, Freeman. A las otras chicas las vinieron a buscar sus chulos hace una hora. Creo que no soy una mercancía muy valiosa.
– Hola, Vic. Si tuvieras un espejo, verías hasta dónde ha caído tu valor en la calle. Tienes que presentarte en el tribunal a las once. No es más que una formalidad, y te dejarán salir bajo juramento. -Se permite prestar este juramento a personas que el tribunal considera ciudadanos responsables. Como yo, por ejemplo. Freeman me prestó un peine y me puse tan presentable como me fue posible.
Caminamos por el pasillo hasta llegar a una pequeña sala de reunión. Freeman estaba tan elegante como siempre, con un traje azul marino de corte perfecto que le sentaba como un guante. Si yo estaba la mitad de sucia de lo que me sentía, debía estar horrorosa. Freeman echó un vistazo a su reloj.
– ¿Quieres que hablemos? Dicen que te han detenido por ocultar pruebas en el asunto de Stefan Herschel.
– Así es -admití-. ¿Cómo está él?
– Llamé al hospital de camino hacia aquí. Está en cuidados intensivos, pero parece estable.
– Ya. -Me sentí mucho mejor de pronto-. ¿Sabes que cumplió una condena por falsificación en los cincuenta? Bueno, pues me temo que alguien le acuchilló porque estaba jugando a los detectives con unas acciones falsificadas. Pero no se lo puedo contar a Bobby Mallory hasta que hablemos con el anciano. No quiero que se meta en líos con la policía ni con los federales.
Freeman puso una cara muy seria.
– Si fuese tu chulo, te daría una paliza con una percha. Como no soy más que tu abogado, ¿puedo aconsejarte que le cuentes lo antes posible a Mallory todo lo que sabes? Es un buen policía. No va a encarcelar a un hombre de ochenta años.
– Puede que él no, pero Derek Hatfield sí lo haría en menos de treinta segundos. Y una vez que los federales se han puesto en marcha, nada vale lo que diga Bobby ni lo que diga yo, ni siquiera lo que digas tú.
Freeman seguía sin estar convencido cuando le conté lo de las falsificaciones y el papel que jugaba en todo ello el tío Stefan, pero me sacó las castañas del fuego en la audiencia con mucho aplomo. Después me dio un beso de despedida cuando me dejó en la parada del elevado de Roosvelt Road.
– Esto sí que es una prueba de afecto, Vic. Necesitas un baño urgente.
Fui en el elevado hasta la calle Howard, cogí el metro de Skokie y caminé las diez manzanas que había hasta mi coche. Un baño, una siesta, Roger, Lotty y el tío Stefan. Ésas eran las prioridades en orden inverso. Pero necesitaba ponerme limpia antes.
Las prioridades se tergiversaron un poco. Roger estaba esperándome cuando volví al Hancock. Estaba hablando por teléfono, al parecer con Ajax. Le saludé con la mano y me dirigí al baño. Él entró diez minutos más tarde, mientras yo estaba a remojo en la bañera. Intentando estar a remojo en la bañera. Era uno de esos antipáticos artilugios modernos en los que las rodillas te dan en la barbilla. Mi apartamento tenía una maravillosa bañera de los años treinta, lo bastante larga como para que una persona de mi altura cupiese tumbada dentro.
Roger cerró el retrete y se sentó.
– La policía me despertó esta mañana para preguntarme por tus quemaduras de ácido. Les dije todo lo que sabía, lo que era francamente poco. No tenía ni idea de dónde estabas, lo que estabas haciendo y en qué peligros podías estar metida. Ayer por la mañana te supliqué que no hicieras nada estúpido. Pero cuando me desperté a la una de la mañana y tú no estabas… Ni una nota. Maldita sea, ¿por qué hiciste eso?
Me senté en la bañera.
– He tenido una velada llena de incidentes. Salvé la vida de un anciano, luego me pasé cinco horas en la comisaría de Skokie y cuatro en una de Chicago. No podía hacer más que una llamada de teléfono y la necesitaba para llamar a mi abogado. Como no estaba en casa, pero su hija sí, no pude mandar ningún mensaje a mis amigos y parientes.
– Pero, maldita sea, Vic, ya sabes que me preocupo muchísimo por ti y por todo este dichoso asunto -movió un brazo para expresar frustración e incoherencia-. ¿Por qué demonios no me dejaste una nota?
Negué con la cabeza.
– No creí que fuese a estar fuera tanto tiempo. Caramba, Roger, si hubiera sabido con lo que me iba a encontrar, te hubiese escrito una novela.
– No es ésa la cuestión. Ya sabes que no. Hablamos de esto la noche pasada o hace dos noches, cuando diablos sea que ardió tu apartamento. No puedes largarte tranquilamente y dejar a los demás con tres palmos de narices.
Yo también estaba empezando a enfadarme.
– No eres mi dueño, Ferrant. Y si el que me quede aquí te hace pensar que lo eres, me iré inmediatamente. Soy detective. Me pagan para detectar cosas. Si le cuento a todo el mundo en qué estoy metida, no sólo mis clientes perderían la confianza en mí, sino que me darían de cachiporrazos allá donde fuera. Le contaste a los policías todo lo que sabías. Si hubieses sabido todo lo que sabía yo, un pobre anciano estaría ahora mismo detenido, además de estar en cuidados intensivos.
Roger me miró inexpresivamente, con el rostro pálido.
– Puede que debas marcharte, Vic. No tengo el aguante suficiente para pasar más noches como ésta. Pero déjame decirte una cosa, Supermujer: si hubieses compartido conmigo lo que estabas haciendo, no le habría contado nada a la policía. Habría sabido que tú no necesitabas su particular ayuda. No les hubiera dicho que acabasen contigo, sino que te protegieran.
La rabia me tensaba las cuerdas vocales.
– A mí nadie me protege, Roger. No vivo en esa clase de mundo. Tú no dejarías un negocio que estuvieras ultimando sólo porque hay por ahí mucha gente peligrosa y poco escrupulosa en tu mundo. Si quieres hablarme de tu trabajo, te escucharé y te haré las sugerencias que quieras. Pero nunca intentaría protegerte. -Salí de la bañera-. Bien, pues respétame del mismo modo. Sólo porque la gente con la que trato juega con fuego en lugar de con dinero, no quiere decir que necesite o quiera protección. Si así fuera, ¿cómo crees que habría sobrevivido todos estos años?
Estaba cerrando y abriendo los puños, intentando mantener la rabia bajo control. Protección. El sueño de la clase media. Mi padre protegiendo a Gabriela en un bar de Milwaukee Avenue. Mi madre ofreciéndole su lealtad y encadenando su apasionada creatividad en un cuchitril del sur de Chicago por gratitud.
Roger cogió una toalla y empezó a secarme la espalda muy serio. La envolvió alrededor de mis hombros y me abrazó. Intenté relajarme, pero no pude.
– Vic, yo tengo que desenvolverme en ciertos negocios… Tienes razón. Me encanta imaginar que salgo triunfante en una melé. Si tú te metieras y le rompieras la cabeza a alguien, o cualquier cosa por el estilo, me pondría furioso… No pienso que soy tu dueño. Pero cuanto más te alejas, más necesito algo a lo que agarrarme.
– Ya -me di la vuelta-. Sigo creyendo que sería más fácil para los dos que encontrase algún otro lugar en el que quedarme. Pero… Pero intentaré que a partir de ahora nos llevemos mejor -me puse de puntillas y le di un beso.
Sonó el teléfono. Fui a la secadora, donde había dejado la ropa y saqué unos vaqueros limpios y otra camisa mientras Roger cogía el teléfono del cuarto de baño.
– Es para ti, Vic.
Lo cogí en el dormitorio. Roger dijo que se marchaba y colgó. El que llamaba era Phil Paciorek.
– ¿Sigues buscando al hombre sin acentos? Esta noche hay una cena archidiocesana en el hotel Hanover House. Farber da una fiesta para O'Faolin. Como mamá dona un millón al año más o menos a la Iglesia, estamos invitados. La mayoría de la gente que estaba en el funeral va a ir. ¿Quieres ser mi acompañante?
Una cena archidiocesana. Qué nervios. Eso significaba ir con vestido y medias. Lo que significaba a su vez ir de tiendas, pues cualquier cosa lejanamente adecuada al Hanover House yacía ahumada en mi maleta. Como Phil no podría dejar el hospital antes de las siete, me preguntó si no me importaría encontrarme con él en el hotel; estaría allí tan cerca de las siete y media como le fuera posible.