– … y he llamado a la archidiócesis. Si no estoy allí, no tienes más que dar tu nombre a la mujer que habrá en la entrada.
Después de aquello intenté echar un sueñecito, pero no podía dormir. Lotty, el tío Stefan y don Pasquale daban vueltas en el fondo de mi cabeza. Junto con Rosa, Albert y Agnes.
A las doce me di por vencida y traté de hablar con Lotty. Carol Alvarado, la enfermera de la clínica de Lotty, contestó al teléfono. Fue a buscar a la doctora, pero volvió con el mensaje de que estaba demasiado ocupada para hablar conmigo en aquel momento.
Caminé por la calle hasta Water Tower y encontré un elegante vestido de crepé de seda color púrpura de rebajas en Lord & Taylor. Por delante tenía un escote festoneado; por detrás el cuello bajaba en V hasta justo encima de la tira de mi sujetador. Podía llevar los pendientes de diamantes con él y ser la más bella del baile.
De vuelta en el Hancock, intenté hablar con Lotty de nuevo. Seguía estando demasiado ocupada para hablar. Cogí el periódico de la mañana y busqué un apartamento amueblado en los anuncios por palabras. Después de pasarme una hora llamando, encontré un lugar entre Racine y Montrose que ofrecía alquileres por dos meses. Hice otra vez la maleta mezclando las ropas lavadas con las ahumadas y dejé una larga nota a Roger explicándole a dónde me mudaba, lo que iba a hacer a la hora de cenar y si por favor podríamos seguir en contacto, y llamé a Lotty por última vez. Seguía demasiado ocupada.
El Bellerophon había visto tiempos mejores, pero estaba bien cuidado. Por doscientos cincuenta al mes, entré en posesión de un cuarto de estar con una cama, un confortable sillón, una televisión pequeña y una mesa respetable. La cocina incluía un refrigerador minúsculo y dos quemadores de gas; no había horno, pero el baño tenía dentro una bañera de verdad. Bastante bien. La habitación tenía enchufes de teléfono. Si los vándalos del vecindario no se habían llevado mis teléfonos, podría conseguir que me dieran línea. Le di un cheque a la señora Climzak por la renta del primer mes y me marché.
Mi viejo apartamento tenía un aspecto muy desolado a la luz del sol invernal. Como Manderley quemado. Cristales rotos en las ventanas, las cortinas estampadas de los Takamoku colgando a jirones de sus rieles. Subí a través de los escombros por las escaleras y atravesé el agujero de la pared del salón. El piano seguía allí: demasiado grande para que se lo llevaran, pero el sofá y la mesita habían desaparecido. Ejemplares carbonizados de Forbes y del Wall Street Journal se desparramaban por toda la habitación. El teléfono del salón había sido arrancado de la pared. En el comedor, alguien se había bebido todos los licores. Normal. La mayoría de los platos habían desaparecido. Menos mal que nunca tuve dinero como para comprarme una vajilla Crown Derby.
La extensión del dormitorio seguía allí, enterrada bajo un montón de escayola desprendida. La desenchufé de la pared y me marché. Me detuve en la oficina de correos de Lincoln Park para cambiar mi dirección y recogí lo que me habían guardado desde el incendio. Después, apretando los dientes, conduje hacia el norte hasta Sheffield, hasta llegar a la entrada de la clínica de Lotty.
La sala de espera estaba llena de mujeres y de niños pequeños. Un guirigay compuesto por gritos en español, coreano y libanes hacía que el pequeño espacio pareciese aún más pequeño de lo que era. Los bebés gateaban por el suelo con grandes cubos de madera en la mano.
La recepcionista de Lotty era una mujer de sesenta años que había tenido siete hijos. Su principal virtud era la de ser capaz de mantener el orden en la sala de espera y asegurarse de que la gente entraba por orden de llegada o de urgencia. Nunca perdía la calma, pero conocía a su clientela como un buen barman y mantenía el orden del mismo modo.
– ¡Señorita Warshawski! Me alegro de verla. Hoy tenemos el completo; montones de gripes y de catarros. ¿La está esperando la doctora Herschel?
La señora Coltrain no llamaba a nadie por su nombre de pila. Después de años de haberle dicho que lo hiciera, Lotty y yo abandonamos.
– No, señora Coltrain. He pasado a ver cómo estaba su tío y averiguar si podía visitarle.
La señora Coltrain desapareció en la parte trasera. Volvió con Carol Alvarado unos minutos más tarde. Carol me dijo que Lotty estaba con un paciente, pero que me vería en unos minutos si pasaba a su despacho.
El despacho de Lotty, al igual que la sala de espera, estaba amueblado para hacer sentirse a gusto a las madres preocupadas y a los niños asustados. No necesitaba escritorio, decía; después de todo, la señora Coltrain guardaba todos los expedientes en un archivador. En lugar de ello, había sillas cómodas, cuadros, una gruesa alfombra y los omnipresentes cubos de arquitectura, que hacían del lugar un sitio alegre. Aquel día no me pareció muy relajante.
Lotty me hizo esperar media hora. Estuve hojeando el Diario de Cirugía Obstétrica. Tamborileé con los dedos en una mesita que estaba junto a mi silla, hice ejercicios de piernas y unos cuantos estiramientos.
A las cuatro, Lotty llegó muy silenciosa. Por encima de su bata blanca, su rostro mostraba un gesto poco comprometido.
– Estoy casi demasiado enfadada como para hablar contigo, Vic. Afortunadamente, mi tío ha sobrevivido. Y ahora te debe la vida. Pero casi te debe también la muerte.
Estaba demasiado cansada para tener otra pelea aquel día. Me pasé las manos por el pelo intentando estimularme el cerebro.
– Lotty, no hace falta que te esfuerces para hacerme sentir culpable; ya lo hago. Nunca tendría que haberle mezclado en un asunto tan demencial y peligroso. Todo lo que puedo decir es que me he llevado mi parte en los golpes. Si hubiese sabido lo que se avecinaba, hubiese hecho lo imposible para evitarle el ser atacado -me reí sin alegría-. Hace unas horas he tenido una pelea de miedo con Roger Ferrant. Quiere protegerme de los incendiarios y de gente de ese estilo. Ahora tú te peleas conmigo porque no protegí a tu tío.
Lotty no sonrió.
– Quiere hablar contigo. Intenté prohibirlo; no necesita más nervios ni tensiones. Pero parece que resultará peor si no vas a verle. La policía quiere interrogarle y él se niega hasta que te vea.
– Lotty, es un anciano, pero está cuerdo. Toma sus propias decisiones. ¿No crees que tu enfado proviene en parte de ahí? ¿Y por haberme ayudado a mezclarle en esto? Hago lo que puedo por mis clientes, pero no puedo ayudarles a todos, al menos en un cien por cien.
– El doctor Metzinger está a cargo de su caso. Le llamaré y le diré que te deje entrar… ¿cuándo?
Dejé a un lado la discusión y miré el reloj. Tendría el tiempo justo de ir y vestirme para cenar si iba en ese momento.
– Dentro de media hora. -Ella asintió y se fue.
Capítulo 19. Cita para cenar
El hospital Ben Gurion está cerca de Edens. Visible desde la autopista, era fácil llegar a él. Eran apenas las cinco cuando salí del coche en el aparcamiento del hospital, incluso después de haberme detenido a comprar una cazadora en una tienda de suministros de la Armada. Siempre me parece el colmo de los insultos tener que pagar en los aparcamientos de los hospitales: encarcelan a las amistades y parientes de uno en habitaciones que cuestan seis o siete mil dólares al día y luego te ponen la puntilla añadiendo unos cuantos dólares extra por derechos de visita. Me metí en el bolsillo el ticket de aparcamiento de mal humor y entré en el vestíbulo. Una mujer que estaba en la recepción llamó a la enfermera de guardia en cuidados intensivos y luego me dijo que me esperaban y que subiera.
Las cinco de la tarde es una hora muy tranquila en un hospital. La cirugía y las terapias ya han terminado; los visitantes vespertinos no han empezado a llegar aún. Seguí las flechas rojas pintadas en desérticos pasillos y subí dos pisos hasta llegar a la unidad de cuidados intensivos.