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Un policía estaba sentado en el exterior de la unidad. Estaba allí para proteger al tío Stefan, me explicó la enfermera de noche. ¿Podría por favor enseñarle una identificación y dejar que me cachease? La precaución me pareció muy bien. En el fondo de mi mente seguía estando el miedo de que fuera quien fuese el que había apuñalado al anciano, podría volver a terminar su trabajo.

Satisfecho el policía, había que prestarse a las exigencias de la higiene. Me puse una mascarilla estéril y una bata desechable. En el espejo del vestidor me parecí una extraña a mí misma: ojos grises cargados de fatiga, el pelo revuelto por el viento y la mascarilla que disfrazaba mi personalidad. Deseé no aterrorizar al debilitado anciano.

Cuando salí, el doctor Metzinger estaba esperándome. Era un hombre de calvicie incipiente de cuarenta y tantos años. Llevaba mocasines Gucci y un grueso brazalete de oro en la muñeca izquierda. Supongo que en algo hay que gastarse el dinero.

– El señor Herschel insistió tanto en hablar con usted que pensamos que sería lo mejor -dijo en voz baja, como si el tío Stefan pudiese oírlo y ser molestado-. Quiero de todos modos que sea usted muy prudente. Ha perdido mucha sangre y ha sufrido un trauma intenso. No quiero que le diga nada que pueda hacerle recaer.

No podía enfrentarme a otra discusión aquel día. No hice más que asentir y le dije que comprendía. Abrió la puerta de la unidad y me condujo al interior. Me sentí como si fuese a ser conducida a presencia de la realeza. El tío Stefan estaba aislado del resto de la unidad, en una habitación privada. Cuando me di cuenta de que Metzinger me seguía al interior, me detuve.

– Tengo la sensación de que lo que el señor Herschel quiere decirme es confidencial, doctor. Si no quiere perderle de vista, ¿podría hacerlo desde la puerta?

Aquello no le gustó nada e insistió en entrar conmigo. Como no podía romperle un brazo, que era lo que me apetecía en realidad, no era mucho lo que podía hacer para impedírselo.

Al ver a tío Stefan tan pequeño en aquella cama, atado a unas máquinas, a un par de goteros, al oxígeno, se me revolvió el estómago. Estaba dormido; parecía más cercano a la muerte de lo que me había parecido la noche anterior en su apartamento.

El doctor Metzinger le sacudió ligeramente del hombro. Él abrió sus cándidos ojos, me reconoció tras unos segundos de perplejidad y resplandeció débilmente.

– ¡Señorita Warshawski! Mi querida jovencita. ¡Qué ganas tenía de verla! Lotty me ha contado cómo me salvó la vida. Venga aquí, ¿eh?, y déjeme darle un beso. No se preocupe de estas dichosas máquinas.

Me arrodillé junto a la cama y le abracé. Metzinger me dijo fríamente que no le tocase; el fin de la bata y la mascarilla era que no hubiese gérmenes. Me puse de pie.

El tío Stefan miró al doctor.

– Vaya, doctor; así es que es usted mi ángel guardián, ¿eh? Me protege de los gérmenes y me hace sanar pronto. Pero tengo que hablar unas palabras en privado con la señorita Warshawski. ¿Le importaría dejarnos?

Evité deliberadamente la mirada de Metzinger cuando salió de bastante mala gana.

– Tiene usted quince minutos. Recuérdelo, señorita Warshawski: no toque al paciente.

– No, doctor Metzinger, no lo haré. -Cuando el doctor cerró la puerta con un ofendido portazo acerqué una silla a la cama.

– Tío Stefan…, quiero decir, señor Herschel; siento muchísimo haberle mezclado en esto. Lotty está furiosa y no la culpo. Fue algo insensato. Me pegaría a mí misma.

La picara mueca que le hizo parecerse a Lotty apareció.

– Por favor, llámeme tío Stefan. Me gusta. Y no se pegue, que es usted muy bonita, querida nueva sobrina… Victoria, ¿no es así? Ya le dije desde el principio que no me asusta la muerte. Y no estoy asustado. Me proporcionó usted una hermosa aventura, cosa de la que no me arrepiento. No esté triste ni enfadada. Pero tenga cuidado. Por eso quería verla. El hombre que me atacó es muy, muy peligroso.

– ¿Qué ocurrió? No vi su anuncio hasta ayer por la tarde. Yo he tenido una semana de locos. Pero ¿hizo usted un certificado falso?

Cloqueó débilmente.

– Sí, uno estupendo, la verdad. De IBM. Una compañía sólida. Unas mil acciones por participación. Así que el miércoles pasado la terminé. O lo terminé. Lo siento, me falla un poco el inglés con la herida. -Se detuvo y respiró profundamente durante un minuto. Deseaba poder cogerle la mano. Seguramente, un pequeño contacto le haría más bien que todo aquel aislamiento y esterilización.

Sus párpados finos como el papel se abrieron de nuevo.

– Luego llamé a un tipo que conozco. Creo que será mejor que no sepa quién es, querida sobrina. Y él llamó a otro tipo, etc., etc. Y el miércoles, una semana más tarde, recibo una llamada. Hay alguien interesado. Un comprador que vendrá el jueves por la tarde. Me apresuro a poner el anuncio en el periódico.

»Por la tarde, aparece el hombre. Me doy cuenta en seguida de que no es el jefe. Sus maneras son las de un segundón. Puede que ustedes le llamen un lugarteniente.

– Sí. ¿Qué aspecto tenía?

– El de un tarugo -el tío Stefan pronunció la palabra coloquial con orgullo-. Tendría unos cuarenta años. Robusto; no gordo, ya me entiende. De aspecto croata, con fuerte mandíbula y gruesas cejas. De alto como usted, pero no tan guapo. Puede que unos cincuenta kilos más gordo.

Se detuvo de nuevo para tomar aliento y cerró un instante los ojos. Miré de reojo el reloj. Sólo cinco minutos más. No iba a intentar meterle prisa; sólo conseguiría hacerle perder el hilo de sus pensamientos.

– Bien, como no estaba usted allí, yo tuve que jugar a los detectives listos. Así que le digo que sabía lo de las falsificaciones del convento y que quiero participar en este negocio en particular. Pero que tengo que saber quién paga. Quién es el jefe. Así que nos enzarzamos en una…, lucha. Se lleva el certificado de IBM. Se lleva su certificado de Acorn. Dice: «¡Sabe usted demasiado, viejo!» y saca el cuchillo, que veo. Yo tengo ácido a mano, ácido para mis grabados, ya me entiende, y se lo tiro, así que cuando me apuñala, su mano ya no es muy firme.

Me reí.

– Estupendo. Cuando se recobre, quizá quiera incorporarse a mi agencia de detectives. Nunca había querido tener un socio hasta ahora, pero añade usted clase a todo el asunto.

La sonrisa traviesa apareció breve, débilmente; cerró de nuevo los ojos.

– Es un trato, Victoria querida -dijo. Yo tuve que esforzarme para entender sus palabras.

El doctor Metzinger irrumpió en la habitación.

– Va a tener que marcharse ya, señorita Warshawski.

Me levanté.

– Cuando la policía hable con usted, dele una descripción del hombre. Nada más. Un ladrón vulgar que buscaba quizá su plata. Y háblele bien de mí a Lotty. Me quiere despellejar.

Las pestañas se abrieron y sus ojos brillaron débilmente.

– Lotty siempre ha sido una muchacha cabezota, ingobernable. Cuando tenía seis años…

El doctor Metzinger le interrumpió.

– Ahora, a descansar. Más tarde se lo contará a la señorita Warshawski.

– Oh, muy bien. Pregúntele lo de su poni y el castillo en Kleinsee -gritó mientras Metzinger me empujaba fuera de la habitación.

El policía me detuvo en el pasillo.

– Necesito un informe completo de su conversación.

– ¿Para qué? ¿Para sus memorias?

El policía me agarró del brazo.

– Mis órdenes son que si alguien habla con él, tengo que saber lo que le dice.

Sacudí el brazo para soltarme.

– Muy bien. Me dijo que estaba en casa el jueves por la tarde tranquilamente, cuando un hombre subió por la escalera. Él le dejó entrar. El señor Herschel es un anciano solitario y prefiere que le visiten antes que sospechar de la gente. Tiene muchas cosas valiosas en su apartamento y seguramente lo sabía mucha gente. El caso es que entabló una lucha; si es que puede hablarse de lucha en el caso de un maleante peleando con un hombre de ochenta años. El tenía algún tipo de limpiador para joyas en su escritorio, ácido o algo así, y se lo tiró al malhechor, que le apuñaló en el costado. Creo que puedo darle una descripción del tipo.