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Sabía que necesitaba llorar, eso la ayudaría. Le dolían los ojos y la garganta por la necesidad de las lágrimas, pero estaba demasiado dolida para llorar. Se quedó allí sentada, sin percatarse de los niños que jugaban alrededor. Trató de analizar el dolor que la agobiaba desde que vio a Gil acompañado de la mujer a quien llamó "querida". Sólo había una palabra para describirlo: Celos.

.-¿Casey? -se sobresaltó cuando oyó una voz masculina junto a ella, y le tomó un minuto darse cuenta de quién era. Luego la figura redonda y un poco cómica quedo enfocada.

– ¿Philip? Perdóname, no te vi. ¿Cómo estás? -preguntó con ai temática cortesía.

– Muy bien -él la contempló extrañado-. Tú eres la que se ve un poco mal. Hace mucho que estás sentada aquí. ¿No gustas acompañarme a tomar un café? -y sin esperar respuesta la tomó del brazo y atravesó la calle hasta el interior de la cueva del tesoro que era su tienda, el sitio favorito de Casey para escogértelas y accesorios de decoración.

– No sabes qué gusto me dio encontrarte, cariño. He estado tratan do de localizarte.

– Pudiste hablarme por teléfono… -no, claro que no podía.

– Tengo una oferta de comisión para ti. Nada menos que de un arquitecto de Londres. Tu fama está creciendo. Es un sitio encantador. Al final de tu calle.

– ¿Por qué recurrieron a ti? -preguntó ella frunciendo el ceño.

– Ya trabajé con ellos antes… -sonrió maliciosamente-, pero tuve que decirles que estarías fuera del juego por una o dos semanas en algún soleado nidito de amor. Y ni siquiera estaba seguro de que volverías a trabajar.

– Si -exclamó ella ansiosa-. Sí, Philip -repitió con más gentileza-. Estoy buscando trabajo.

El se percató de que ella quería llorar y la llevó a conocer su nueva mercancía y trató de distraerla al mismo tiempo con escandalosos chismes de sus clientes anteriores hasta que estuvo seguro de que había logrado controlarse. Después de un rato ella empezó a prestar atención a lo que él le decía y enseñaba.

– Esta es preciosa. Justo el tipo de tela que necesito para forrar dos sillones. ¿Tienes algo que haga juego para las cortinas?

– Sí, aquí. Y te lo puedo dar a buen precio -le advirtió moviendo sus cejas de manera cómica-. Si te gastas el dinero de tu nuevo cliente aquí-ella se rió.

– Claro, Philip. No tienes que sobornarme. ¿A dónde habría de ir si no aquí? Cuéntame del nuevo trabajo.

– ¿Entonces sí andas buscando trabajo en serio?

– Me acabo de mudar al chalet de un antiguo artesano. Creo que la última vez que lo arreglaron fue para la Coronación. Necesita todo -incluyendo un cuarto de baño, pero no iba a compartir con é! ese jugoso chisme.

– Yo creí que… -él se calló cuando notó el desánimo en el rostro de Casey y cambió de tema-. No vas a tener tiempo que perder en mandar a hacer forros si te encargas de esta casa. ¿Sabes qué?, te las voy a mandar a hacer como regalo de bodas. Y también las cortinas.

Ella trató de agradecérselo. En vez de eso empezó a llorar. Philip le ofreció un pañuelo y corrió a traer café. Era mejor que terminara con el llanto, decidió, antes de que él le mostrara la jugosa comisión que le habían ofrecido. Cuando extendió los planos frente a ella sintió un escalofrío recorrer todo su cuerpo y se quedó muda por un momento. Era Annisgarth.

Después de aquel desolador almuerzo con Gil, cuando él le había informado de que su padre estaba en serios problemas, había ido a la oficina de éste a preguntarle, con la esperanza de que lo negara todo. Pero él había respirado de alivio, agradecido de tener con quién descargar su angustia.

– No sé cómo logró enterarse tu amigo de que tengo problemas, pero es inútil tratar de seguir con el engaño, Casey. Fue por el terreno abajo de Hillside -abrió la pequeña cantina y se sirvió un whisky, que obviamente no era el primero-. A decir verdad, he sido un imbécil. Sabía que estaban compitiendo por ese terreno, me arriesgué y cerré el contrato antes de que las pruebas estuvieran completas. Lo hubiera perdido si me hubiera esperado a los resultados-bebió un trago-. Y Jim "el afortunado" nunca pierde. Soy una víctima de mi propio mito -miró por la ventana hacia el elegante prado georgiano donde estaba su oficina-. El precio de las casas subió muchísimo; creí que las podría vender caras -ella extendió la mano para consolarlo-. Estaba equivocado; y ahora los cimientos me costarán diez mil extra por sección. Luego empezaron a subir los intereses -se volvió a ver a su hija-. No tengo el dinero para construir, Casey, y nadie quiere comprarme el terreno a ningún precio.

– Pero tienes otras propiedades. La compañía tiene muchos terrenos. Está la nueva finca.

– Lo retrasé demasiado, Casey. Veía que el mercado estaba subiendo y creí que podría sacar mejor precio por las casas si me esperaba. Fui ambicioso; eso es algo que acaba con todos algún día -Casey sentía que su mundo estaba desmoronándose.

– ¿Ya lo sabe mamá? -preguntó.

– Todavía no. He tratado de decírselo toda la semana -tenía el rostro pálido-. Debes saber que hipotequé nuestra casa. Lo he hecho docenas de veces, jamás imaginé que el afortunado Jim podría desmoronarse… Santo cielo, Casey, le voy a romper el corazón. No se merece esto -se limpió el rostro con la mano esperando que ella no notara que estaba húmedo-. Soy un fracaso, soy una desilusión para ella.

– ¡No! -ella se puso de pie y empezó a pasear por la habitación-. Debe haber algo que podamos hacer -se detuvo y lo miró de frente-. ¿Mi casa? ¿La hipotecaste? -James O'Connor parecía aturdido, sin comprender lo que ella decía.

– No digas tonterías, Casey. Está a tu nombre. No podría tocarla.

– Entonces esa es la solución. Véndela.

– Pero Casey…

– Véndela, papá.

Un rayo de esperanza iluminó los ojos de su padre.

– Tengo un cliente. Un hombre que ha tratado de comprármela desde hace dos o tres años. Incluso cuando la tenía rentada, la quería. Me ha ofrecido un buen precio también -luego sus ojos se apagaron y movió la cabeza-. No te puedo hacer eso. ¿Qué diría Michael?

– Papá, vende la casa. Ni siquiera lo dudes -ella titubeó. Quizá era el momento indicado para decírselo-. No me pienso casar con Michael.

– ¿El ya lo sabe? -entrecerró los ojos-. Si su madre se enterara…

– No, papá. Michael quería que fijara fecha para la boda cuando almorzamos juntos la semana pasada en el Bell. Será un magnífico marido para alguien, no para mí -qué ironía, pensó. Cuando Michael había insistido en la fecha para la boda, había sido tan claro para ella que no podía casarse con él. Todavía estaba, después de tanto tiempo, perdidamente enamorada de Gil Blake. Sonrió y le dio ánimo a su padre-. De manera que no necesitaré la casa, después de todo.

Le parecía muy importante convencerlo, porque lo único que le importaba en ese momento era quitarle ese aire de absoluta seguridad al rostro de Gil Blake. Y no le importaba qué tuviera que hacer. Pero antes de abandonar la oficina subió por la escalera curva hasta la oficina de dibujo. Abrió el cajón donde tenía los planos marcados como "pendientes" y sacó las copias fotostáticas detallando las alteraciones estructurales, todavía olorosas a amoníaco de la máquina copiadora. Las extendió en la mesa para darles una última mirada, mirando los detalles, los cambios que tantas hojas de trabajo le habían llevado. Les dijo adiós.

Una hora después estaba sentada en su roca. El sol del atardecer iluminaba un racimo de rosas a sus pies.

Trataba de consolarse de aquel sueño que se esfumó; contemplaba los planos. Luego encendió un cerillo y prendió fuego a la pequeña pira funeraria de sus sueños infantiles y esperó a que desaparecieran en el humo acre que se llevaba la brisa. El fuego era fuerte, pero en unos minutos se terminó.