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Quizá no hubiera logrado el efecto deseado, pero caramba, había hecho todo lo posible para que su disfraz resultara perfecto.

En el ascensor, dos hombres le hicieron proposiciones, lo que por lo menos le aseguró que su aspecto era suficientemente atrevido, pero se olvidó de ellos en cuanto el ascensor abrió sus puertas en el primer piso.

Antes de comenzar a buscar a Tammy Diller, imaginaba que era preferible saborear el ambiente de aquel lugar. De modo que, en un principio, se limitaría a recorrerlo. Había emoción, ruido y acción en cada rincón. Y a su alrededor parecían moverse a una velocidad vertiginosa toda clase de colores resplandecientes y luces intermitentes. Las camareras circulaban por las salas ofreciendo bebidas gratuitas. Las máquinas tragaperras tintineaban constantemente y cantaban los premios de los ganadores. Las mesas en las que se jugaba al black-jack y a la ruleta eran mucho más discretas y elegantes, pero también en ellas se respiraba la emoción del juego y las ansias de ganar. El brillo del riesgo resplandecía en las miradas de todos aquellos ojos desconocidos, y en algunas ocasiones, también el fulgor de la desesperación. Estudiar a los jugadores reavivó la imaginación de la escritora que Rebecca llevaba dentro. ¿Cuándo iba a tener otra oportunidad de adentrarse en un aspecto tan fascinante de la naturaleza humana?

Casi de forma accidental, se descubrió a sí misma en el segundo piso. La cuestión era que había oído la risa de un niño y había decidido asomarse por allí. No pretendía quedarse mucho tiempo. Pero aquel era un mundo tan alejado de la frivolidad que reinaba en el piso de arriba que resultaba fascinante. Los niños reían y corrían a su antojo mientras los actores del circo se empeñaban en divertirlos y entretenerlos por toda la planta.

Diez minutos después, Rebecca había ganado un peluche que decidió regalarle a un angelito rubio que lloraba lamentándose de su rodilla herida. Como Rebecca era un objetivo destacado y pronto se extendió el rumor de que regalaba sus premios, no tardó en ganarse la atención de una pequeña audiencia. El encargado del juego consistente en pescar patos no debería haberle permitido participar, puesto que era evidente que había superado los dieciocho años, pero su trabajo consistía en mantener felices a los niños y no pareció importarle quebrantar algunas normas.

Rebecca había ganado ya un unicornio blanco que pretendía regalar a uno de los pilludos que la observaban cuando se fijó en unos zapatos. Unos mocasines seguidos por las perneras de unos pantalones… La mirada de Rebecca pasó rápidamente por el bulto que se marcaba a la altura de la cremallera, recorrió el pecho que ocultaba una camisa de lino blanco, reparó en los largos brazos cruzados sobre un musculoso pecho y tragó saliva.

Solo entonces sus ojos se encontraron con los de Gabe. El corazón le latía a más velocidad que cuando era niña y temía encontrarse un caimán debajo de la cama. Gabe no era un caimán, pero, de hecho, tenía un aspecto tan vital, sexy y viril que podía poner en peligro a cualquier mujer.

Aun así, su expresión no dejaba ningún lugar a dudas sobre su enfado.

Los niños se dispersaron. Y si Rebecca hubiera sido suficientemente baja, habría intentado camuflarse entre ellos. Durante más de un minuto, Gabe permaneció en silencio, recorriéndola con la mirada de la cabeza a los pies, desde los rizos alborotados de su pelo pasando por el estrecho vestido negro y las esbeltas piernas enfundadas en las medias. Algo se encendió de pronto en su mirada. Calor. Definitivamente, calor. Pero parecía estar mucho más motivado por la furia que por el deseo.

– Vaya, hola -lo saludó Rebecca alegremente-. ¿Por… por casualidad estabas buscándome?

– Dios mío, no. Sabía que habrías sido suficientemente sensata como para regresar a Minnesota. Estaba seguro de que habrías atendido a razones, habrías comprendido que, además de peligroso, lo que estás haciendo es contraproducente. Me estaba diciendo a mí mismo que no tenía que preocuparme por ti. Al fin y al cabo, pensaba, eres una mujer con cerebro, y contaba con que lo usarías.

– Gabe, tranquilízate. Si vas a regañarme en público, tendré que darte un puñetazo en la nariz, y no me gustaría asustar a los niños. Y sí, claro que he atendido a razones. El problema está en que tú y yo no razonamos de la misma forma. Y además, sabes que he descubierto muchas pistas que tú no habrías sido capaz de encontrar por ti mismo, así que creo que he demostrado con creces que puedo ser una verdadera ayuda.

Táctica equivocada, decidió. Gabe profundizó su ceño de forma estremecedora. Sus ojos resplandecían como rescoldos de carbón. Quizá fuera preferible distraerlo para que pensara en otra cosa.

– ¿Cómo diablos me has encontrado?

– Ha sido fácil. La mayor parte de los hoteles de esta ciudad están diseñados únicamente para adultos. Hay muy pocos lugares para alguien que se declara adicto a los niños. Si estabas en Las Vegas, tenías que estar aquí. ¿Dónde están tus zapatos, por cierto?

– ¿Mis zapatos? -bajó la mirada hacia el suelo. Las medias se le habían dado prácticamente la vuelta. No se recordaba a sí misma habiéndose quitado los zapatos, pero estaba segura de que no andarían muy lejos-. Yo… no sé. Pero seguro que están por alguna parte…

– Bueno, vamos a buscar tus zapatos, pelirroja. Y después tú y yo tendremos una corta conversación.

Capítulo 6

Gabe podría querer hablar, reflexionó Rebecca. pero advirtió que no había sugerido la privacidad de una de las habitaciones del hotel en el que estaban alojados para hacerlo. Al parecer, aquella noche no estaba dispuesto a correr riesgos. Con cierta diversión, y no menos fascinación, Rebecca comprendió que la estaba tratando con la misma tranquilidad con la que se habría enfrentado a un puma suelto.

Rebecca se quitó por segunda vez los zapatos de tacón. En realidad no tenía ninguna razón para no hacerlo. Dudaba que a nadie en aquella ciudad se le hubiera ocurrido hacer ningún comentario aunque hubiera salido a pasear completamente desnuda. Excepto Gabe, quizá, pero los pies le dolían después de haber pasado tanto tiempo de pie con aquellos zapatos de tacón.

No había escasez alguna de bares, ni dentro ni fuera de los casinos, pero Gabe eligió uno particularmente tranquilo, y además la condujo hasta la mesa más apartada del local. Los números del Keno resplandecían sobre la barra, pero era más prudente apartarse del incesante parpadeo de las luces. Los asientos de las sillas eran de un exuberante terciopelo rojo y descansaban sobre la más mullida de las alfombras. Las faldas de damasco azul marino que cubrían la mesa servían también para ocultar los pies descalzos de Rebecca y una seductora vela titilaba en medio de la mesa.

Gabe pidió una cerveza y elevó los ojos al cielo cuando Rebecca pidió para ella un vaso de leche. Ya estaba, pensó Rebecca. El sentido del humor de aquel hombre era revitalizante. Seguramente, una copa de brandy la habría ayudado a dormir mejor, pero también lo haría la leche. Desde que la había obligado a alejarse de los niños, Gabe no había dejado de fruncir el ceño ni un solo segundo. Pero en cuanto el camarero les sirvió las bebidas, el detective dio un par de sorbos a su cerveza y adoptó una expresión que insinuaba que estaba dispuesto a mostrarse razonable.

Aunque quizá Rebecca estuviera siendo demasiado optimista. Gabe comenzó la conversación exponiendo amable y escrupulosamente toda la información que había obtenido sobre Tammy Diller. Rebecca estaba asombrada de que de pronto se mostrara tan voluntarioso, abierto y colaborador. Al menos con ella. Pero poco a poco, fue dándose cuenta de algo obvio. Aquel listillo no quería que ella supiera nada. Lo único que estaba haciendo era dejar caer la información suficiente como para convencerla de que esa Tammy era una delincuente peligrosa a la que una ingenua consumidora de leche debería evitar.