Desgraciadamente, estaba llegando a la dolorosa e irritante conclusión de que la señorita Rebecca Idealista Fortune era una amenaza para ella misma. Había estado a punto de matarse al entrar en casa de Mónica Malone. Había cruzado el país en dos ocasiones sin pensar siquiera en las consecuencias. Y la clase de gente con la que acostumbraba a entablar conversación, como aquel pandillero de Los Ángeles o el cretino que alardeaba sobre los tríos sexuales, era más que suficiente para causarle a Gabe una urticaria. Y él nunca había sido propenso a las urticarias.
– Gabe, ¿me has oído? ¿No crees que sería una buena idea que fuéramos esta noche al O’Henry? -le preguntó otra vez.
Evidentemente, estaba demasiado ansiosa por obtener una respuesta como para darle ni cinco segundos para pensar. Aunque probablemente pensar tampoco iba a servirle para solucionar su problema. Porque en lo que se refería a Rebecca, para Gabe no había ninguna respuesta adecuada, lo único que sabía era que Rebecca estaba más segura cuando no la perdía de vista.
– A mí me parece bien -contestó sucinto-. Iremos al Caesar, y después al O'Henry. Recorreremos todos los lugares en los que tradicionalmente se han jugado grandes cantidades de dinero. Pero antes me gustaría que estableciéramos algunas normas, pelirroja.
– Claro.
– Estarás en todo momento a mi lado. No irás sola a ninguna parte.
– De acuerdo -contestó Rebecca.
– Nuestro objetivo es localizarla y ver la estrategia que está intentando poner en funcionamiento. Después decidiremos cómo acercarnos a ella. Hasta entonces, no daremos ningún paso en esa dirección.
– Tiene sentido.
– Y asumiendo que la encontremos, no quiero que sepa que eres una Fortune. No quiero que sepa que tienes algún tipo de relación con Mónica o con Jake. Permanecerás callada como un ratón y no se te ocurrirá entablar conversación con ningún otro desconocido. Y en el momento en el que la encontremos, te marcharás de Las Vegas.
Rebecca se volvió hacia él con el ceño fruncido. Gabe se preparó para iniciar una discusión. Pero el pulso se le aceleró por un motivo completamente diferente en el momento en el que Rebecca alzó la mano y, como si fuera asunto suyo, le arregló el cuello de la camisa.
– De verdad, Gabe, tienes que dejar de preocuparte por mí -le dijo con mucha delicadeza-. Llevo mucho tiempo arreglándomelas sola. Puedo cuidar de mí misma.
Y un infierno, pensó Gabe. Pero imaginaba que cualquier comentario que pudiera hacer al respecto parecería sexista y merecería una afilada respuesta de carácter feminista. Pero en realidad no era de las capacidades de Rebecca en tanto que mujer de las que dudaba, ni tampoco, a pesar de las bromas que hacía, de su cerebro. Rebecca no era ninguna estúpida, pero, diablos, aquella mujer creía en el amor. Creía en los príncipes azules, pensaba que el bien prevalecía siempre sobre el mal y que nada podría hacerle daño. Como había estado protegida durante toda su vida por el imperio Fortune, Gabe no podía culparla de su inocencia. Simplemente, Rebecca nunca había estado sometida a los aspectos más sórdidos de la vida.
Pero su idealismo la hacía vulnerable.
De pronto, cruzó su mente la extraña idea de que no le gustaría cambiarla. Quería que continuara siendo libre de creer en aquella imposible bondad, que continuara siendo exactamente la que era. Aunque aquello hiciera que resultara mucho más difícil protegerla.
Cuando pensaba que podía ocurrirle algo, se sentía como si le estuvieran clavando un cuchillo en las entrañas. Un cuchillo dolorosamente afilado.
Hasta ese momento, Gabe había dado por sentado que cualquiera de sus caprichosos sentimientos hacia Rebecca estaba causado por sus hormonas.
Y sería preferible que fuera así.
Porque si había una mujer sobre la superficie de la tierra por la que no debería interesarse seriamente bajo ningún concepto, esa era Rebecca.
– ¡Maldita sea! ¡Maldita sea! Me entran ganas de darme cabezazos contra la pared, de romper un jarrón de porcelana china, de partirle la nariz a alguien…
– Está muy lejos de mí intención interrumpir la rabieta de una dama, ¿pero crees que serías capaz de callarte aunque solo fuera durante el tiempo suficiente para pasarme la llave de tu habitación?
Ignorando la irreprimible diversión que reflejaba la mirada de Gabe, Rebecca le plantó la llave de la habitación en la mano.
– Estoy frustrada, Devereax.
– ¿De verdad? Jamás me lo habría imaginado.
– Oh, vamos. Entra, tómate una copa conmigo y deja de ser tan condenadamente irritante. Dios mío, serías capaz de permanecer tan tieso y frío en medio de un motín. ¿Es que nunca te relajas?
– Eh, no…
El tono de Gabe fue seco. Desde que habían llegado al hotel, había estado comportándose como un auténtico caballero. La había acompañado a su habitación y le había abierto la puerta. Pero ante su invitación a pasar, se aclaró la garganta con recelo.
– Ya son más de las doce. Es muy tarde para tomar una copa…
– No me digas que tienes ganas de dormir. Estás tan tenso como yo. Y no te asustes, no voy a ofrecerte un vaso de leche. Siempre viajo con una petaca. No sé si esta vez la he llenado de whisky o de brandy, pero puedo prometerte que tengo algo más letal que la lactosa.
Hubo algo que hizo vacilar a Gabe, pero, campanas del infierno, ya había atravesado el vestíbulo para sacar la llave de la cerradura. Rebecca cerró la puerta y señaló hacia la mesa y las sillas que ocupaban una de las esquinas y, a continuación, Gabe tuvo la sensatez de apartarse de su camino.
Rebecca se quitó los zapatos de tacón, arrojó el bolso a la cama, fue a buscar dos vasos de agua al baño y después enterró la cabeza en su maleta. Sacó la petaca, una bolsa de tamaño considerable de gominolas con forma de oso y otra de pastillas de chocolate. Blandiendo los tres objetos en el aire, caminó atropelladamente hacia Gabe.
Este atrapó las golosinas, pero Rebecca lo oyó reír mientras se sentaba en una de las sillas y estiraba las piernas.
– Eh… ¿siempre viajas con una reserva de comida?
– Siempre. La comida de los restaurantes… Maldita sea -se interrumpió de pronto-, hemos ido un paso por detrás de esos tipos en todos los hoteles en los que hemos entrado. Si hubiéramos calculado las horas un poco mejor, podríamos habernos puesto en contacto con ellos. Dios mío, si casi ha sido un milagro que no nos hayamos chocado con ellos.
– Por lo menos ahora tenemos la seguridad de que están aquí. Y de que no están intentando esconderse, sino que operan de manera abierta y visible.
– Pero haber estado tan cerca de ellos y haberlos perdido… ¿Cómo es posible que no estés tan furioso como yo, cretino?
– Porque creo que es mucho mejor que la señorita Diller no te vea, pelirroja. Esta noche hemos conseguido muchísima información. Más que suficiente para obtener algún resultado. Seguramente mañana tendremos algo definitivo.
Bueno, tenía que reconocer que alguna información sí habían recogido. Rebecca se acercó a la silla que estaba frente a Gabe, se dejó caer y apoyó los pies en la cama. Pero no le sirvió de nada. Podía estar quieta y sentada, pero no era capaz de impedir que su mente corriera a miles de kilómetros por hora. Su bisutería continuaba en el bolsillo de Gabe; este se había olvidado de devolverle sus joyas la noche anterior. Ella también se había olvidado de ellas.
Rebecca bajó la mirada, pensando en el modelo negro que llevaba. Horas antes, Gabe le había dirigido una única mirada y había sufrido un pequeño ataque cardíaco al verla aparecer en el vestíbulo con una enagua.