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– Ni lo sueñes, monada. No acabo de arriesgar mi vida para desaparecer porque tú lo mandes.

Estaba segura de que nadie se había atrevido a llamar a Gabe Devereax «monada». El adjetivo pareció sorprenderlo, pero también divertirlo. A pesar de ser un hombre autoritario y probablemente desacostumbrado a enfrentarse al punto de vista femenino, siempre demostraba tener un gran sentido del humor.

– Hablando de mandar, estoy seguro de que sabes que estoy aquí porque me lo ha mandado tu familia. Por descabellado que pueda parecerte, continúan confiándome esta investigación. ¿Te lo puedes creer? Y solo porque me avalan diez años de experiencia y de preparación profesional.

Rebecca se agachó a recoger la mochila con las herramientas. Dios, qué tipo tan atrevido. Si el tema no fuera tan serio, se habría echado a reír.

– Yo también confío en ti, Sherlock -reconoció con sinceridad-. Eres muy bueno en tu trabajo. Pero no es tu hermano el que está acusado de asesinato, sino el mío. Y hasta que no demuestre su inocencia, no pienso quedarme sentada en casa tejiendo botines. ¿Has encontrado alguna pista hasta ahora?

– Todavía no he tenido tiempo de mirar. Acababa de girar la llave en la cerradura cuando he oído ese maldito estruendo. Aunque ahora, por supuesto, no entiendo cómo no me he imaginado inmediatamente que eras tú -se pasó la mano por el rostro en un gesto de cansancio-. Rebecca, escúchame.

– Te estoy escuchando -aunque admitía que con cautela.

– Esta no es la primera vez que vengo. Asumo que eres consciente de que he estado trabajando desde el día que acusaron a tu hermano. Estuve en la mansión mientras investigaba la policía y después, cuando la desprecintaron, la registré de cabo a rabo. Esta es la tercera vez que vengo y hasta ahora todas las pruebas apuntan a que Jake es culpable.

– Lo sé -y era como llevar una aguja clavada en el pecho.

– El amor y la objetividad no pueden ir juntos. Sé que quieres ayudar a tu hermano, pero no estoy intentando menospreciarte cuando digo que estarías mejor en casa. Podrías terminar sufriendo si sigues dando vueltas por aquí.

Con la mirada clavada en las sombras, Rebecca reconoció vagamente las escaleras que conducían al piso de arriba. Estaba oyendo a Gabe, pero lo que oía solo aumentaba su resolución. Gabe estaba haciendo su trabajo y ella nunca lo pondría en duda. Pero Gabe Devereax no creía en la inocencia de Jake más que la policía.

Rebecca se detuvo un instante antes de dirigirse hacia las escaleras y apartar un mechón de rizos de su rostro.

– Tienes razón en lo de que no estoy siendo objetiva. Además, no tengo ningún interés en serlo. Y deberías recordar, Gabe, que fui yo la primera en contratarte para investigar el accidente de avión en el que se suponía que había muerto mi madre.

– Lo recuerdo.

Rebecca asintió.

– Entonces nadie creía que Kate pudiera estar viva. Y yo quise contratarte porque eras el mejor y siempre he sabido que podías hacer ciertas cosas que para mí son imposibles. Pero cuando comenzaste a trabajar, tampoco tú creías que mi madre estaba viva. Eras igual que todos los demás. ¿Y quién tuvo razón en lo de mi madre?

– Tú, pero era un caso completamente diferente.

Rebecca sacudió violentamente la cabeza, haciendo que el chichón le doliera de una forma insoportable.

– Es exactamente lo mismo. Tú confías en tu cabeza de la misma forma que yo confío en mi corazón. Precisamente porque quiero a mi hermano, sé que jamás asesinaría a nadie, por horrible que fuera Mónica Malone, o por mucho daño que le hubiera hecho.

Gabe suspiró. Exhaló uno de aquellos exasperantes suspiros que expresaban siglos y siglos de actitudes machistas hacia las mujeres, especialmente hacia ella.

– Hay algunos errores en esa lógica, pero los olvidaremos de momento. Si tú crees que tu hermano es inocente, eso significa que el verdadero asesino continúa suelto. Una razón condenadamente buena para mantenerte al margen de esto. Podrías ponerte en peligro al acercar la nariz a fuegos que no estás en condiciones de apagar.

– Por el amor de Dios, Gabe. Esa es precisamente la razón por la que estoy aquí. Para apagar esos fuegos.

– Dios mío, esto es como estar hablando con una planta -por segunda vez, se pasó la mano por la cara con gesto de agotamiento-. No sé por qué, pero tengo la sensación de que no voy a poder convencerte de que te vayas a tu casa.

– Por fin lo comprendes -le palmeó el hombro mientras se dirigía hacia las escaleras-. Pero voy a ayudarte confía en mí.

Capítulo 2

Rebecca lo ayudó tanto como un tornado. Si le hubieran dado a elegir entre dos males, Gabe habría elegido el menos caótico.

Que, desde luego, no habría sido aquella pelirroja.

Por segunda vez, metió la toallita bajo el grifo, la escurrió y la posó sobre la frente de Rebecca. La lluvia continuaba golpeando los cristales de las ventanas. Marzo era un mes prematuro para las tormentas en Minnesota. Pero no tenía sentido quejarse; por lo menos era lluvia en vez de nieve. Los truenos hacían temblar la casa y las luces parpadeaban cada vez que caía un rayo. Tendrían suerte si no se les iba la luz.

Aunque la verdad era que no lo molestaría. Gabe era un hombre de recursos. Había pasado años en las Fuerzas Especiales, demostrando su capacidad para manejar las situaciones más difíciles. El peligro nunca lo había detenido. Y tampoco la adversidad. Él nunca había contado con Dios o con la suerte para resolver un problema… en el pasado.

Porque si pasaba unas cuantas horas más encerrado con Rebecca Fortune cabía la posibilidad de que terminara convirtiéndose en un hombre piadoso.

– ¡Ay! ¿Quién te dio clase, Torquemada? Déjame en paz, abusón.

Pero Gabe no dejó de trabajar, ni siquiera levantó la mirada. En aquel momento, Rebecca estaba sentada en el mostrador de la cocina con la cabeza inclinada hacia la luz del fregadero.

Gabe tenía una clara visión de la herida de su frente, pero las posibilidades de que Rebecca se quedara quieta durante un largo rato no eran muchas.

– Tú tienes la culpa de que te duela. Hay manchas de pintura en la herida. Quizá sean del marco de la ventana. Pero si dejas de moverte, te limpiaré mucho más rápido. Creo que necesitas un par de puntos.

– No -respondió Rebecca rápidamente.

– Y solo Dios sabe cómo has podido hacerte esas heridas. Es posible que tengan que ponerte la vacuna contra el tétanos.

La respuesta de Rebecca fue todavía más rápida.

– Ya me la pusieron hace un par de semanas.

– Sí, claro, y las vacas vuelan. Tienes un gran talento para la ficción, y me alegro por ti, puesto que no creo que tengas mucho futuro como delincuente. Entrar furtivamente en una casa no parece ser lo tuyo.

– No empieces otra vez, Devereax. He hecho esto por mi hermano, y aunque tuviera que terminar con todos los huesos escayolados, lo volvería a hacer.

Gabe la creía. Y era eso lo que lo asustaba.

La mayor parte de la gente era capaz de rectificar sus errores cuando se apelaba a la razón. La mayoría de las personas eran conscientes de sus limitaciones y de la necesidad de protegerse. Pero para Rebecca todos ellos eran conceptos incomprensibles. Detrás de aquellos hermosos ojos verdes, no parecía haber ningún cerebro en absoluto.

Gabe dejó la toallita y le hizo inclinar la cabeza para estudiar nuevamente la herida. Por fin parecía limpia, pero aquel corte profundo que estropeaba aquella piel blanca y cremosa lo enfurecía.

Y su propia respuesta al contacto con aquella piel blanca y cremosa le ponía todavía más furioso.

Que un hombre se excitara estando entre los muslos de una mujer era natural, una reacción completamente biológica. Y, por lo menos un día al año, un hombre tenía derecho a comportarse de forma irracional durante un par de minutos.