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Rebecca sabía como el viento de la primavera y como la inocencia. Sabía como nada de lo que había habido en la vida de Gabe desde hacía mucho, mucho tiempo… Sabía como algo que Gabe jamás había deseado o echado de menos, maldita fuera. Al menos hasta ese momento. La boca de Rebecca era más suave que el trasero de un bebé, la fragancia de su piel era más saludable que el jabón de marfil y llevaba algo en la mano con lo que le rozó el cuello. ¿Un papel, quizá? Pero Rebecca hundió de pronto la otra mano en su pelo y dejó que sus pequeños senos se aplastaran contra su pecho. Y Gabe dejó de respirar.

De acuerdo, intentó decirse a sí mismo. No pasaba nada. Lo único que le estaba ocurriendo era un ligero exceso del flujo de testosterona. Solo era una cuestión de hormonas. Llevaba mucho tiempo célibe y, aunque Rebecca le resultara insoportable, tenía que reconocer que era indiscutiblemente femenina. Era lógico que el deseo se desbocara: era una simple cuestión de biología.

Aunque en aquel momento nada terminaba de parecerle simple. Sus dedos parecieron encontrar sin su ayuda el camino hacia la pelirroja melena de Rebecca. Una melena suave, sedosa… Y Rebecca abrió los labios al sentir la presión de su mano. Su lengua estaba húmeda, y era pequeña como un secreto. Y si aquella mujer sabía lo que significaba la palabra represión, no lo mostró en absoluto. Lo besó con abandono. Lo besó con una emoción sin mácula. Lo besó como si nunca hubiera montado en la montaña rusa y estuviera dejándose cautivar por aquella experiencia única.

Rebecca podía conseguir que cualquier hombre se hundiera en arenas movedizas… Si el hombre en cuestión se lo permitía.

Gabe liberó su boca e intentó llenar de oxígeno sus pulmones. A continuación probó un movimiento más inteligente, como apartar las manos del cuerpo de Rebecca y soltar un juramento.

Lo del juramento funcionó. Rebecca abrió los ojos, fijó en él la mirada como si lo estuviera viendo tras el velo de la niebla y dejó caer lentamente las manos. Parecieron pasar un año o dos hasta que musitó:

– Muy bien.

A Gabe no le gustó el tono que había empleado. Y tampoco confiaba en su forma de arquear la ceja.

– Si hubiera sabido que besabas así, monada, habría intentado que me lo demostraras antes -anunció.

Que Dios le diera fuerzas, rezó Gabe en silencio.

– Ha sido un accidente…

– Ya lo sé.

– No volverá a ocurrir.

– Lo asombroso es que haya ocurrido. Durante todo el tiempo que he pasado a tu lado, he estado completamente convencida de que tenías muchas más ganas de matarme que de besarme.

– Y es cierto. Pero si no vivieras apartada del mundo, habrías sido consciente de que la química también estaba allí. En el lugar del que yo vengo, a nadie se le ocurre despertar a un león dormido. Y ahora, y volviendo cientos de años atrás, asumo que tenías alguna razón para abrazarme.

– ¿Alguna razón? -pronunció la palabra como si no la entendiera.

Y, tratándose de Rebecca, era posible que no la entendiera. Durante un largo y terrible momento, sus ojos verdes permanecieron pegados en su rostro, estudiándolo y haciéndolo sentirse desagradablemente… desnudo. Pero de pronto Rebecca pestañeó y levantó bruscamente la mano.

– ¡Claro que tenía una razón! ¡Una razón espléndida! ¡No te vas a creer lo que he encontrado, Gabe!

Por lo menos aquello contribuyó a que dejaran de hablar del peliagudo asunto de la química que había entre ellos, pero tranquilizar a Rebecca cuando estaba tan excitada era más difícil que contener un rumor en Washington.

Gabe vio la carta, la leyó, fue conducido hasta el armario del dormitorio de Mónica en el que Rebecca la había encontrado. Pero, incluso después de haberlo hecho bajar al piso de abajo, Rebecca continuaba desbordando energía e intentando humillarlo.

– ¿No te dije que iba a encontrar algo? ¿No te lo dije?

– Ahora escucha, pequeña, estás albergando demasiadas esperanzas. En realidad esto no demuestra nada…

– Es una prueba de que puede haber más personas involucradas en el asesinato de Mónica. Y demuestra que, además de mi hermano, había otra persona enfrentada a Mónica en la época en la que esta fue asesinada.

Sí, Gabe también lo veía. Y lo irritaba que aquella escritora de novelas de misterio e irredenta soñadora hubiera encontrado la pista, especialmente cuando él había registrado de arriba a abajo la mansión en tres ocasiones y no había encontrado absolutamente nada.

Pero como Gabe no había nacido ayer, le quitó cuidadosamente la carta, la dobló y se la metió en el bolsillo. En ella aparecía la dirección de Tammy Diller en Los Ángeles, una dirección que seguramente Rebecca había visto, pero que, al menos eso esperaba, no podría recordar. En el fondo de su mente estaba comenzando a urdir planes. En cuanto llegara a casa, buscaría en la base de datos de su ordenador información sobre aquel nombre y aquella dirección. Si no aparecía nada, tendría que hacer los arreglos necesarios para viajar cuanto antes a Los Ángeles.

Pero antes tenía que deshacerse de Rebecca. Estaba más allá de su capacidad de comprensión que una mujer pudiera estar tan despejada a esas horas de la madrugada; especialmente una mujer que tenía el aspecto de haberse enfrentado ella sola a toda una pandilla de delincuentes en un callejón. Tenía el rostro tan blanco como el vestido de novia de una virgen y la herida que tenía en la frente se le estaba hinchando por debajo de la venda.

– No creías que fuera a encontrar nada, ¿verdad? Y tampoco me creíste cuando hace meses te dije que mi madre estaba viva. La lógica no siempre vale más que la intuición, muchachito. Los hombres y las mujeres piensan de manera diferente. Y aunque yo no hubiera leído una tonelada de libros relacionados con la resolución de crímenes, una mujer es capaz de sentir ciertas cosas que…

Cuando se detuvo para tomar aire, Gabe aprovechó para intervenir.

– Lo admito, has hecho un buen trabajo. Pero son las cuatro de la madrugada. Creo que ha llegado el momento de que pongamos fin a la noche.

– ¿Quieres decir que tenemos que volver a casa? – por la expresión de su rostro, la idea le resultaba tan atrayente como la rubéola.

– Estoy agotado y no quiero dejarte aquí sola. Ya has conseguido una buena pista y, en cuanto pueda descansar unas cuantas horas, empezaré a investigarla.

– Muy bien. Acepto que si estás cansado deberías irte a casa. Pero a mí me gustaría quedarme un poco más. A lo mejor Mónica tenía otros escondites como ese…

– Quizá los tuviera. Es como buscar una aguja en un pajar, teniendo en cuenta toda la gente que ha registrado esta casa. Y la carta es algo concreto con lo que puedo empezar a trabajar inmediatamente. Además, llevamos horas…

– Yo no estoy cansada -le aseguró Rebecca inmediatamente, levantando la barbilla con rebeldía.

Pero la barbilla de Gabe era más grande que la suya. Y su ceño tenía todo un historial de intimidaciones en el pasado.

– Claro que estás cansada. Tienes el aspecto de un gato perdedor después de la pelea y no me digas que no te están empezando a molestar las heridas. Estoy seguro de que el golpe que tienes en la frente te duele de forma insoportable. Ahora dime, ¿dónde tienes el coche?

Rebecca no se dejó intimidar en absoluto, pero por lo menos aquella pregunta le sirvió de distracción.

– A un kilómetro y medio de aquí, aproximadamente. Cerca de un grupo de nogales. Preferí aparcar lejos de la entrada principal para que nadie pudiera verme saltar la cerca…

– No quiero oír ni una palabra más sobre tu allanamiento de morada -Dios, aquella mujer iba a conseguir que se le llenara el pelo de canas. Hasta que la había conocido, se había considerado un hombre de aspecto relativamente joven, a pesar de sus treinta y ocho años-. Esté donde esté tu coche, me parece que lo has dejado demasiado lejos para volver andando hasta él. El mío está aparcado en frente de la puerta principal, así que te llevaré hasta allí. Y ahora dime, ¿dónde has dejado el jersey mojado?