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Otoño Azteca

Gary Jennings

1

Todavía puedo verlo arder.

Aquel lejano día en que contemplé como prendían fuego a un hombre yo tenía dieciocho años, de manera

que ya había visto morir a otras personas, ya fuera ofrecidas a los dioses en sacrificio, ejecutadas por algún

crimen atroz o, simplemente, muertos de forma accidental. Pero los sacrificios siempre se habían l evado a

cabo por medio del cuchil o de obsidiana que arranca el corazón. Las ejecuciones siempre se habían

realizado con la espada maquáhuitl, con flechas o con la "guirnalda de flores" que estrangula. Los muertos

de forma accidental eran en su mayoría pescadores de nuestra ciudad, una ciudad situada al lado del

océano, que de algún modo habían caído en desgracia de la diosa del agua y se habían ahogado. En los

años transcurridos desde aquel día he visto también morir a gente en la guerra y de otras muchas y

variadas maneras, pero nunca antes había visto dar muerte a un hombre prendiéndole fuego

deliberadamente, ni he vuelto a verlo desde entonces.

Mi madre y mi tío estaban entre la inmensa multitud a la que los soldados españoles de la ciudad habían

ordenado asistir a la ceremonia, de manera que supuse que aquel acontecimiento iba encaminado a ser

una especie de lección para todos los que no éramos españoles. En realidad los soldados agruparon,

empujaron y l evaron en manada a tantos de los nuestros hasta la plaza central de la ciudad, que en el a

estábamos apretujados unos contra otros. Dentro de un espacio delimitado por un cordón de soldados se

alzaba un poste de metal que estaba clavado a las losas de la plaza. Aun lado del mismo se había

construido para la ocasión una plataforma y sobre el a se encontraban sentados o de pie varios sacerdotes

cristianos españoles, todos el os, igual que nuestros sacerdotes, ataviados con túnicas negras que

ondeaban al viento.

Dos fornidos soldados españoles condujeron al condenado hasta la plaza y lo empujaron con rudeza dentro

de aquel espacio despejado. Cuando vimos que no se trataba de un español pálido y barbudo, sino de un

miembro de nuestro propio pueblo, oí que mi madre exclamaba con un suspiro: -Ayya ouíya...

Y lo mismo hicieron muchos otros entre la multitud.

El hombre vestía una prenda suelta, informe y descolorida, y en la cabeza l evaba una escuálida corona de

hierba. Que yo alcanzaba a ver, su único adorno era cierta clase de colgante que l evaba atado con un

cordel de cuero alrededor del cuel o y que bril aba cuando le daba el sol.

El hombre era bastante viejo, incluso mayor que mi tío, y no ofreció resistencia ante los guardias. En efecto,

aquel hombre parecía estar o bien resignado a su destino o bien indiferente a él, así que no sé por qué

decidieron sujetarlo fuertemente con ligaduras. Un tremendo pedazo de cadena de metal se descolgó sobre

él, una cadena de tales dimensiones que un solo eslabón de la misma bastó para que le introdujeran la

cabeza a la fuerza y le aprisionaran el cuel o. Luego fijaron la cadena al poste vertical y los guardias

empezaron a apilarle alrededor de los pies un montón de leña. Mientras hacían aquel o, el más viejo de los

sacerdotes de la plataforma -el jefe de todos el os, supuse- empezó a hablarle al prisionero, dirigiéndose a

él por un nombre español, Juan Damasceno. Luego comenzó a hacer una larga arenga, en español,

naturalmente, lengua que en aquel a época yo aún no había aprendido. Pero un sacerdote más joven que

iba ataviado con unas vestimentas ligeramente distintas a las de los demás fue traduciendo las palabras de

su jefe en fluido náhuatl, lo que para mí supuso una considerable sorpresa.

Eso me permitió comprender que el sacerdote más viejo estaba enumerando las acusaciones contra el

condenado, y también que intentaba, con voz alternativamente zalamera o enojada, convencer a aquel

hombre de que se enmendase, mostrase contrición o algo por el estilo. Pero incluso traducidos a mi idioma

nativo, los términos y expresiones empleados por el sacerdote me resultaban desconcertantes. Después de

un rato largo y prolijo, al prisionero se le concedió permiso para hablar. Lo hizo en español, y cuando lo que

decía se tradujo al náhuatl, lo entendí con claridad.

-Excelencia, una vez, cuando todavía era un niño pequeño, me prometí a mi mismo que si alguna vez me

elegían para la Muerte Floral, aunque fuese en un altar extranjero, no degradaría la dignidad de mi partida.

Juan Damasceno no dijo nada más, pero entre los sacerdotes, guardias y otros funcionarios presentes se

produjo un gran revuelo; se pusieron a conferenciar y a gesticular antes de que finalmente se diera una

orden muy firme y uno de los soldados aplicase una antorcha a la pila de leña que había a los pies del

prisionero.

Como es bien sabido, los dioses y diosas obtienen un malévolo placer cuando dejan perplejos a los

mortales. Con frecuencia confunden nuestras mejores intenciones, complican nuestros planes más

sencil os y frustran hasta la más pequeña de nuestras ambiciones. Y a menudo hacen esas cosas con

facilidad, simplemente organizando lo que parece ser una mera cuestión de coincidencia. Y si yo no supiera

que no es así, habría asegurado que no había sido más que una mera coincidencia lo que nos l evó a los

tres, a Mixtzin -mi tío-, a su hermana Cuicani y al hijo de ésta -yo mismo, Tenamaxtli-, a la Ciudad de

México en aquel día concreto. Doce años antes bien cumplidos, en nuestra propia ciudad de Aztlán, el

Lugar de las Garcetas Nevadas, lejos hacia el noroeste, en la costa del mar Occidental, nos había l egado

la primera noticia asombrosa: que el Único Mundo había sido invadido por forasteros de piel pálida y tupida

barba. Se decía que habían venido de más al á del mar Oriental en casas enormes que flotaban sobre el

agua y estaban impulsadas por enormes alas como las de las aves. Yo sólo tenía seis años por entonces, y

todavía tendría que esperar otros siete para poder vestir, debajo del manto, el taparrabos máxtiatl que

significa haber alcanzado la virilidad. Yo era, por lo tanto, una persona insignificante, sin importancia alguna.

Pero tenía una curiosidad precoz y era muy agudo de oído. Además mi madre, Cuicáni, y yo residíamos en

el palacio de Aztlán con mi tío Mixtzin, su hijo Yeyac y su hija Améyatl, así que me podía enterar de

cualquier noticia que l egase y de cualquier comentario que esa noticia provocase entre el Consejo de

Portavoces de mi tío.

Como indica el sufijo "tzin" del nombre de mi tío, éste era un noble, el más alto noble entre nosotros los

aztecas, y era el Uey-Tecutli, -el Gobernador Reverenciado, de Aztlán. Algún tiempo antes, cuando yo era

sólo un bebé que apenas daba sus primeros pasos, el difunto Uey-Tlatoani Moctezuma, Portavoz Venerado

de los mexicas, la nación más poderosa de todo el Único Mundo, había concedido a nuestra entonces

pequeña aldea el estatus de "colonia autónoma de los mexicas". Ennobleció a mi tío Mixtli como el señor

Mixtzin, lo puso a gobernar Aztlán y le ordenó construir aquel lugar y convertirlo en una colonia próspera,

populosa y civilizada de la cual los mexicas pudieran enorgul ecerse. Así que, aunque estábamos muy

distantes de la ciudad capital, Tenochtitlan, el corazón del Único Mundo, los veloces mensajeros de

Moctezuma l evaban rutinariamente a nuestro palacio de Aztlán, igual que a las demás colonias, cualquier