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hermosa.

La ciudad estaba asentada sobre una isla de forma ovalada que se encontraba en medio de un lago de

tamaño considerable. Los lados más lejanos del lago no tenían bordes ni oril as. Sus aguas, salobres y no

potables, simplemente se iban haciendo cada vez menos profundas con la distancia, todo alrededor,

mezclándose con la rezumante tierra pantanosa que, al oeste, se fundía con el mar. Aquel os pantanos

exudaban brumas nocturnas húmedas y malsanas, insectos infecciosos y quizá malos espíritus. Mi tía sólo

fue una de las muchas personas que morían cada año a causa de una fiebre que las consumía, y nuestros

médicos afirmaban que la fiebre la infligían los pantanos de algún modo sobre nosotros.

A pesar de que Aztlán era un pueblo atrasado en muchos aspectos, nosotros los aztecas por lo menos

comíamos bien. más al á de las tierras pantanosas estaba el mar Occidental, y del fondo del mismo

nuestros pescadores sacaban, bien fuera con redes, con anzuelo o con arpones, no sólo los peces

comunes y abundantes: rayas, peces espada, platijas, cangrejos y calamares, sino también sabrosas

delicadezas: ostras, berberechos, orejas de mar, tortugas y huevos de tortuga, camarones y cigalas. A

veces, después de una lucha violenta y prolongada que solía hacer que uno o más de nuestros pescadores

se ahogase o quedase inválido, conseguían l evar a la oril a un yeyemichi. Es un gigantesco pez gris

-algunos l egan a ser tan grandes como un palacio- cuya captura bien vale la pena. Nosotros, los del

pueblo, nos dábamos un atracón con los innumerables y deliciosos filetes que se cortaban de tan sólo uno

de aquel os inmensos peces. En aquel mar también se encontraban ostras con perlas, pero nos

conteníamos de cosecharlas por los motivos que explicaré más adelante.

En cuanto a las verduras, además de las numerosas algas comestibles, también teníamos una variedad de

el as que crecían en los pantanos. Y las setas se encontraban por doquier; a menudo, sin que nadie las

invitase, en el suelo de tierra siempre húmedo de nuestras casas. La única verdura que en realidad

cultivábamos era picíetl, que se secaba para fumarla. Con la carne de los cocos se confeccionaban

nuestros dulces, y la leche de coco se convertía en una bebida mucho más embriagadora que el octli, tan

popular en todos los demás lugares del Unico Mundo. Otra clase de palmera nos daba los frutos

coyacapuli, y la pulpa interior de otra palmera se secaba y se molía hasta convertirla en sabrosa harina.

Incluso otra palmera nos proporcionaba fibra para tejer y hacer tela. Y la piel de tiburón constituye el mejor y

más duradero cuero que se pueda desear. Las pieles de las nutrias marinas cubrían nuestros suaves

jergones de dormir y servían para hacer capas de pieles para aquel os viajeros que se adentraban en las

frías y altas montañas de tierra adentro. Tanto de los cocos como de los peces extraíamos el aceite que

utilizábamos en nuestras lámparas. (Concederé que, para cualquier recién l egado no habituado, el olor que

producía aquel aceite al arder debía de resultar abrumadoramente rancio.)

Mientras los maestros mexicas de diversas artes paseaban por Aztlán en un primer recorrido de inspección

para ver en qué podían contribuir a la mejora de la ciudad, debieron de tener dificultad para contener las

risas y las mofas. Seguramente encontraron nuestro concepto de "palacio" bastante ridículo. Y el único

templo de nuestra isla, dedicado a Coyolxauqui, la diosa de la luna, la deidad que en aquel os días nosotros

adorábamos casi en exclusiva, no estaba construido de forma más elegante de lo que lo estaba el palacio,

aunque tenía algunas caracolas, buccinos, Strombus y otras conchas incrustadas en el cemento alrededor

de la puerta.

Sea como fuere, los artesanos no se desanimaron por lo que vieron. Inmediatamente se pusieron a trabajar

y encontraron un sitio a cierta distancia de Aztlán, en otra zona del lago, un montículo que en comparación

no estaba tan empapado como el resto, en el cual levantar temporalmente las casas para el os y sus

familias. Las mujeres hacían la mayor parte del trabajo de construcción de las casas, utilizando para el o

todo lo que hubiera a mano: juncos, hojas de palmera y barro. Mientras tanto los hombres se fueron tierra

adentro, hacia el este, y no tuvieron que recorrer una gran distancia antes de encontrarse en las montañas.

Talaron robles y pinos, movieron a brazo los troncos para al anar el terreno del lado del río y los partieron,

los quemaron, los azolaron y los convirtieron en acaltin mucho más grandes que cualquiera de nuestras

naves de pescadores, lo bastante grandes como para transportar cargas pesadas. Aquel as cargas también

procedían de las montañas, porque algunos de los hombres eran canteros expertos que estuvieron

buscando hasta encontrar depósitos de tierra caliza que excavaron profundamente, y luego rompieron la

piedra para formar grandes bloques y losas. Y en aquel mismo lugar de la cantera los cuadraban, los

nivelaban toscamente y luego los cargaban en los acaltin, que los transportaban por un río hasta el mar, y

de al í continuaban bordeando la costa hasta un entrante que había en el mar y que conducía hasta nuestro

lago.

Los albañiles mexicas empezaron por alisar y pulir las primeras piedras que se trajeron y luego las utilizaron

para erigir un palacio nuevo como es debido para mi tío Mixtzin. Cuando estuvo terminado se vio que quizá

no hubiera podido rivalizar con ninguno de los palacios de Tenochtitlan, pero para nuestra ciudad, sin

embargo, era un edificio ante el cual nos quedábamos maravil ados. Tenía una altura de dos plantas y un

tejado curvo que lo hacía el doble de alto; contenía tantas habitaciones -incluido un imponente salón del

trono para el Uey-Tecutli- que incluso Yeyac, Améyatl y yo teníamos cada uno un dormitorio individual. Eso

era algo que por entonces desconocían casi todas las personas de Aztlán, no digamos ya tres niños de

doce, nueve y cinco años de edad respectivamente. Antes de que ninguno de nosotros se fuera a vivir al í,

un enjambre de obreros -carpinteros, escultores, pintores, tejedoras- se dedicó a decorar las habitaciones

con estatuil as, murales y colgaduras en las paredes y otras cosas por el estilo.

Al mismo tiempo otros mexicas iban limpiando y recanalizando las aguas de Aztlán y sus alrededores.

Dragaron la vieja inmundicia y la basura de los canales que siempre habían cruzado por varias partes la isla

y recubrieron el cauce con piedra. Drenaron los pantanos que había alrededor del lago y excavaron nuevos

canales que se l evaron el agua vieja y dejaron entrar agua nueva procedente de ríos de tierra adentro. El

lago siguió siendo salobre, pues era de agua de mar mezclada con agua dulce, pero ya no permanecía

estancada, y los pantanos empezaron a secarse y a convertirse en tierra firme. El resultado fue una

inmediata disminución de las nocivas brumas nocturnas y de aquel as molestas multitudes de insectos que

había antes, y desde entonces -lo que demostró que nuestros médicos estaban en lo cierto- los espíritus de

los pantanos sólo afligieron a un par de personas cada año con aquel as fiebres malignas.

Mientras tanto los albañiles pasaron directamente de construir el palacio a hacer un templo de piedra para

la diosa patrona de nuestra ciudad, Coyolxauqui, un templo que puso en evidencia el antiguo. Estaba tan