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bien diseñado y era tan grácil que hizo que Mixtzin refunfuñase:

-Ahora me arrepiento de haber l evado a Tenochtitlan la piedra que representaba a la diosa... ahora que

tiene un templo que está a la altura de su bel eza serena y su bondad.

-Estás comportándote como un tonto -le dijo mi madre-. Si no lo hubieras hecho, ahora no tendríamos el

templo. Ni ninguno de los otros beneficios que nos ha traído ese regalo que le hicimos a Moctezuma.

Mi tío refunfuñó un poco más: no le gustaba que le discutieran sus opiniones; pero no le quedó más

remedio que reconocer que su hermana tenía razón.

A continuación los albañiles erigieron un tlamanacali de un modo que todos consideramos ingeniosísimo,

práctico e interesante de ver. Mientras los que trabajaban la piedra colocaban losas inclinadas hacia

adentro formando el simple caparazón de una pirámide, obreros comunes traían, sirviéndose para el o de

unas tiras que se pasaban alrededor de la frente o del pecho, cargas de tierra, piedras, cantos rodados,

madera a la deriva venida del mar... es decir, toda clase de escombros imaginables; los descargaban para

rel enar el caparazón de piedra y los apisonaban firmemente. Así que al final se alzó una pirámide perfecta

rematada en punta que parecía de reluciente piedra caliza maciza.

Y desde luego tenía la consistencia suficiente para sostener en lo alto los dos pequeños templos que la

coronaban: uno dedicado a Huitzilopochtli y el otro a Tláloc, el dios de la l uvia; y también lo suficientemente

robusta como para soportar la escalera que conducía a lo alto de su parte frontal y a los innumerables

sacerdotes, adoradores, dignatarios y víctimas de los sacrificios que habrían de pisar aquel as escaleras en

los años siguientes. No afirmo que nuestra tlamanacali fuera tan impresionante como la famosa Gran

Pirámide de Tenochtitlan -porque ésa, desde luego, nunca la vi-, pero la nuestra era seguramente el edificio

más magnífico que se alzaba en cualquier parte al norte de las tierras de los mexicas.

A continuación los albañiles erigieron templos de piedra dedicados a otros dioses y diosas de los mexicas, a

todos el os, supongo, aunque algunas de las deidades menores tuvieron que agruparse de tres en tres o de

cuatro en cuatro para compartir un templo. Entre los muchos, muchísimos mexicas que habían venido al

norte con mi tío, había sacerdotes de todos esos dioses. Durante los primeros años trabajaron al lado de los

constructores, y trabajaron mucho, exactamente igual que los otros. Luego, cuando aquel os templos

estuvieron terminados, los sacerdotes también dedicaron tiempo, además de atender a sus deberes

espirituales, a enseñar en nuestras escuelas, que fueron los edificios que se construyeron a continuación. Y

cuando los terminaron, los mexicas se dedicaron a la construcción de edificios menos importantes: un

granero, tal eres, almacenes, un arsenal y otras necesidades semejantes de la civilización. Y por fin se

pusieron a transportar la madera de los bosques de las montañas y a edificar casas sólidas de madera para

el os así como para aquel as familias aztecas que quisieran una, cosa que incluyó a todos excepto a unos

cuantos descontentos y misántropos eremitas que prefirieron el antiguo estilo de vida.

Cuando digo que "los mexicas" hicieron esto o aquel o, debes comprender que no me refiero a que lo

hiciesen sin ayuda. Cada grupo de picapedreros, albañiles, carpinteros, lo que fueran, reclutaba a todo un

equipo de nuestros hombres (y para los trabajos ligeros, a mujeres e incluso a niños) para que los

ayudasen en esos proyectos. Los mexicas enseñaron a los aztecas a l evar a cabo cualquier cosa que

hiciera falta, supervisaron su realización y continuaron enseñando, reprendiendo, corrigiendo errores,

reprobando y aprobando hasta que, al cabo de un tiempo, los aztecas sabían hacer una buena cantidad de

cosas nuevas el os solos. Yo, por mi parte, bien consciente del día por el que l evaba el nombre,

transportaba cargas ligeras, iba a buscar herramientas y repartía agua y comida a los trabajadores. Las

mujeres y las muchachas estaban aprendiendo a coser y a tejer con materiales nuevos: algodón, paño metl

e hilo y plumas de garceta, que eran mucho más finos que las palmas que habían utilizado hasta entonces.

Cuando nuestros hombres l egaban al final de una jornada de trabajo, los supervisores mexicas no se

limitaban a dejarlos irse a sus casas a tumbarse y a emborracharse con su pócima de coco fermentado. No,

los capataces entregaban nuestros hombres a los guerreros mexicas. Éstos también podían haber realizado

ya una jornada de duro trabajo, pero eran infatigables. Ponían a nuestros hombres a aprender ejercicios, a

desfilar y a hacer otros elementos básicos militares; luego los iniciaron en el uso -y con el tiempo en la

maestría- de la espada de obsidiana maquáhuitl, el arco y las flechas, la lanza, y después a aprender

diversas tácticas y maniobras del campo de batal a. Las mujeres y las chicas jóvenes estaban exentas de

aquel entrenamiento; de todos modos no muchas de el as se sentían inclinadas, como lo estaban sus

hombres, a malgastar el tiempo libre en beber y dejarse l evar por la indolencia. Los muchachos, incluido

yo, nos habríamos sentido colmados de júbilo de tomar parte en entrenamiento militar, pero no se nos

permitía hacerlo hasta tener la edad de vestir el taparrabos.

Fíjate, nada de esta total remodelación de Aztlán y de su gente tuvo lugar de manera brusca, como puede

que haya dado a entender mi relato. Repito, yo era sólo un niño cuando todo empezó. Así que el proceso

de despejar la vieja Aztlán y construir la nueva pareció -me lo pareció a mi- ir al paso de mi propio

crecimiento, de mi fortalecimiento, de mi crecimiento, en definitiva, en madurez y sapiencia. De ahí que,

para mí, lo que sucedió en mi ciudad fue igualmente imperceptible y poco notable. Sólo ahora, viendo las

cosas en retrospectiva, puedo recordar las muy numerosas pruebas, errores, trabajos, sudores y años que

transcurrieron para l evar a cabo el proceso de civilización de Aztlán. Y no me he molestado en dar cuenta

de los casi igualmente numerosos reveses, frustraciones e intentos fal idos que también l evó consigo el

proceso. Pero los esfuerzos triunfaron, como había ordenado el tío Mixtzin, y el día en que recibí mi

nombre, sólo unos pocos años después de la l egada de los mexicas, ya estaban construidas y

esperándome las escuelas telpochealtin para que yo empezase a asistir a el as.

Por las mañanas los demás muchachos de mi edad y yo, además de un buen número de chicos mayores

que nosotros que nunca habían podido asistir a la escuela en su infancia, íbamos a la Casa de Acumular

Fuerza. Al í, bajo la tutela de un guerrero mexica nombrado maestro de atletismo, realizábamos ejercicios

físicos y aprendíamos a representar un extraordinariamente complicado ritual, mitad juego mitad baile,

l amado tlachtli, y con el tiempo nos enseñaron algunas nociones de combate cuerpo a cuerpo. Sin

embargo, nuestras espadas, flechas y lanzas no l evaban hojas o puntas de obsidiana, sino simples

penachos de plumas humedecidos con tinte rojo para que simularan manchas de sangre en los lugares

donde golpeábamos a nuestros oponentes.

Por las tardes esos mismos muchachos y muchachas de la misma edad y yo asistíamos a la Casa de