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los dientes son romos, las orejas diminutas y las patas, parecidas a aletas, no tienen garras asesinas.

Nosotros los habitantes de Aztlán rara vez veíamos a esos animales marinos, sólo cuando alguno, herido o

muerto, l egaba hasta nuestras costas arrastrado por el mar, porque no les gustan los lugares arenosos o

pantanosos, sino que prefieren los rocosos. Y nosotros los l amamos ciervos de mar simplemente porque

tienen ojos de ciervo, grandes y cálidos.

A cualquier hora había cientos de cuguares de mar a la vez alrededor de las Islas de las Mujeres, pero

estos animales viven de pescado y no son de temer en absoluto, al contrario que los cuguares auténticos.

Retozaban en las aguas justo al lado de las buceadoras o se asoleaban perezosamente en las rocas de la

oril a, incluso dormían flotando de espaldas en el mar. Las mujeres nunca los cazaban para comérselos ya

que su carne no es muy sabrosa, pero de vez en cuando un cuguar de mar moría por cualquier otra causa y

las mujeres se apresuraban a desol arlo. El lustroso pel ejo marrón es apreciado como prenda de vestir,

tanto por su bel eza como por sus propiedades impermeables. (Ixínatsi me hizo un elegante sobremanto

con una de esas pieles.) Esa capa de pelo es lo bastante densa como para que los cuguares de mar

puedan vivir en éste sin que el cuerpo se les quede nunca frío ni el agua les l egue a la piel, y la lisura de la

capa de pelo les permite deslizarse como flechas por el agua tan velozmente como cualquier pez.

Las mujeres buceadoras han desarrol ado una capa de pelo parecida. Ahora bien, hace mucho declaré que

nuestros pueblos del Unico Mundo están usualmente desprovistos de vel o corporal, pero debería

enmendar esa afirmación. Todo ser humano, incluso un bebé recién nacido y aparentemente lampiño, l eva

un vel o muy fino, casi invisible, sobre la mayor parte del cuerpo. Poned a un hombre o a una mujer

desnudos entre vosotros y el sol y veréis. Pero el vel o de esas mujeres isleñas ha crecido algo más, me

imagino que propiciado por el hecho de haberse dedicado a bucear en el mar durante tantas generaciones.

No quiero decir que tengan un vel o tosco como el de la barba de los hombres blancos. El vel o es tan fino,

delicado e incoloro como la pelusa de algodoncil o, pero les cubre los cuerpos cobrizos con un lustre como

el de los cuguares de mar, y sirve para el mismo propósito de hacerlas más ágiles en el agua. Cuando una

mujer isleña está de pie con la luz del sol detrás de el a, se la ve recortada y orlada de un color dorado

bril ante. A la luz de la luna el bril o es plateado. Incluso cuando está mucho tiempo fuera del mar, y por

tanto seca, tiene un aspecto deliciosamente húmedo y más flexible que las demás mujeres, como si pudiera

resbalar fácilmente del abrazo del hombre más fuerte...

Lo que me trae de nuevo al tema que me había ocupado en primer plano durante todo este tiempo. Ya he

mencionado las muchas generaciones de mujeres buceadoras. Pero ¿cómo engendraba una generación a

la siguiente?

La respuesta es tan simple que resulta ridícula, vulgar e incluso en cierto modo repugnante. Sin embargo,

no logré reunir el valor suficiente para formular esa pregunta hasta la noche de mi séptimo día en las islas,

día en el cual la vieja Kurú había decretado que yo tenía que partir a la mañana siguiente.

26

Yo había terminado de tal ar y darle forma al remo, e Ixínatsi había aprovisionado mi acali con pescado

seco y carne de coco, además de un sedal y un anzuelo de hueso para que pudiera pescar pescado fresco.

Añadió cinco o seis cocos verdes de los cuales había cortado el tal o, de modo que permanecían cerrados

sólo por una membrana fina. La gruesa cáscara mantendría fresco el contenido incluso al sol; yo sólo tenía

que pinchar la membrana para beber la dulce y refrescante leche de coco.

Me dio las indicaciones que todas las mujeres habían memorizado, aunque ninguna de el as había tenido

nunca motivo o deseos de visitar el Unico Mundo. Entre las islas y la tierra firme, me dijo, las corrientes

siempre iban hacia el sur y eran suaves y estables. Yo había de remar directamente hacia el este cada día a

un ritmo firme, pero que no resultase extenuante en exceso. Ixínatsi daba por supuesto, y tenía razón, que

yo sabría mantener el rumbo hacia el este, y me dijo que las desviaciones hacia el sur que pudiera hacer mi

acali mientras yo dormía de noche ya estaban previstas en las indicaciones que me daba. Al cuarto día yo

vería una aldea costera. Gril o no sabía el nombre de la aldea, pero yo sí; tenía que ser Yakóreke.

Así, la noche que Kukú había dicho que sería la última que yo pasaría al í, Gril o y yo nos sentamos uno al

lado del otro, apoyados en el árbol caído que servía de techo a nuestros dos refugios, y le pregunté:

-Ixinatsi, ¿quién fue tu padre?

-Nosotras no tenemos padres -respondió la mujer simplemente-. Sólo tenemos madres e hijas. Mi madre

está muerta. Y a mi hija ya la conoces.

-Pero tu madre no pudo engendrarte el a sola. Ni tú a tu hija Tirípetsi. Alguna vez, como quiera que sea en

cada caso, ha tenido que estar implicado un hombre.

-Ah, te refieres a eso -contestó Jxinatsi con cierta negligencia-. Akuáreni. Sí, los hombres vienen aquí una

vez al año para tal fin.

-Así que a eso te referías cuando me hablaste por primera vez a mi l egada -le indiqué-. Me dijiste que

había venido demasiado pronto.

-Si, los hombres vienen de esa aldea que hay en tierra firme a la que vas tú. Vienen sólo para quedarse un

día a lo largo de los dieciocho meses del año. Se presentan con canoas cargadas de mercancías, y

nosotras seleccionamos lo que necesitamos y se lo cambiamos por kinuchas. Una kinú por un buen peine

de hueso o de concha de tortuga, dos kinuchas por un cuchil o de obsidiana o un sedal de pescar

trenzado...

-¡Ayya! -la interrumpí-. Os están engañando de un modo infame! Esos hombres cambian luego esas perlas

por un valor mucho mayor, y los que a su vez se las compran a el os las cambian, obteniendo aún mayor

beneficio, y así sucesivamente. Y cuando por fin las perlas ya han pasado por todas las manos desde aquí

hasta el mercado de alguna ciudad...

Gril o encogió los hombros desnudos que bril aban a la luz de la luna.

-Los hombres podrían obtener las ostras sin tener que pagar nada, si Xarátanga tuviera a bien permitir que

aprendieran a bucear. Pero el intercambio nos trae lo que necesitamos y lo que queremos, de modo que,

¿qué más podríamos pedir? Luego, cuando el intercambio termina, Kukú reúne a las mujeres que quieran

tener una hija, e incluso a aquel as que no están muy deseosas, si Kukú dice que les ha l egado la hora, y

selecciona a los más robustos de entre los hombres. Las mujeres se tumban en fila en la playa, y los

hombres hacen ese akuáreni que nosotras tenemos que soportar si hemos de tener hijas.

-No haces más que decir hijas. Pero también deben de nacer algunos niños.

-Si, algunos. Pero la diosa Luna Nueva dispuso que éstas fueran las Islas de las Mujeres, y sólo hay un

modo de mantenerlas así. A todos los niños varones, al estar prohibidos por la diosa, se los ahoga al nacer.

-Incluso en la oscuridad, Gril o debió de ver la expresión que yo tenía en la cara, pero la malinterpretó, pues

se apresuró a añadir-: No es un desperdicio, como podrías pensar. Se convierten en alimento para las

ostras, y así se les da un uso muy digno.

Bien; yo mismo, como varón, difícilmente podría aplaudir aquel a despiadada eliminación de los recién