última vez a mi amada Gril o. Las mujeres parecían estar también todas tristes, pero no se lamentaban ni
l oraban. Parecía que consideraban aquel o como un suceso que no se salía de lo corriente en un día de
trabajo. A la pequeña Tiripetsi ya se lo habían dicho, y tampoco l oraba. Así que no l oré. Me limité a sufrir en
silencio, y en silencio maldije a los dioses entrometidos. Si es que realmente tenían que interferir en mi vida
indicándome con severidad los caminos y los días que me deparaba el futuro, bien podrían haberlo hecho
sin poner fin tan espantosamente a la vida de la inocente, vivaz y maravil osa pequeña Gril o.
Sólo me despedí de Tirípetsi y de Abuela, pero no lo hice de ninguna de las demás mujeres no fuera a ser
que intentaran retenerme. Ya no podía l evarme conmigo a la niña al lugar adonde iba, y sabía que estaría
amorosamente atendida por sus tías y sus primas de las islas. Cuando l egó el alba me puse el elegante
manto de pieles que Ixínatsi me había hecho, cogí el saco de perlas y me dirigí al extremo sur de la isla,
donde mi acali me había estado aguardando durante aquel tiempo, abastecido de provisiones que había
puesto al í la propia Ixinatsi. Empujé la embarcación hasta el mar y empecé a remar hacia el este.
De modo que las Islas de las Mujeres siguen siendo las Islas de las Mujeres, aunque confío en que ahora
será un lugar de mayor convivencia por la noche. Y cualquier pescador de Yakóreke que las haya visitado
después del tiempo que pasé en aquel lugar, no habrá tenido motivo para lamentar que yo estuviera al í.
Los que l egaron justo después de mí difícilmente podrían haber engendrado hijos, pues con toda
probabilidad las mujeres que pudieran ser madres ya estaban en camino de serlo, pero los hombres
debieron de ser acogidos con tanto alborozo y debieron de entretenerlos de un modo tan abrumador que
habrían sido muy ingratos si se hubieran quejado de que un misterioso forastero les hubiera precedido.
Pero yo pensaba, y eso esperaba mientras me alejaba, que quizá no estaría ausente para siempre. Algún
día, cuando hubiera terminado de hacer lo que tenía que hacer, y si es que sobrevivía a el o.., algún día,
cuando Tirípetsi hubiera crecido para ser la imagen de su madre, la única mujer a la que he amado de
verdad.., algún día hacia el final de mis días...
27
Mi corazón estaba tan oprimido y mis pensamientos eran tan melancólicos que no sentí alarma alguna,
apenas me di cuenta de que las islas se iban hundiendo detrás de mi hasta que las perdí de vista y de
nuevo quedé solo en el temible vacío de alta mar. Lo que iba pensando era lo siguiente:
"Parece que de algún modo les eche una maldición a todas las mujeres por las que siento amor o aunque
sólo sea cariño. Los dioses me las quitan de una manera cruel, y cruelmente también me dejan vivo a mí
para que viva con pesar y sufrimiento."
Y también esto:
"Pero, ayya, cuando lamento mi pérdida estoy siendo enormemente egoísta, porque lo que les pasó a
Ixínatsi, a Pakápeti y a Citlali fue muchísimo peor. El as perdieron todo el mundo y todos sus mañanas." Y
esto:
"Desde la infancia, mi prima Améyatl y yo sólo nos teníamos cariño, y sin embargo el a estuvo a punto de
morir a causa de la prisión y de la degradación." O esto:
"Rebeca, la niña mulata, y yo nos consideramos el uno al otro sólo un experimento. Pero cuando el a se fue
de mis brazos para entrar en el confinamiento asfixiante de un convento, podría decirse que el a también
perdió el mundo y todos sus mañanas."
Y así fue como en aquel momento y al í mismo tomé una decisión. De entonces en adelante l evaría la clase
de vida que sería la más prudente y considerada hacia las mujeres que quedaban en el Unico Mundo.
Nunca me dejaría de nuevo seducir por ninguna de el as, ni dejaría que ninguna me amase. En cuanto a mí,
los recuerdos del idilio que había compartido con Gril o me sostendrían para el resto de mis días. Y en lo
referente a las mujeres, yo les haría una merced al no ponerlas en peligro con la maldición, fuera cual
fuese, que yo comportaba.
Si cuando l egase a la costa en Yakórake y me dirigiese caminando hacia el norte, hacia Aztlán, encontraba
la ciudad todavía intacta y a Améyatl todavía gobernando al í, rechazaría cualquier sugerencia por su parte
de casarnos y reinar juntos. En adelante me dedicaría por entero a la guerra que yo había instigado y al
exterminio o expulsión de los hombres blancos. No permitiría que ninguna mujer, nunca más, entrase en mi
corazón, en mi vida. Y cuando mis necesidades físicas se hicieran abrumadoramente apremiantes, si es
que se hacían así alguna vez, siempre podría encontrar alguna hembra a la que utilizar, pero eso sería todo
lo que significaría para mí: un receptáculo útil, pero desechable. Nunca volvería a amar; nunca volvería a
ser amado.
Y en todo el tiempo transcurrido desde que me hice ese juramento a mí mismo en las vastas extensiones
del mar Occidental, he mantenido tenazmente ese juramento. O al menos así fue hasta que te encontré,
querida Verónica. Pero de nuevo me adelanto a mi crónica.
Al mismo tiempo que pensaba todo esto, también estaba ocupado en otra cosa. Hice unos pequeños cortes
en la piel interior del manto de cuguar marino que Gril o me había hecho, sesenta y cinco cortes para ser
exactos, y en cada uno de el os oculté las perlas que l evaba; las cosí al í de modo que resultasen invisibles,
utilizando para el o el anzuelo de hueso y el sedal que Gril o me había proporcionado. Y por el hecho de
tener la mente y las manos ocupadas, a menudo descuidé la tarea de remar con el ahínco con que se me
había indicado que lo hiciera, y me olvidé del hecho de que las corrientes del mar l evaban mi acali más al
sur de lo que yo hubiera debido permitir que ocurriera.
En consecuencia, cuando por fin apareció a la vista la tierra firme en el horizonte oriental, no vi ni Yakóreke
ni ninguna otra aldea. Bueno, tampoco importaba mucho. Por lo menos estaba de nuevo sobre el suelo
sólido del Unico Mundo, y no me preocupó demasiado tener que hacer un viaje más largo a pie bordeando
la costa hasta Aztlán. Al aproximarme a la oril a vi una playa en la cual varios hombres toscamente vestidos
que tenían el mismo color de piel que yo estaban muy enfrascados l evando a cabo una tarea que no
alcancé a distinguir bien, así que decidí dirigir mi embarcación hacia el os. Cuando estuve más cerca vi que
eran pescadores que estaban remendando las redes. Dejaron el trabajo para mirarme mientras yo l egaba a
tierra, arrastraba mi acali hasta la arena y la ponía entre las acaltin de el os, pero no parecieron extrañarse
mucho al ver a un extraño con un manto lujoso aparecer de la nada.
-¡Mixpantzinco! -les grité.
-¡Ximopanolti! -respondieron el os.
Y me sentí aliviado al oír que hablaban náhuatl. El o significaba que por lo menos me encontraba en algún
lugar de las regiones aztecas, y que no había ido a la deriva hasta tierras desconocidas.
Me presenté sólo como "Tenamaxtli", sin mayor protocolo, pero uno de los hombres era especialmente
agudo y estaba muy bien informado para ser pescador.
-¿No serás el mismo Tenamaxtli que es primo de Améyatzin, la señora de Aztlán que en otro tiempo estuvo
desposada con el difunto Káuritzin de nuestra Yakóreke? -me preguntó.
-En efecto, ése soy yo -admití-. Entonces, ¿sois hombres de Yakóreke?
-Sí, y nos l egó el rumor hace mucho tiempo de que estás viajando por todo el Unico Mundo para l evar a
cabo una misión en nombre de esa señora y de nuestro difunto señor.