-En nombre de todos nuestros pueblos -le corregí-. Pronto oiréis más que rumores. Pero decidme, ¿qué
estáis haciendo aquí? No sé dónde he desembarcado exactamente, pero si que sé que estoy al sur de los
terrenos de pesca de Yakóreke.
-Ayya, éramos demasiados al í y estábamos abarrotando las aguas. Así que unos cuantos de nosotros
vinimos hasta aquí para probar fortuna y, ayyo!, encontramos pesca abundante y un nuevo mercado para
el a. Abastecemos a los residentes blancos de la ciudad que l aman Compostela, y pagan muy bien. Está
por al á -señaló hacia el este-, sólo a unas cuantas carreras largas.
Me di cuenta de que había varado más lejos del rumbo de lo que había supuesto. Estaba incómodamente
cerca de los mismos españoles de los que había escapado. Pero lo único que les dije a los pescadores fue:
-¿Y no tenéis miedo de que os capturen u os conviertan en esclavos cuando vais al í?
-Pues no, Tenamaxtli, parece un milagro. Últimamente los soldados han dejado el ejercicio de capturar
esclavos. Y ese hombre al que l aman el gobernador parece incluso que ha perdido el interés en sacar plata
de la tierra. Está muy atareado en equipar a sus soldados y en reunir otros de diferentes lugares para
preparar una gran expedición al norte. Por lo que nosotros hemos podido averiguar no va a marchar contra
Yakóreke, ni Tépiz, ni Aztlán ni ninguna otra de nuestras comunidades que todavía no están bajo su yugo.
No será una expedición para atacar, conquistar ni ocupar. Pero sea lo que sea lo que planea, ha
ocasionado una fiebre de excitación en la ciudad. El gobernador incluso ha cedido el gobierno de
Compostela a un hombre l amado obispo, y ése parece ser que está indulgentemente bien dispuesto hacia
nosotros, las personas que no somos blancas. Por fin somos libres de ir y venir, de pregonar nuestro
pescado y de establecer nuestros propios precios.
Bien, aquél a era una noticia interesante. Ciertamente la expedición debía de tener algo que ver con
aquel as míticas Ciudades de Antilia. Y el obispo no podía ser otro más que mi antiguo conocido Vasco de
Quiroga. Estaba meditando cómo hacer que esos asuntos se volvieran hacia mi de forma conveniente,
cuando el pescador habló de nuevo:
-Sentiremos marcharnos de aquí.
-¿Marcharos? ¿Por qué vais a tener que marcharos?
-Es que tenemos que regresar a Yakóreke. Se acerca la época en que los pescadores embarquemos para
la recogida anual de ostras.
Sonreí al recordar y pensé, con bastante tristeza: "Ayyo, hombres afortunados!" Pero lo que dije fue:
-Si os dirigís al norte de nuevo, amigos, ¿querría alguno de vosotros hacerme un favor a mí... y a la viuda
de vuestro difunto Káuritzin?
-Ciertamente. ¿De qué se trata?
-De recorrer las doce largas carreras hacia el norte... hasta Aztlán. Hace mucho tiempo desde la última vez
que estuve al í, y mi prima Améyatl quizá piense que he muerto. Decidle simplemente que me habéis visto,
que gozo de buena salud y continúo empeñado en mi misión. Que espero que pronto dé frutos y que,
cuando haya terminado, iré a informarla de el o a Aztlán.
-Muy bien. ¿Algo más?
-Sí. Dadle este manto de pieles. Decidle que, solamente en el caso de que mi misión fracasara por
cualquier motivo y el a se hal ase en peligro a causa de los hombres blancos o de cualquier otro enemigo,
este manto le proporcionar sustento y protección durante toda su vida.
El hombre se quedó perplejo.
-¿Una simple piel de cierva marina? ¿Cómo?
-Es una piel de cierva marina muy especial. Tiene cierta magia. Améyatl descubrirá esa magia cuando la
necesite, si es que la necesita.
El hombre se encogió de hombros.
-Como tú digas. Considéralo hecho, Tenamaxtli.
Les di las gracias a todos el os, les dije adiós y me puse en camino hacia tierra adentro, hacia Compostela.
No tenía particular aprensión de estar en peligro al regresar con tanto descaro a la ciudad de la que había
hecho mi memorable huida. De todos los que podían reconocerme y denunciarme, Yeyac y Gónda Ke
estaban muertos. Coronado, al parecer, estaba demasiado atareado para hacer mucho caso de los indios
que vagasen errantes por las cal es. Y lo mismo, presumiblemente, le ocurriría a fray Marcos, si es que
residía al í. No obstante, recordé el consejo que había recibido hacía ya mucho tiempo: hay que l evar
siempre algo a cuestas y aparentar estar ocupado. En el barrio de esclavos situado en las afueras de la
ciudad encontré una viga de madera cuadrada, toscamente tal ada, que estaba en el suelo sin que al
parecer nadie le prestase atención. Me la cargué al hombro y fingí que pesaba mucho para poder caminar
un poco encorvado bajo el a y disimular así mi elevada estatura.
Luego me dirigí al centro de la ciudad, donde se alzan las dos únicas construcciones de piedra que hay en
el a, el palacio y la iglesia. El palacio tenía sus habituales guardas a la entrada, pero no se fijaron en mí
cuando pasé por delante de el os arrastrando los pies. Al l egar a la puerta de la iglesia, que no tenía
vigilancia, dejé caer el madero en el suelo, entré en el edificio y abordé al primer español de testa afeitada
que encontré. Le dije, en español, que l evaba un mensaje del obispo Zumárraga, colega de su superior. El
monje me miró un poco de soslayo, pero se encaminó a alguna parte; más tarde regresó, me hizo señas y
me guió a los aposentos del obispo.
-¡Ah, Juan Británico! -exclamó el buen y confiado anciano-. Ha pasado mucho tiempo, pero te habría
conocido al verte. Toma asiento, querido compañero, toma asiento. Qué placer verte de nuevo! -Llamó a un
criado para que trajera un refrigerio y luego continuó hablando sin suspicacia alguna-. Sigues haciendo
trabajo de evangelista para el obispo Zumárraga entre los no conversos, ¿no es así? ¿Y cómo está mi viejo
amigo y colega Juanito? ¿Dices que me traes un mensaje de su parte?
-Pues... medra y prospera, excelencia. -El padre Vasco era el único hombre blanco al que yo concedería
ese título de respeto-. Y su mensaje... esto... pues... -Miré a mi alrededor; aquel a iglesia era muy inferior a
la de Zumárraga, en la Ciudad de México-. Expresa su esperanza, excelencia, de que pronto tengas una
casa de culto que corresponda a tu alta posición.
-¡Qué amabilidad por parte de Juanito! Pero seguramente su excelencia sabe que ya se están haciendo los
planos de una grandiosa catedral para Nueva Galicia.
-Quizá ahora ya lo sepa -dije yo sin convicción-. Pero yo, como estoy constantemente de viaje...
-¡Ah, pues regocíjate de el o conmigo, hijo mío! Sí, se construirá en la provincia que tu gente l ama Xaliscan.
Al í se está levantando una magnífica ciudad, que actualmente se conoce por el nombre nativo de Tonalá,
pero creo que ese nombre se va a cambiar por el de Guadalajara en honor de la ciudad de Vieja España de
ese nombre de donde es original la casa de Mendoza. La familia de nuestro virrey, ya sabes.
Yo le pregunté:
-¿Y cómo les va a las comunidades de tu Utopía alrededor del Lago de los Juncos?
-Mucho mejor de lo que me esperaba -me contestó-. En los alrededores ha habido levantamientos de
purepechas desafectos. De mujeres purepes, ¿te lo imaginas? Amazonas; son malvadas y vengativas. Han
causado muchas muertes, han hecho mucho daño y han l evado a cabo toda clase de hurtos entre los
asentamientos españoles. Pero no sé por qué motivo han perdonado a nuestro pequeño Edén.
-Probablemente te reconozcan y te estimen, padre, como un cristiano ejemplar -mentí, pero sin doble