como la conducta tonta. Durante años he estado intentando descubrir un punto débil en la aparente
invulnerabilidad de los hombres blancos. Y lo he encontrado: es la avaricia.
-Eso me recuerda algo -dijo Nocheztli-. Casi se me olvidaba mencionar una cosa bastante asombrosa.
Entre los fugitivos que vinieron hasta nosotros en busca de asilo se encuentran dos hombres blancos.
-¿Qué? -pregunté, incrédulo-. ¿Españoles que huyen de su propia gente? ¿Que se vuelven contra su
propia gente? Nocheztli se encogió de hombros.
-No sé. Parecen unos españoles muy raros. Ni siquiera los pocos aztecas que sabemos alguna palabra de
español podemos entender el español que intentan hablar con nosotros.
Pero los dos farful an entre el os con unos ruidos parecidos a siseos y a graznidos de ganso. -Hizo una
pausa y luego añadió-: He oído decir que a los españoles su religión les prohíbe deshacerse de los niños
que nacen con alguna deficiencia en el cerebro. Quizá se trate de dos personas con algún defecto que han
l egado a hombres sin saber lo que hacen.
-Si es así, seremos nosotros quienes nos deshagamos de el os para no tener que darles de comer. Iré a
echarles un vistazo más tarde. Mientras tanto, y hablando de comer, ¿podría solicitar que se me diera una
comida... o los gusanos y espinos que constituyan el menú de hoy?
Nocheztli sonrió.
-Seríamos tan tontos como los hombres blancos si hiciéramos pasar hambre y debilitásemos a nuestro jefe
y señor. Tengo reservadas unas piezas de ciervo ahumado.
-Te doy las gracias. Y mientras me doy un festín con esas viandas, mándame a quienquiera que sea el
oficial que has nombrado líder de esas mujeres purepes.
-Tienen su propio líder, una mujer. Se negaron a que les diese órdenes ningún hombre.
Tendría que haberlo supuesto. El líder era la misma mujer con cara de cóyotl que tenía el inapropiado
nombre de Mariposa. Para anticiparme a que se pusiera mandona conmigo, la felicité por seguir con vida y
por los numerosos éxitos en los saqueos que había encabezado contra los blancos de Nueva Galicia, y le
agradecí que hubiera respetado las comunidades de Utopía, tal como yo le había pedido. Mariposa se
enorgul eció al ser alabada de aquel a manera y pareció aún más agradecida cuando dije:
-Quiero armar a tu valiente contingente de mujeres guerreras con una arma especial que será sólo vuestra.
Además, es una arma que quienes mejor pueden fabricarla son las mujeres, cuyos dedos son más
delicados, ágiles y precisos que los de ningún hombre.
-Sólo tienes que mandarnos, Tenamaxtzin.
-Es una arma que inventé yo mismo, aunque los españoles tienen algo parecido; lo l aman granada.
Les expliqué cómo envolver con arcil a pólvora prensada e insertar en el a un poquietl delgado a modo de
mecha para luego cocerlo todo al sol a fin de que se endureciera.
-Luego, cuando entremos en combate, mi señora Mariposa y l eve consigo varias de esas granadas. Que
cada una de tus mujeres vaya fumando un poqufetl siempre que se presente la oportunidad, prendedle
fuego a la mecha de una granada y arrojadla contra el enemigo o, mejor aún, dentro de sus casas, puestos
avanzados o fortalezas. Veréis cómo se produce un daño espectacular.
-Suena delicioso, mi señor. Nos pondremos a fabricarlas ahora mismo.
Cuando acabé de roer la carne de ciervo, de beber un poco de octli y de fumarme yo mismo un poquietl,
mandé que l evasen ante mi a aquel os dos blancos "raros".
Pues bien, resultó que no eran españoles ni defectuosos, aunque me costó un rato de malentendidos
averiguarlo. Uno de los hombres era bastante mayor que yo, y el otro un poco más joven. Ambos eran tan
blancos y tan peludos como los españoles, pero, como los demás esclavos que había entonces en nuestro
campamento, iban descalzos y vestidos con harapos. Evidentemente, de algún modo, los habían puesto al
corriente de que yo era el jefe de todas las personas que estaban congregadas al í, así que se acercaron a
mi con respeto. Como había dicho Nocheztli, hablaban un español muy imperfecto, pero nos las arreglamos
para entendernos la mayor parte de las veces. Sin embargo, salpicaban su conversación con palabras que
sólo espero aproximar aquí, porque de verdad que sonaban como el cotorreo de un ganso.
Me presenté en un español lo bastante simple como para que me entendiera incluso un retrasado.
-Vuestra gente española me l ama Juan Británico. ¿Qué sois vosotros...?
Pero el más viejo me interrumpió.
-¿John British?
Y ambos se quedaron mirándome con los ojos abiertos de par en par, y luego se pusieron a graznar con
excitación el uno con el otro. Solamente alcancé a captar que aquel a palabra, "british", la repetían varias
veces.
-Por favor -les pedí-, hablad en español si sabéis.
Y así lo hicieron, en gran parte, de entonces en adelante. Pero para relatar aquel a conversación tengo que
hacer que parezca que hablaban con mucha más fluidez de lo que lo hacían, y también yo hago todo lo que
puedo con tal de pronunciar las frecuentes palabras de ganso.
-Te pido perdón, John British -comenzó a decir el mayor de los dos-. Le decía a Miles, aquí presente, que,
voto a bríos, por fin tenemos una racha de... una racha de lo que nosotros l amamos suerte... una racha de
buena suerte. Tú debes de ser un náufrago, como nosotros. Pero Miles ha dicho, y yo también... por Dios,
capitán, que no pareces ser british.
-Sea eso lo que sea, no lo soy -le contesté-. Soy azteca... vosotros diríais indio.., y mi verdadero nombre es
Téotl Tenamaxtli. -Ambos hombres me miraron con caras tan inexpresivas como pueden serlo las caras de
los hombres blancos-. Nadie más que los españoles me l ama por el nombre cristiano de Juan Británico.
Cruzaron entre el os más graznidos y siseos, y la palabra "christian" se oyó varias veces. El mayor de los
dos se dirigió de nuevo a mi.
-Bueno, por lo menos eres un indio cristiano, capitán. Pero ¿acaso eres uno de esos dichosos y puñeteros
papistas? ¿O perteneces a la buena Iglesia de Inglaterra del Libro del Obispo?
-¡No soy cristiano de ninguna clase! -le respondí con brusquedad-. Y soy yo quien hace aquí las preguntas.
¿Quiénes sois vosotros?
Me lo dijo, y entonces fui yo quien puso la expresión en blanco. Los nombres lo mismo hubieran podido ser
de yaquis que de gansos. Pero desde luego no eran españoles.
-Mira -me dijo-. Sé escribir. -Se puso a buscar a su alrededor una piedra afilada mientras decía-: Soy un
artista marinero de barco, eso soy. Lo que los españoles l aman un navegador. Miles sólo es un ignorante.
-Con la piedra comenzó a escribir en la tierra, a mis pies, que es por lo que puedo dar exactamente los
nombres aquí-. JOB HORTOP. . ése soy yo... y MILES PHILIPS... que es él.
Había hablado de barcos y del mar, así que le pregunté:
-¿Estáis al servicio del rey Carlos?
-¿El rey Carlos? -bramaron a la vez. Y el más joven añadió con indignación:
-Nosotros servimos al buen rey Henry de Inglaterra, benditas sean sus pelotas de latón. Y por eso, maldita
sea, es por lo que estamos donde estamos!
-Perdónale, John British -dijo el mayor-. Los marineros vulgares no tienen modales.
-He oído hablar de Inglaterra -les comenté al recordar lo que el padre Vasco me dijera en una ocasión-.
¿Conocéis acaso a don Tomás Moro? -Otra vez la expresión de sus caras mostraba que se habían
quedado en blanco-. ¿O su libro acerca de Utopía?
El artista marinero suspiró y dijo: