estuvimos fumando como compañeros mientras se ponía junto a mi cabal o y continuábamos juntos el
camino sin prisas.
-Hemos hecho lo que ordenaste, Tenamaxtzin -me explicó-. Empleamos las granadas sólo en los edificios, y
hemos tratado de elegir los más grandes para destruirlos. Sólo dos veces hemos tenido que malgastar las
armas en matar a individuos. Dos soldados que iban a cabal o. No quedó gran cosa de el os.
-Es una lástima -le comenté-. Quiero l evarme todos los cabal os que podamos.
-Pues lo siento, Tenamaxtzin. No lo pude evitar. Se echaron sobre nosotras de repente, justo cuando dos de
mis guerreras estaban a punto de arrojar granadas encendidas por la ventana de una casa; los dos
soldados agitaban en el aire las espadas y gritaban.., supongo que decían que nos rindiéramos. Pero
nosotras no lo hicimos, claro está.
-Desde luego -convine-. Aunque yo no pretendía regañarte, Mariposa.
La campana de la iglesia continuó su inútil repique hasta que Mariposa y yo l egamos a la plaza abierta que
se encontraba enfrente de esa iglesia y del palacio contiguo, y sólo entonces el tañer cesó con brusquedad.
Mis arcabuceros habían l egado detrás de nosotros hasta el interior de la ciudad para acabar a tiros con
cualquiera que en su huida quedara fuera del alcance de nuestros guerreros de a pie, y uno de aquel os
hombres envió, muy limpiamente, una bola hacia arriba y le acertó al campanero de la pequeña torre que
se alzaba en lo alto de la iglesia. El español, que era un sacerdote vestido de negro o un fraile, salió
lanzado fuera del campanario, rebotó en el tejado inclinado y cuando chocó contra los guijarros de la plaza
ya estaba muerto.
-Por lo que alcanzo a saber -dijo el cabal ero Nocheztli mientras colocaba su cabal o salpicado de sangre
junto al mío-, pronto sólo quedarán tres hombres blancos todavía vivos en Tonalá. Están al í, en la iglesia;
son tres hombres desarmados. Eché un vistazo dentro y los vi, pero te los dejé a ti, mi señor, como
ordenaste.
Sus cabal eros y oficiales empezaron a agruparse a nuestro alrededor en espera de órdenes, y la plaza se
estaba l enando rápidamente de otras personas. Todo guerrero que no estuviera ocupado en otra cosa y en
otro lugar se dedicaba ahora a conducir a las mujeres y muchachas blancas dentro de aquel espacio
abierto, y se apresuraba a reclamar el favor que es la común celebración tradicional de los soldados tras
una victoria. Es decir, los hombres estaban violando violentamente a las hembras. Puesto que había más
hombres que mujeres y muchachas, y puesto que muchos hombres no tenían suficiente paciencia para
aguardar su turno, en algunos casos dos o tres guerreros utilizaban simultáneamente los distintos orificios
de una sola hembra. No hay que decir que aquel as mujeres y muchachas no paraban de gritar, suplicar y
protestar, y lo hacían a grandes voces. Pero estoy seguro de que aquel as víctimas hacían un ruido mucho
más horroroso y horrible que el que se haya oído nunca en ninguna escena semejante. Y eso era porque
las mujeres blancas, al tener todas abundante y lustroso cabel o largo, hacían que los yaquis se sintieran
más libidinosos de poseer sus cabel eras que de poseer cualquier otra parte de el as. Cada uno de los
yaquis que había arrastrado hasta al í a una mujer española la tiraba al suelo y le arrancaba la parte
superior de la cabeza antes de arrojarse sobre su cuerpo desnudo para ultrajarla. Otros yaquis, los que no
habían l evado consigo cautivas propias, correteaban por la plaza y cortaban las cabel eras de mujeres y
muchachas que estaban tumbadas en el suelo mientras otro hombre... o dos, o tres, las violaban.
A mí mismo me resultaba casi imposible mirar a aquel as hembras con la cabeza pelada, redonda, roja y
pulposa, por muy lindas, bien formadas y deseables que fueran en otros aspectos. Ni siquiera con los ojos
cerrados habría sido capaz de copular con una de el as, porque no hubiera habido manera de eliminar el
igualmente repelente hedor que desprendían. El olor de la sangre de las cabezas desgarradas ya era
bastante rancio, pero muchas de aquel as criaturas además estaban vaciando las vejigas y los intestinos de
tanto terror como sentían, y otras vomitaban a causa de lo que les habían introducido en la garganta.
-Agradezco a Cuticauri, el dios de la guerra, que las purepechas no nos dejemos crecer el pelo -comentó
Mariposa, que estaba al lado de mi estribo.
-¡Pues ojalá lo hicierais para poder dejaros calvas a todas, perras! -gruñó Nocheztli.
-¿Qué es esto? -pregunté sorprendido, porque de ordinario él era afable por naturaleza-. ¿Por qué vituperas
a nuestras meritorias mujeres guerreras?
-¿No te lo ha contado ésta, Tenamaxtzin? ¿No te ha contado lo de aquel os dos soldados a quienes
mataron de una manera tan incompetente?
Mariposa y yo lo miramos perplejos.
-A dos soldados blancos, sí -puntualicé-, que las sorprendieron mientras el as cumplían muy eficazmente
con su deber.
-Nuestros dos soldados blancos, Tenamaxtzin. Los hombres a quienes tú l amabas señor Uno y señor Dos.
-Yya ayya -murmuré con verdadera tristeza.
- ¿Eran nuestros aliados? -quiso saber Mariposa-. ¿Cómo íbamos a saberlo nosotras? Iban montados.
Llevaban armadura y tenían barba. Agitaban la espada. Y voceaban.
-¡Pues estarían dando gritos de ánimo, mujer torpe! -le gritó Nocheztli-. ¿Es que acaso no viste que los
cabal os estaban desensil ados?
Mariposa adoptó una expresión de pesar, pero se encogió de hombros.
-Atacamos al amanecer. No había muchas personas que fueran vestidas.
-Iban cabalgando delante de mi, así que me tropecé con sus restos justo después de que los hiciesen volar
en pedazos -me explicó Nocheztli con tristeza-. Ni siquiera pude distinguir a un hombre del otro. Realmente
habría sido difícil decir si los fragmentos eran de el os o de los cabal os.
-Tranquilo, Nocheztli -le dije mientras suspiraba-. Los echaremos de menos, pero seguro que bajas como
ésas se han de producir en cualquier guerra. Esperemos sólo que Uno y Dos estén ahora en su cielo
cristiano, si es ahí donde deseaban estar, con su Harry y su George. Y ahora volvamos al asunto de nuestra
guerra. Da órdenes de que los hombres, en cuanto hayan terminado de satisfacerse con las mujeres
capturadas, se desplieguen en abanico por la ciudad y la saqueen. Que rescaten todo lo que pueda sernos
de utilidad: armas, pólvora, plomo, armaduras, cabal os, ropa, mantas, cualquier cosa que pueda
transportarse. Cuando hayan acabado de vaciar las ruinas y los edificios supervivientes, que se ocupen de
prender fuego a la ciudad. No ha de quedar nada de Tonalá más que la iglesia y el palacio.
Nocheztli desmontó, se metió entre sus oficiales y les fue comunicando aquel as órdenes; después se dio la
vuelta hacia mí y me preguntó:
-¿Por qué, mi señor, vas a salvar estos edificios?
-Por una parte, porque no creo que ardan fácilmente -le contesté mientras desmontaba a mi vez-. Y no
podríamos hacer granadas suficientes para derribarlos. Pero principalmente los dejo para cierto amigo
español, un hombre blanco cristiano que es realmente bueno. Si sobrevive a esta guerra, tendrá algo
alrededor de lo cual construir de nuevo. Ya me ha comunicado que este lugar tendrá un nuevo nombre. Y
ahora, ven, vamos a echar un vistazo en el interior del palacio.
El piso inferior de aquel edificio de piedra había sido el barracón de los soldados, y como era de prever se
encontraba todo en desorden, puesto que sus habitantes habían salido en desbandada poco rato antes.