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Subimos las escaleras y nos encontramos en una madriguera de habitaciones pequeñas, amuebladas con

mesas y sil as; algunas habitaciones estaban l enas de libros, otras estaban repletas de mapas colocados

en estantes o de documentos apilados. En una de el as había una mesa sobre la cual se encontraba un fajo

grueso de papel español, un tintero, un afilador de plumas y un jarro l eno de plumas de ganso. Al lado

había una pluma manchada de tinta y un papel, que sólo estaba escrito hasta la mitad, que el escriba que

hubiera estado trabajando al í el día anterior había dejado así. Me quedé observando aquel as cosas

durante unos instantes y después le dije a Nocheztli:

-Me dijiste que entre nuestro contingente de esclavos hay cierta muchacha que sabe leer y escribir en la

lengua española. Una mora o una mestiza, no me acuerdo. Vuelve ahora mismo al galope a nuestro

campamento, busca a esa muchacha y tráela aquí lo más de prisa que puedas. Además, envía a algunos

de nuestros hombres para que busquen cualquier cosa útil en las viviendas de los soldados de aquí abajo.

Yo os esperaré aquí a ti y a la muchacha después de que haya visitado la iglesia de aquí al lado.

La iglesia de Tonalá era tan modesta de tamaño y mobiliario como la que ocupaba por entonces el obispo

Quiroga en Compostela. Uno de los tres hombres que había en el a era un sacerdote, decentemente

vestido con el habitual atuendo negro; los otros dos tenían aspecto de comerciantes, gordinflones,

ridículamente vestidos con camisones y con la poca ropa que habían tenido tiempo de echarse encima. Los

dos se apartaron de mí y recularon acobardados hasta dar contra la barandil a del altar, pero el sacerdote

se adelantó con osadía empujando hacia mí una cruz de madera tal ada y balbuceando algo en esa lengua

de la Iglesia que yo había oído en las pocas misas a las que había asistido en otro tiempo.

-Ni siquiera otros españoles pueden entender ese tonto guirigay, padre -le dije con brusquedad-. Háblame

en alguna lengua que se entienda.

-¡Muy bien, renegado pagano! -me contestó el sacerdote con enojo-. Sólo estaba suplicándote, en el

nombre y en el lenguaje del Señor, que te vayas de estos recintos sagrados.

-¿Renegado? -repetí-. Pareces suponer que soy el esclavo huido de algún hombre blanco. Y no es así. Y

estos recintos son míos, están construidos en la tierra de mi pueblo. Yo estoy aquí para reclamarlos.

-¡Esto es propiedad de la Santa Madre Iglesia! ¿Quién te crees que eres?

-Sé quién soy. Pero tu Santa Madre Iglesia me puso el nombre de Juan Británico.

-¡Dios mío! -exclamó el sacerdote, horrorizado-. Entonces eres un apóstata! Un hereje! Peor que un

pagano!

-Mucho peor -le indiqué con complacencia-. ¿Quiénes son esos dos hombres?

-El alcalde de Tonalá, don José Osado Algarve de Sierra, y el corregidor, don Manuel Adolfo del Monte.

-Entonces son los dos ciudadanos más importantes de la ciudad. ¿Qué están haciendo aquí?

-La casa de Dios sirve de asilo. Es un refugio sagrado, e inviolable. Sería un verdadero sacrilegio que se les

hiciera daño aquí.

-¿Por eso se encogen de miedo detrás de tus faldas, padre, y abandonan a su gente a los extraños en

medio de la tormenta? ¿Incluso a sus seres queridos, quizá? Sea como sea, yo no comparto vuestras

supersticiones.

Di la vuelta alrededor de él y con mi espada apuñalé a cada uno de los hombres en el corazón.

-¡Esos señores eran altos y valiosos funcionarios de su majestad el rey Carlos! -exclamó el sacerdote.

-No me lo creo. Ninguna persona con majestad habría podido sentirse orgul oso de el os.

-¡Te lo suplico de nuevo, monstruo! Márchate inmediatamente de esta iglesia de Dios! Saca a esos salvajes

de esta parroquia de Dios!

-Lo haré -convine afablemente mientras me daba la vuelta para mirar por la puerta-. En cuanto se cansen

de el a.

El sacerdote se reunió conmigo a la puerta y dijo, esta vez en tono suplicante:

-En el nombre de Dios, hombre, algunas de esas pobres hembras de ahí no son más que niñas. Algunas

son monjas vírgenes. Las esposas de Cristo.

-Pues en breve se reunirán con su esposo. Espero que él se muestre tolerante con los deterioros que

encuentre en sus esposas. Ven conmigo, padre. Deseo que veas algo menos doloroso que esta visión.

Lo acompañé fuera de la iglesia y al í encontré, entre algunos otros de mis hombres que no estaban

ocupados de momento, al fiable iyac Pozonali.

-Pongo a este hombre bajo tu custodia, iyac -le dije-. No creo que pretenda hacer nada indebido. Limítate a

mantenerte a su lado para impedir que sufra algún daño por parte de ninguno de los nuestros.

Luego los conduje a los dos al interior del palacio, subí con el os a aquel a habitación de escribir, señalé al

documento parcialmente escrito y le ordené al sacerdote:

-Léemelo, si sabes hacerlo.

-Por supuesto que sé. No es más que un saludo respetuoso. Dice: "Al muy ilustre señor don Antonio de

Mendoza, virrey y gobernador de su majestad en esta Nueva España, presidente de la Audiencia y de la

Cancil ería Real..." Eso es todo. Evidentemente el alcalde estaba a punto de dictarle al escriba algún

informe o petición para enviársela al virrey.

-Gracias. Con eso basta.

-¿Y ahora vas a matarme a mí también?

-No. Y debes estar agradecido por el o a otro padre a quien conocí. Ya le he dado instrucciones a este

guerrero para que sea tu acompañante y protector.

-Entonces, ¿puedo marcharme? Hay algunos ritos que se han de otorgar a mis numerosos parroquianos

que han tenido la desgracia de abandonarnos, y poca compasión puedo darles.

-Vaya con Dios, padre -me despedí sin la menor intención irónica.

Le hice señas a Pozonali para que se fuera con él. Luego, simplemente, me quedé de pie y estuve

contemplando desde la ventana de aquel a habitación lo que seguía ocurriendo abajo, en la plaza. Algunos

fuegos empezaban a brotar en lugares más distantes de la ciudad y esperé a que Nocheztli regresara con

la muchacha esclava que sabía leer y escribir.

No era más que una niña, y desde luego no era mora, porque su piel tenía un color cobrizo algo más oscuro

que el mío y era demasiado bonita para tener mucha sangre negra en las venas. Pero obviamente era una

hembra mestiza de alguna clase, porque ésas tienen el cuerpo muy desarrol ado a una edad muy

temprana, y así lo tenía la muchacha. Supuse que debía de ser una de esas mezclas más complejas de las

que Alonso de Molina me había hablado en una ocasión (pardo, cuarterón o lo que fuera), y que eso

explicaba que hubiera recibido cierta educación. La primera prueba a la que la sometí fue hablarle en

español.

-Me han dicho que eres capaz de leer la escritura de los españoles.

La muchacha me entendió y respondió con respeto:

-Sí, mi señor.

-Entonces léeme esto.

Le señalé el documento que había sobre la mesa.

Sin tener que estudiarlo ni descifrarlo trabajosamente, leyó de inmediato y de forma fluida:

-"Al muy ilustrísimo señor don Antonio de Mendoza, visorrey é gobernador por su majestad en esta Nueva

España, presidente de la Audiencia y de la Chancel ería Real..." Aquí termina el escrito, mi señor. Si se me

permite decirlo, el escriba no era muy ducho en ortografía.

-Y también me han contado que además sabes escribir en esa lengua.

-Si, mi señor.