sencil as costumbres y nuestra reverencia por la bondadosa diosa Coyolxauqui. ¿Por qué, preguntó, no
reverenciábamos a Huitzilopochtli, el dios de la guerra, en vez de a nuestra diosa? El, nos dijo Gónda Ke,
nos l evaría a la victoria en la guerra, a conquistar otras naciones, a tomar prisioneros para sacrificarlos al
dios, el cual así se convencería y nos iría conduciendo a otras conquistas hasta que gobernásemos todo el
Unico Mundo.
-Pero ¿por qué buscaría aquel a mujer fomentar pasiones tan ajenas a nosotros y esas ambiciones
guerreras entre nuestro pacífico pueblo? -le preguntó Améyatl-. ¿En qué la beneficiaría?
-No te halagará oír esto, bisnieta. La mayoría de los antiguos Evocadores lo atribuyeron simplemente a la
natural terquedad de las mujeres.
Améyatl se limitó a arrugar su linda nariz ante él, así que Canaútli sonrió, mostrando las encías
desdentadas, y continuó hablando:
-Deberías alegrarte, pues, de saber que yo sostengo una teoría ligeramente diferente. Es algo sabido que
los hombres yaquis son tan inhumanamente crueles con sus mujeres como lo son con los demás seres
vivientes humanos que no son yaquis. Tengo la creencia de que aquel a mujer estaba obsesionada con
hacer que a todo hombre se le tratase como debieron de tratarla a el a los de su propio pueblo. Estaba
obsesionada con incitar a los hombres del Unico Mundo a que se masacrasen unos a otros en la guerra y
se inmolasen unos a otros en cruentos sacrificios dedicados a este o aquel dios, y chascaría los labios de
satisfacción.
-Pues como casi todas las comunidades del Unico Mundo hacen ahora -observó Yeyac-. Y como los
mexicas sacerdotes y guerreros nos enseñarán a hacer a nosotros. Pero nosotros estamos en buenas
relaciones con nuestros vecinos. Tendremos que marchar mucho más al á de las montañas para librar una
batal a o capturar a un prisionero al que sacrificar. No obstante, la despreciable Gónda Ke tuvo éxito, desde
luego.
-Pues bien, estuvo muy cerca de no tenerlo -dijo Canaútli-. Convenció a cientos de personas de Aztlán para
que la imitasen al adorar al dios de manos ensangrentadas Huitzilopochtli. Pero otros cientos se negaron,
sensatamente, a convertirse. Con el tiempo el a dividió a los aztecas en dos facciones tan enemistadas
(como he dicho incluso l egó a enfrentar hermano contra hermano), que el a y sus adeptos se marcharon
sigilosamente y se fueron a residir en siete cavernas que hay en las montañas. Al í se armaron, se
entrenaron en las artes de la guerra y aguardaron la orden de la mujer yaqui para ponerse en marcha y
comenzar a conquistar otros pueblos.
-Y seguramente -comentó Améyatl, que era un poco blanda de corazón- los primeros en sufrir las
consecuencias serían los disidentes pacíficos de Aztlán.
-Con toda certeza. Sin embargo... sin embargo, por suerte, el tlatocapili de Aztlán de aquel a época era casi
tan irascible, malhumorado e intolerante con los tontos como lo es vuestro propio padre Mixtzin. Él y su leal
guardia de la ciudad salieron hacia las montañas, rodearon a los herejes y mataron a muchos de el os. Y a
los supervivientes les dijeron: "Coged a vuestro despreciable nuevo dios y a vuestras familias y marchaos
de aquí. De lo contrario seréis masacrados hasta el último hombre, hasta la última mujer, hasta el último
niño, hasta el último infante que esté aún en el vientre materno."
-Y se marcharon -dije yo.
-Así es. Al cabo de varios haces de años de vida errante, en los que nacieron nuevas generaciones de
herejes, l egaron por fin a una isla en medio de otro lago, donde divisaron el símbolo de su dios de la
guerra: una águila encaramada en un cactus nopali; de manera que se asentaron al í. Llamaron a la isla
Tenochtitlan, el Lugar del Tenoch, que era, en algún dialecto local olvidado, la palabra con que se designaba
al cactus nopali. Y por alguna razón que nunca me he tomado la molestia de investigar, se rebautizaron con
el nombre de mexicas. Y con el transcurso de los años prosperaron, lucharon y sometieron a sus vecinos, y
luego a otras naciones más alejadas. -Canaútli encogió con resignación sus viejos hombros huesudos-. Y
ahora, para bien o para mal, Tenamaxtli, debido a los esfuerzos de tu tío y de ese otro mexicatl también
l amado Mixtli, todos estamos reconciliados de nuevo. Veremos qué resulta de todo el o. Y ahora ya me he
cansado de recordar. Marchaos, niños, dejadme.
Echamos a andar, pero yo me volví y le pregunté:
-Y esa mujer yaqui, Gónda Ke, ¿qué fue de el a?
-Cuando el tlatocapili arrasó las siete cuevas, la mujer se contó entre los primeros masacrados. Pero se
sabe que copuló con varios de sus seguidores varones. Así que no hay duda de que su sangre aún corre
por las venas de muchas familias mexicas. Quizá de todas el as. Eso explicaría que sigan siendo tan
beligerantes y sanguinarias como era el a.
Nunca sabré por qué Canaútli se contuvo de decírmelo en aquel momento: que lo más probable era que yo
mismo l evase por lo menos una gota de la sangre de aquel a mujer yaqui, que yo ciertamente podía afirmar
ser el principal ejemplo de Aztlán de la "relación familiar" entre aztecas y mexicas, puesto que yo había
nacido de madre aztécatl y había sido engendrado por aquel mexicatl Mixtli. Puede que el anciano titubease
porque estimase que le correspondía a su nieta revelar u ocultar aquel secreto de familia.
Y realmente yo tampoco sé por qué el a me lo ocultó. Cuando yo era niño, la población de Aztlán era tan
pequeña y los lazos familiares eran tan estrechos que todo el mundo debía de estar al corriente de mi
ilegitimidad. Una mujer corriente de la clase macehuali habría sido severamente censurada y a lo mejor
castigada por dar a luz a un bastardo. Pero Cuicani, al ser hermana del entonces tlatocapili, que más tarde
sería Uey-Tecutli, difícilmente podía temer las habladurías y el escándalo. Aun así, me mantuvo en la
ignorancia de mi paternidad hasta aquel horroroso día en la Ciudad de México. Sólo puedo sospechar que
quizá el a tuviera la esperanza, durante los años que transcurrieron hasta entonces, de que aquel otro Mixtli
regresase algún día a Aztlán, se arrojase en sus brazos y se regocijase al saber que los dos tenían un hijo.
Para ser sincero, ni siquiera sé por qué yo, en ningún momento, ni en la infancia ni después, evidencié
curiosidad alguna acerca de quién era mi padre. Bien, Yeyac y Améyatl tenían padre, pero no madre; yo
tenía madre, pero no tenía padre. Debí de hacerme el razonamiento de que una situación de por si tan
evidente sólo podía ser normal y corriente. ¿Para qué hacerse preguntas al respecto?
De vez en cuando, mi madre hacía algún comentario propio del orgul o de madre:
-Veo, Tenamaxtli, que estás creciendo, y a este paso te convertirás en un hombre guapo y fuerte de rasgos,
exactamente igual que tu padre.
O bien:
-Te estás haciendo muy alto para tu edad, hijo mio. Bueno, también tu padre era bastante más alto que la
mayor parte de los hombres.
Pero yo hacía poco caso de aquel os comentarios; a causa del cariño, las madres creen que sus pol uelos
l egarán a ser águilas.
Desde luego, si alguien alguna vez hubiera hecho la menor insinuación, yo habría empezado a preguntar
acerca de ese padre ausente. Pero yo era el sobrino del señor y el hijo de la señora que ocupaban el
palacio de Aztlán; nadie en su sano juicio se habría arriesgado a desagradar a Mixtzin. Y nunca mis