mantil as españolas y otras cosas por el estilo. En realidad, ya hacía algún tiempo que habían ido
avergonzándose, incluso las mujeres y los moros más ignorantes, de todos aquel os perifol os, chucherías y
corazas de acero. Además del creciente apuro y vergüenza que suponía l evar puestos aquel os atavíos
impropios de guerreros, encontraron que aquel as ropas eran un peligroso estorbo en la batal a y que
resultaban incómodamente pesadas incluso para la marcha, sobre todo cuando estaban empapadas por la
l uvia. Así que, pieza a pieza, todos habían ido desprendiéndose a lo largo del camino de aquel as prendas
y adornos de los hombres blancos, habían acabado por deshacerse de todo excepto de las prendas cálidas
de lana que podían utilizarse como mantas y mantos, por lo que de nuevo volvíamos a tener el aspecto de
verdadero ejército indio que éramos.
Con el tiempo, un tiempo que se hizo largo como un tormento, l egamos de hecho a aquel as montañas
Donde Acechan Los Cuguares, y eran exactamente tal como las había descrito el cabal ero Pixqui. Con él al
frente, nos abrimos tortuosamente camino por entre un laberinto de aquel os barrancos estrechos, algunos
de los cuales sólo tenían anchura suficiente para que pasasen los hombres a cabal o (o una vaca), uno
detrás de otro. Y por fin fuimos a parar a un val e no muy ancho pero sí bastante largo y bien provisto de
agua, un val e lo bastante espacioso para que acampásemos todos cómodamente, e incluso lo
suficientemente verde como para proporcionar pastos a nuestros animales.
Una vez que nos hubimos instalado y hubimos disfrutado de un gratificante descanso durante dos o tres
días, convoqué ante mi presencia al iyac Pozonali y a mi querida escriba Verónica y les dije:
-Tengo una misión para vosotros dos. No creo que sea una misión arriesgada, aunque l evará consigo un
arduo viaje. -Sonreí-. Sin embargo, he pensado también que no os importar hacer un largo viaje juntos en
íntima compañía. -Tú te ruborizaste, Verónica, y también Pozonali. Continué hablando-: Es cierto que todo
el mundo en la Ciudad de México, desde el virrey Mendoza hasta el último esclavo de los mercados, está al
corriente de nuestra insurrección y de nuestros saqueos. Pero me gustaría saber cuántas cosas conocen de
nosotros y qué medidas están tomando para defender la ciudad de nuestros ataques o para salir a
encontrarnos y luchar a campo abierto. Lo que quiero que hagáis es lo siguiente: id a cabal o lo más
rápidamente que os sea posible y lo más al sureste que podáis, deteniéndoos sólo cuando comprendáis
que os estáis acercando demasiado, hasta el punto de resultar peligroso, a cualquier puesto de vigilancia
español. Según mis cálculos eso sucederá probablemente en la parte oriental de Michoacán, donde limita
con las tierras mexicas. Dejad los cabal os al cuidado de cualquier nativo hospitalario que pueda atenderlos.
Desde al í continuad a pie y vestid con atuendos toscos de campesinos. Llevad con vosotros bolsas de
alguna clase de mercancía que se pueda vender en los mercados: fruta, verdura, cualquier cosa que podáis
procuraros. Puede que encontréis la ciudad sólidamente rodeada, pero seguro que permiten la entrada y
salida de mercancías y bienes. Y creo que los guardias difícilmente sospecharán de un joven granjero
campesino y... ¿cómo diríamos...? pongamos que su primita, que se dirigen al mercado. -Los dos volvisteis
a ruborizaros. Seguí adelante-: Y sobre todo, Verónica, no hables en español. No hables nada de nada.
Confío en que tú, Pozonali, puedas convencer a cualquier guardia para que te deje pasar o a cualquier otro
que te pregunte algo a base de parlotear en náhuatl, de decir las pocas palabras de español que sabes y de
gesticular como un torpe patán.
-Entraremos en la ciudad, Tenamaxtzin, beso la tierra para jurarlo -me aseguró él-. ¿Tienes órdenes
especificas para nosotros, una vez que estemos al í?
-Sobre todo quiero que los dos abráis bien los ojos y los oídos. Tú, iyac, has demostrado ser un militar
competente. Por lo tanto no deberías tener problemas en reconocer cualquier defensa que la ciudad esté
preparando para protegerse o cualesquiera otros preparativos que esté haciendo con vistas a una ofensiva
contra nuestras fuerzas. Mientras tanto id por las cal es y los mercados y entablad conversación con la
gente corriente. Deseo conocer qué estado de ánimo tienen, y cuál es su disposición y su opinión acerca de
nuestra insurrección, porque sé por experiencia que algunos, quizá muchos, se pondrán de parte de los
españoles de los que ahora dependen. Y también hay un hombre aztécatl, un orfebre, ya anciano, que has
de ir a visitar personalmente. -Le di las señas-. Fue el primer aliado que tuve en esta campaña, así que
quiero advertirle de lo que se avecina. Puede ser que desee esconder el oro que tenga o incluso abandonar
la ciudad y l evárselo. Y, por supuesto, dale mis más cariñosos saludos.
-Todo se hará como dices, Tenamaxtzín. ¿Y Verónica? ¿Tengo que permanecer cerca de el a para
protegerla?
-No hará falta, creo yo. Verónica, tú eres una muchacha l ena de recursos. Sencil amente quiero que te
acerques a cualquier grupo de dos o más españoles que estén conversando, donde puedas oír lo que
digan, en las cal es, en los mercados, donde sea, y escuches, sobre todo si van de uniforme o parecen
personas importantes del tipo que sea. Será muy difícil que sospechen que puedes entender lo que dicen, y
a lo mejor incluso l eguen a tus oídos más cosas que las que el iyac Pozonali recoja acerca de las
respuestas que los españoles piensan dar a nuestro planeado asalto.
-Sí, mi señor.
-Además tengo instrucciones específicas para ti. En toda la ciudad no hay más que un solo hombre blanco
a quien, se lo debo, tengo que darle el mismo aviso que Pozonali le dará al orfebre. Se l ama Alonso de
Molina, recuérdalo, y es un alto cargo en la catedral.
-Sé dónde está, mi señor.
-No vayas a darle el aviso a él directamente. Al fin y al cabo es español. Quizá se apoderase de ti y te
retuviera como rehén. Y con toda certeza así lo haría si supiera que eres mi... mi escriba personal. Así que
escribe el aviso en un pedazo de papel, dóblalo, pon el nombre de Alonso en la parte de fuera y, sin hablar,
sólo con gestos, entrégaselo a cualquier clérigo humilde que encuentres holgazaneando por la catedral.
Luego márchate de al í lo más aprisa que puedas. Y mantente alejada.
-Si, mi señor. ¿Algo más?
-Sólo esto. Es la orden más importante que puedo daros a ambos. Cuando os parezca que os habéis
enterado de todo lo que podéis, salid de la ciudad, volved a salvo a donde estén vuestros cabal os y
regresad aquí. Los dos. Si tú, iyac, osases volver aquí sin Verónica.., bueno...
-Regresaremos a salvo, Tenamaxtzin, beso la tierra para jurarlo. Y si acaeciera algún mal imprevisto y
solamente regresase uno de nosotros, será Verónica. Y para jurar eso, beso la tierra cuatrocientas veces!
Cuando se hubieron ido, el resto de nosotros nos dimos a la buena vida en nuestro nuevo entorno.
Ciertamente vivíamos bien. Había carne de vaca más que suficiente para comer, desde luego, pero de
todos modos nuestros cazadores recorrían el val e sólo para proporcionar variedad: ciervos, conejos,
codornices, patos y otras piezas de caza. Incluso mataron dos o tres cuguares de los que daban nombre a
aquel as montañas, aunque la carne de cuguar es dura de masticar y no muy sabrosa. Nuestros