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pescadores encontraron que en las aguas de los torrentes de las montañas abundaba un pez cuyo nombre

desconozco que constituía un delicioso cambio en nuestra alimentación, que consistía mayormente de

carne. Los que se encargaban de buscar alimentos encontraron toda clase de frutas, verduras, raíces y

cosas por el estilo. Las tinajas de octli, chápari y vinos españoles que habíamos saqueado se reservaban

para mis cabal eros y para mí, pero ahora sólo bebíamos de el as de vez en cuando. Lo que nos faltaba era

algo que fuese dulce, como los cocos de mi tierra. En realidad creo que gran parte de nuestra gente, en

particular las numerosas familias de esclavos que habíamos liberado y habían venido con nosotros, habrían

estado contentos de quedarse a vivir en aquel val e el resto de sus vidas. Y probablemente hubieran podido

hacerlo sin que los hombres blancos los molestasen, incluso sin que los hombres blancos supieran de su

existencia, hasta el fin de los tiempos.

No quiero decir que lo único que hiciéramos al í fuese el vago y vegetar. Aunque por la noche yo dormía

entre sábanas de seda y bajo una manta de lana fina españoles, lo que me hacía sentirme como un

marqués o un virrey español, estaba ocupado todo el día. Mantenía a mis exploradores patrul ando por el

campo más al á de las montañas y los obligaba a mantenerme informado constantemente. Yo caminaba

majestuosamente por el val e, como una especie de general que pasase revista, porque les había ordenado

a Nocheztli y a los demás cabal eros que enseñasen a otros muchos de nuestros guerreros a montar los

numerosos cabal os que habíamos adquirido y a emplear como es debido los nuevos arcabuces, muy

numerosos, por cierto. Cuando uno de mis exploradores l egó para informarme de que, no muy lejos al

oeste de nuestras montañas, había un puesto comercial español en una encrucijada de caminos parecido al

que anteriormente habíamos derrotado, decidí intentar un experimento. Cogí un grupo mediano de

guerreros sobaipuris, porque el os todavía no habían tenido el placer de participar en ninguna de nuestras

batal as y también porque habían adquirido un verdadero dominio tanto en montar a cabal o como en el

empleo de los arcabuces, le pedí al cabal ero Pixqui que me acompañase y nos pusimos a cabalgar hacia

el oeste, en dirección al puesto comercial.

Yo no tenía intención de librar una verdadera batal a, sino de fingirla solamente. Galopamos al tiempo que

aul ábamos, ululábamos y descargábamos nuestros arcabuces, y finalmente salimos de los bosques al

terreno abierto que se extendía ante el puesto, que estaba rodeado por una empalizada. Y, como la vez

anterior, de las troneras de aquel a empalizada, los tubos de trueno escupieron una rociada de fragmentos

letales, pero yo tuve buen cuidado de que todos estuviéramos fuera de su alcance, y sólo uno de nuestros

hombres sufrió una herida de poca importancia en el hombro. Permanecimos al í fuera haciendo danzar a

nuestros cabal os adelante y atrás, lanzando nuestros amenazadores gritos de guerra y haciendo

extravagantes gestos de amenaza, hasta que se abrió la puerta de la fortaleza y una tropa de soldados

montados salió al galope. Luego, fingiéndonos intimidados, dimos todos media vuelta y volvimos al galope

por el mismo camino por el que habíamos venido. Los soldados nos persiguieron, y me aseguré de sacarles

siempre cierta ventaja, pero sin que nos perdieran de vista ni un instante. Los guiamos todo el camino de

regreso hasta el barranco por el que habíamos salido de nuestro val e.

Procurando todavía que los soldados no nos perdieran de vista en aquel os laberintos, les hicimos picar el

anzuelo y pasaron por un corte muy estrecho donde yo había apostado arcabuceros a ambos lados. Justo

como había predicho el cabal ero Pixqui, las primeras descargas de aquel os arcabuces abatieron a

suficientes soldados y cabal os como para bloquear el paso a los que iban detrás. Y éstos, arremolinados

en desorden, cayeron abatidos en poco tiempo por lanzas, flechas y cantos lanzados por otros guerreros

que yo había apostado más arriba, en las alturas. Los sobaipuris estuvieron contentos de confiscar las

armas de todos aquel os españoles muertos y los cabal os supervivientes. Pero a mí me complació sobre

todo comprobar que nuestro escondite era verdaderamente invulnerable. Podríamos resistir al í para

siempre, si hacía falta, contra cualquier fuerza que se enviara para atacarnos.

Llegó el día en que varios de mis exploradores vinieron a decirme, con verdadero júbilo, que habían

descubierto un blanco nuevo y más importante para que lo atacásemos.

-A unos tres días al este de aquí, Tenamaxtzin, un pueblo casi tan grande como una ciudad. Hubiéramos

podido no saber nunca de su existencia de no ser porque divisamos a un soldado montado y lo seguimos.

Uno de nosotros que entiende un poco de español se metió a escondidas en la ciudad detrás de él y se

enteró de que es una ciudad rica, bien edificada, a la que los hombres blancos l aman Aguascalientes.

-Manantiales Calientes -dije.

-Sí, mi señor. De hecho es un lugar al que los hombres y mujeres blancos vienen para tomar baños

curativos y para recreos de otros tipos. Hombres y mujeres españoles ricos. Así que puedes imaginar el

botín que podemos sacar de el a. Por no hablar de mujeres blancas limpias, para variar. Debo informar, sin

embargo, que la ciudad está muy fortificada, defendida por muchos hombres y bien armada. No hay

manera de que podamos tomarla sin emplear todos nuestros guerreros, tanto montados como de a pie.

Llamé a Nocheztli y le repetí aquel informe.

-Prepara nuestras fuerzas. Nos pondremos en marcha de hoy en dos días. Esta vez quiero que participen

todos; incluso, pues sin duda los vamos a necesitar a todos, nuestros tíciltin, y también los sanitarios. Este

será el asalto más ambicioso y audaz de todos los que hemos l evado a cabo hasta ahora, de manera que

constituirá una práctica perfecta para nuestro posterior ataque a la Ciudad de México.

Precisamente al día siguiente, y por casualidad, Pozonali y Verónica regresaron, juntos y a salvo; y aunque

muy fatigados por su larga y difícil cabalgada, acudieron inmediatamente a informarme. Tan excitados

estaban que empezaron a hablar a la vez en idiomas distintos, en náhuatl y en español.

-El orfebre te agradece el aviso, Tenamaxtzin, y te envía afectuosos saludos para corresponder...

-Ya eres famoso en la Ciudad de México, mi señor. Yo diría que famoso y temido...

-Esperad, esperad -les dije mientras me reía-. Que primero hable Verónica.

-Lo que yo traigo son buenas noticias, mi señor. Para empezar, entregué tu mensaje en la catedral y, como

tú suponías, cuando tu amigo Alonso lo recibió, muchos grupos de soldados empezaron a peinar la ciudad

para encontrar al mensajero que lo había l evado. Pero no pudieron descubrirme, desde luego, pues no

podían distinguirme de tantas otras muchachas iguales que yo. Y, como ordenaste, escuché muchas

conversaciones. Los españoles, aunque por qué medios no lo sé, ya tienen conocimiento de que nuestro

ejército está acampado aquí, en las Mixtóapan. Así que l aman a nuestra insurrección "la guerra de

Mixtonxs. Y me causa regocijo informarte de que gran parte de Nueva España tiene pánico. Familias

enteras de la Ciudad de México y de todos los demás lugares se apiñan en los puertos de mar, en Vera