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Cruz, en Tampico, en Campeche y en todos los demás, y exigen pasajes de regreso a Vieja España en

cualquier clase de buque que vaya al í, en galeones, carabelas, barcos de avitual amiento... Muchos dicen

temerosamente que es la reconquista del Unico Mundo. Parece, mi señor, que estás logrando tu propósito

de perseguir a los intrusos, por lo menos a los blancos, y echarlos de nuestras tierras.

-Pero no a todos el os -dijo el iyac Pozonali frunciendo el entrecejo-. A pesar de que Coronado se ha l evado

a muchos soldados de Nueva España en la expedición al norte, el virrey Mendoza tiene todavía fuerzas

considerables en la Ciudad de México, unos cientos de soldados montados y de a pie, y el propio Mendoza

se ha puesto personalmente al mando. Además, como tú esperabas, Tenamaxtzin, muchos de sus mexicas

domesticados se han alistado para pelear a su lado. Y lo mismo han hecho otros pueblos traicioneros: los

totonacas, los tezcaltecas y los acolhuas, que hace mucho tiempo ayudaron al conquistador Cortés en el

derrocamiento de Moctezuma. Por primera vez en la historia, Mendoza permitirá que esos hombres monten

a cabal o y l even palos de trueno, y ahora mismo está muy ocupado entrenándolos para el o.

-Nuestro propio pueblo -comenté con tristeza- dispuesto en contra nuestra.

-La ciudad mantendrá una fuerza defensiva suficiente -continuó diciendo Pozonali-. Tubos de trueno y esas

cosas. Pero por lo que he oído, calculo que el virrey Mendoza planea una marcha ofensiva para sacarnos

de aquí y destruirnos antes siquiera de que l eguemos a acercarnos a la Ciudad de México.

-Bien, buena suerte para Mendoza -dije yo bruscamente-. Por muchos que sean sus hombres, por bien

armados que estén, serán aniquilados antes de que l eguen hasta este lugar. Lo he comprobado mediante

un experimento; el cabal ero Pixqui tenía razón cuando dijo que estas montañas son inexpugnables.

Mientras tanto, le daré al virrey más pruebas de nuestro poder y de nuestra determinación. Mañana

marcharemos hacia el este: todos los guerreros, todos los jinetes, todos los arcabuceros, todas las

granaderas purepes, hasta el último de nosotros que sea capaz de empuñar una arma. Marcharemos

contra una ciudad l amada Manantiales Calientes. Y cuando la hayamos tomado, el virrey Mendoza quizá

decida esconder la Ciudad de México. Y ahora, vosotros dos id a tomad algo de alimento y a descansar. Sé

que tú, iyac, querrás estar en el meol o de la batal a. Y yo te querré cerca de mí, Verónica, para hacer la

crónica de ésta, la más épica de todas nuestras batal as hasta el momento.

32

De la batal a final de la guerra de Mixton, de nuestra derrota y del fin de la guerra de Mixton, sólo hablaré

brevemente, porque ocurrió por mi propia culpa y estoy avergonzado de el o. De nuevo, como había hecho

con otros enemigos e incluso con alguna de las mujeres de mi vida, infravaloré la astucia de mi oponente. Y

ahora estoy pagando mi error yaciendo aquí y muriéndome lentamente... o curándome lentamente, no sé

cuál de las dos cosas, y no me importa mucho.

Mi ejército podría estar todavía aquí, en Mixtóapan, entero, seguro, sano, fuerte y listo para entrar en batal a

de nuevo, si yo no los hubiera sacado de este val e. Igual que nosotros antes habíamos hecho picar el

anzuelo a los soldados del puesto comercial español atrayéndolos hasta aquí para tenderles una

emboscada, de la misma forma nos hicieron picar el anzuelo a nosotros haciendo que saliéramos de

nuestro seguro refugio. Fue obra del virrey Mendoza. El, como sabía que éramos invencibles, casi

intocables, en estas montañas, ideó la manera de engañarnos y sacarnos de el as ofreciéndonos, en cierto

sentido, Aguascalientes. No culpo de el o a los exploradores que encontraron esa ciudad, pues están

muertos, igual que tantos otros, pero no tengo duda alguna de que aquel jinete español al que siguieron a

esa ciudad estaba representando un papel en el plan de Mendoza.

Me l evé a mi ejército entero y dejé en el val e sólo a los esclavos y a los varones demasiado viejos o

demasiado jóvenes para batal ar. Fue una marcha de tres días hasta Manantiales Calientes e, incluso antes

de que avistásemos la ciudad, empecé a sospechar que algo no andaba del todo bien. Encontramos

barracas de puestos de guardia, pero no había ningún soldado en el as. Cuando nos aproximamos a la

ciudad, ningún tubo de trueno resonó al disparar. Cuando envié a mis exploradores de avanzada para que

se adentrasen furtiva y cautelosamente en la propia ciudad, no se oyó el traqueteo de los arcabuces, y los

exploradores volvieron desconcertados y encogiéndose de hombros para informarme de que no parecía

haber una sola persona en la ciudad.

Era una trampa. Me di la vuelta en la sil a del cabal o para gritar:

-¡Retirada!

Pero ya era demasiado tarde. Ahora sí traquetearon los arcabuces a todo nuestro alrededor. Estábamos

rodeados por los soldados de Mendoza y sus aliados indios.

Oh, nos defendimos luchando, desde luego. La batal a duró todo el día, y murieron muchos cientos en

ambos bandos. Como ya he comentado, las batal as son una conmoción y una confusión, y algunas

muertes se produjeron de manera curiosa. Mis cabal eros Nocheztli y Pixqui fueron ambos perforados por

balas descargadas por nuestros propios arcabuceros, que emplearon sus armas de un modo demasiado

temerario. En el otro bando, Pedro de Alvarado, uno de los primeros conquistadores del Unico Mundo y el

único también que seguía haciendo de conquistador activo, murió al caer de su cabal o y pisotearlo el

cabal o de otro español.

Como ambos ejércitos, el de Mendoza y el mío, estaban bastante igualados en número y armamento, tuvo

que ser una batal a enconada, y venció el más valiente, el más fuerte y el más inteligente. Pero lo que hizo

que la perdiéramos nosotros fue lo siguiente. Mis hombres pelearon valerosamente con todos los soldados

blancos que se cruzaron en su camino, pero hubo muchos de los nuestros, demasiados (excepto los

yaquis), que no se vieron capaces de matar a hombres de su misma raza, los mexicas, los texcaltecas y

demás, que luchaban del lado de Mendoza. Y por el contrario, esos traidores a nuestra raza, buscando

naturalmente ganarse el favor de los amos españoles, no vacilaron en matarnos a nosotros. Yo mismo

recibí una flecha en el costado derecho y estoy seguro de que no procedía de ningún español. Por lo que yo

sé, procedía de algún desconocido pariente mío.

Uno de nuestros tíciltin de campaña me arrancó la flecha, cosa que ya fue bastante dolorosa, y luego

empapó la herida abierta con el corrosivo xocóyatl, tan doloroso que me hizo gritar en voz alta de una forma

bastante poco varonil. El ticitl no pudo hacer nada más por mí porque unos instantes después caía abatido

por una bala de arcabuz.

Cuando por fin cayó la noche, nuestros ejércitos, o lo que quedaba de el os, dejaron de luchar, y el resto de

nosotros, los que teníamos cabal os, nos retiramos de forma apresurada hacia el oeste. Pozonali, uno de

los pocos supervivientes a quien yo conocía por su nombre, encontró a Verónica en lo alto de la colina

desde donde el a había estado contemplando la carnicería y la trajo con nosotros mientras corríamos de

regreso al refugio de nuestras montañas. Yo apenas podía tenerme en la sil a, tan espantoso era el dolor

que tenía en el costado, así que no estaba en condiciones de preocuparme de si nos perseguían en la