yo alguna vez me hubiera tomado la molestia de meditar acerca de los curiosos gustos sexuales de mi
primo Yeyac, probablemente no habría hecho más que extrañarme y sentir un estremecimiento al pensar en
cómo podría abrazar algo tan abominable como un sacerdote.
Sin embargo, como ya he dicho, pasó mucho tiempo -cinco años enteros- antes de que yo tuviera de nuevo
ocasión de pensar, aunque sólo fuera brevemente, en las proposiciones que me había hecho Yeyac. Yo
tenía ya doce años, la voz me estaba empezando a cambiar, unas veces era ronca y otras chil ona,
alternativamente, y ya estaba impaciente por vestir el taparrabos viril para el que no me faltaba mucho. Y lo
que ocurrió, ocurrió exactamente igual que la vez anterior.
Como no hago más que comentar, los dioses sacan el mayor regocijo en ponernos a los mortales en
situaciones que podrían dar la impresión de no ser más que meras coincidencias. Me encontraba en mi
habitación del palacio, de espaldas a la puerta, cuando de nuevo una mano se deslizó por debajo de mi
manto, le dio a mis genitales un afectuoso apretón... y me impulsó a dar a mi otro prodigioso salto.
-¡Yya ouíya, otra vez no! -exclamé a gritos mientras me levantaba en el aire, volvía a bajar y me daba la
vuelta bruscamente para ponerme de cara a mi violador.
-¿Otra vez? -repitió el a sorprendida.
Era mi otra prima, Améyatl. Por si no he dicho antes que era hermosa lo digo ahora: lo era. A los dieciséis
años era más hermosa de cara y de formas que ninguna otra muchacha o mujer que yo hubiera visto en
Aztlán, y a esa edad lo más probable es que estuviera en el punto álgido de su bel eza.
-Eso ha sido de lo más impropio -la reprendí con una voz que se me iba convirtiendo en un gruñido-. ¿Por
qué has tenido que hacer una cosa así?
-Esperaba tentarte -respondió mi prima sin rodeos.
-¿Tentarme? -gruñí-. ¿Para hacer qué?
-A hacer el acto íntimo que una mujer y un hombre hacen juntos. Lo confieso, me gustaría muchísimo
aprender. Pensé que podríamos enseñarnos el uno al otro.
-Pero... ¿por qué yo? -le pregunté con un pitido agudo. Améyatl sonrió traviesamente.
-Porque, igual que yo, tú todavía no has aprendido. Pero por ese único toque que te he dado ahora mismo,
me doy cuenta de que estás completamente crecido y capacitado. Y yo también. Me desnudaré y lo verás.
-Ya te he visto desnuda. Nos hemos bañado juntos. Nos hemos sentado juntos en la cabaña de vapor.
Hizo un gesto con la mano de menosprecio hacia aquel o.
-Cuando éramos niños sin sexo. Desde que yo l evo mi prenda interior de feminidad tú no me has visto
desnuda. Ahora me encontrarás muy diferente, tanto aquí... como aquí. Me puedes tocar, y yo a ti también,
y después seguiremos haciendo todo lo que nos sintamos inclinados a hacer.
Para aquel entonces mis compañeros de la infancia y yo a menudo habíamos hablado con solemnidad,
como imagino que incluso los jóvenes cristianos hacen, de las diferencias que existen entre el cuerpo
femenino y el masculino, y también habíamos hablado de lo que creíamos hacían los hombres y las
mujeres en la intimidad, y de cómo se hacía, y de cuál de los dos se ponía encima, y de las variaciones que
había, y de cuánto duraba el acto y cuántas veces seguidas podía hacerse. Cada uno de nosotros, primero
en secreto y luego en reuniones competitivas, averiguamos cómo verificar que nuestros tepultin eran
eréctiles de forma fidedigna, que nuestros huevos ololtin contenían omícetl viril en cantidad y capacidad de
proyección no inferior a la de nuestros amigos.
Además, siempre que nos ponían a ayudar en una de las nunca terminadas obras de mejora de la ciudad,
escuchábamos con avidez las bromas subidas de tono de los trabajadores adultos y los recuerdos de sus
aventuras con mujeres, con toda seguridad exageradas al contarlas. De manera que los muchachos a los
que conocía, y yo mismo, poseíamos sólo una información vaga y de segunda mano, junto con una buena
cantidad de desinformación, que iba desde lo que no era factible hasta lo anatómicamente imposible. Si
nosotros, los muchachos, l egamos a algún consenso en nuestras conversaciones, el o fue debido
sencil amente a que estábamos más que ansiosos por ahondar en aquel os misterios por nosotros mismos.
Y heme a mi al í mientras la más encantadora doncel a de Aztlán, no una maátitl barata y corriente, ni
siquiera una auyanimi cara, sino una verdadera princesa, me ofrecía su cuerpo. (Como hija del Uey-Tecutli
tenía derecho a que se dirigieran a el a -y así lo hacía la gente común- como Améyatzin.) Cualquiera de mis
compañeros habituales se habría apresurado a coger aquel ofrecimiento sin oponer el menor reparo, con
júbilo, gratitud y servil agradecimiento a todos los dioses que hubiera. Pero hay que recordar que, aunque
el a fuera cuatro años mayor que yo, habíamos crecido los dos juntos. La había conocido cuando sólo era
una niña mugrienta que a menudo l evaba los mocos colgando y solía tener despel ejadas las huesudas
rodil as, pues con frecuencia se hurgaba las costras; había presenciado sus l antinas y sus rabietas
temperamentales, la había visto convertirse en un verdadero fastidio y más tarde había conocido las
bromas pesadas, l enas de ese desprecio propio de una hermana mayor, con las que me atormentaba. Así
que, en la misma medida que el a no tenía misterio para mi, tampoco tenía atracción. No podía mirarla,
como me pasaba con cualquier otra muchacha bonita que me encontrase, y pensar: "Oye... ¿y si nosotros
dos...?"
No obstante, aquél a era una oportunidad ante la que yo difícilmente podía quedarme cruzado de brazos,
como suele decirse. Aunque copular con aquel a prima mía me resultase tan aburrido, incluso tan
desagradable como en la ocasión que tuvo lugar mucho tiempo atrás con su hermano, se me estaba
ofreciendo la oportunidad de explorar un cuerpo femenino adulto y todos los lugares secretos que éste tiene
y de averiguar lo que todavía nadie me había explicado: cómo se hacía realmente el acto de copular. Aun
así, lo que fue un mérito para mi, expuse, aunque débilmente, un argumento en contra:
-¿Por qué yo? ¿Por qué no Yeyac? Es mayor que nosotros dos. Tiene que ser capaz de enseñarte más
que...
-¡Ayya! -exclamó Améyatl al tiempo que hacía una mueca-. Seguro que te habrás dado cuenta de que mi
hermano es un cuilontli. Que él y sus amantes sólo se complacen en cuilónyoti.
Sí, yo sabia eso, y para entonces ya había aprendido las palabras que designan esa clase de hombres y
esa clase de complacencia, pero estaba realmente atónito de que una doncel a enclaustrada como aquél a
conociera tales palabras. Y me quedé aún más atónito si cabe de que una doncel a enclaustrada pudiera,
como Améyatl estaba haciendo en aquel momento, quitarse con tanta soltura la blusa para quedar desnuda
hasta la cintura. Pero de pronto su expresión de complacida expectación se convirtió en otra de
consternación, y entonces me preguntó a gritos:
-¿A eso te referías cuando has dicho "otra vez"? ¿Es que Yeyac y tú...? Ayya, primo, ¿tú también eres un
cuilontli?
No pude replicar al instante porque me había quedado idiotizado al mirar boquiabierto aquel os pechos
divinamente redondos, suaves, sugerentes, con un capul o rojizo en la punta que yo estaba seguro de que
sabría a néctar de flores. Améyatl tenía razón; ahora era diferente. Antes era tan lisa en aquel lugar como