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escribientes y demás. Además también me fijé en que, entre los numerosos hombres que vestían atuendo

español y que entraban y salían de aquel os edificios l evando libros, papeles, bolsas de mensajero o,

sencil amente, expresiones altivas para darse importancia, había algunos con el cutis tan oscuro y tan

lampiño como yo. Otros grandiosos edificios estaban a todas luces habitados por los dignatarios de la

religión de los hombres blancos, y también por sus numerosos subordinados y sirvientes. Y entre éstos, que

l evaban indumentaria clerical y tenían una expresión blanda y complaciente, había no pocos hombres con

el rostro cobrizo y lampiño. Sólo en los edificios que albergaban a los militares, en el cuartel general de los

altos oficiales o en los barracones de los rangos inferiores, no vi a nadie de mi propia gente que vistiera

trajes formales de desfile, uniformes de trabajo, armaduras o que l evara armas de ninguna clase. Algunos

de los edificios realmente grandes y ornamentados eran, desde luego, palacios en los que residían los

personajes de mayor categoría del gobierno, la Iglesia y el ejército, y en cada una de aquel as puertas

montaban guardia soldados armados y con expresión de mantenerse alerta; normalmente l evaban atado

con correa a uno de aquel os fieros perros de guerra suyos.

Vi también otros perros de variadas formas y tamaños y con porte no tan fiero, aunque apenas se podía

creer que estuviesen emparentados con los pequeños y gordinflones perros techichi que nosotros, los del

Unico Mundo, l evábamos siglos criando sin otra finalidad que usarlos como raciones alimenticias de

emergencia. De hecho, ya no quedaban techíchime en la Ciudad de México, pues los ciudadanos nativos

se habían aficionado a la carne de puerco, de la que al í había gran abundancia, y los españoles nunca

comerían carne de techichi. Había además otros animales al í que eran totalmente nuevos para mí, aunque

supongo que debían de ser la peculiar variedad de Vieja España de nuestro jaguar, nuestro cuguary nuestro

océlotl. Sin embargo eran siempre mucho más pequeños que estos gatos, y eran domésticos, amables y de

voz suave. Y estas versiones en miniatura incluso ronronean como sólo el cuguar, de todos nuestros gatos,

sabe hacer. Los edificios de las cal es estrechas estaban muy juntos unos a otros y eran a la vez lugares de

trabajo y vivienda para sus ocupantes, todos el os blancos. Al nivel de la cal e era frecuente que hubiese

una tienda donde se vendiera mercancías de alguna clase, un herrero, un establo para cabal os o un

establecimiento de comidas abierto al público, al público blanco. Los demás pisos que quedaban por

encima, uno, dos o tres, debían de ser donde vivían los propietarios y sus familias.

Excepto los que ya he mencionado, las personas de piel oscura que vi por aquel as cal es y avenidas eran

en su mayoría mensajeros que trotaban ligeros hacia alguna parte, tamémimes que avanzaban

penosamente bajo yugos o porteadores que l evaban fardos o bultos con la ayuda de cintas. Aquel os

hombres iban vestidos como yo, con manto tilmatl, taparrabos máxtíatl y sandalias cactli. Pero había otros

que debían de ser sirvientes de familias blancas, porque iban vestidos como españoles, con túnicas, calzas

ajustadas, botas y sombreros de una forma o de otra. Algunos de aquel os hombres, los más viejos, tenían

curiosas cicatrices en las mejil as. La primera vez que vi uno de el os supuse que se habría hecho la cicatriz

en la guerra o en algún duelo, porque la forma de la cicatriz, parecida a una "G", no me decía nada. Pero

luego me crucé con varios hombres más cuyas mejil as estaban marcadas con la misma figura. Y vi a otros,

más jóvenes, que tenían también cicatrices, aunque los símbolos eran diferentes. Estaba claro que los

habían marcado de aquel a forma deliberadamente. Si a alguna de las mujeres de la ciudad la habían

tratado de igual modo es algo que no pude determinar, porque en aquel as cal es no tuve ocasión de ver a

mujer alguna, ni blanca ni oscura.

Más tarde me enteré de que aquel a parte de la ciudad por la que me movía lentamente se l amaba la

Traza, y era un amplio rectángulo, cuya extensión comprendía muchas cal es y avenidas, situado en el

centro mismo de la Ciudad de México. La Traza estaba reservada para las residencias, iglesias,

establecimientos comerciales y edificios oficiales de los hombres blancos y sus familias. Había algunas

excepciones. Los hombres de piel cobriza con atavío clerical vivían en las residencias de la Iglesia junto con

sus colegas eclesiásticos. Y unos cuantos, pocos, criados de las familias blancas comían y dormían en las

casas donde trabajaban. Pero los demás ciudadanos nativos, incluso los que trabajaban para funcionarios

del gobierno, tenían que irse por la noche a las colaciones, que eran diversas partes de la ciudad que se

extendían desde la Traza hasta los límites de la isla. Y estos sectores variaban en calidad, aspecto y

limpieza, y eran desde respetables hasta malísimos, pasando por los que se podían tolerar.

Mientras miraba los edificios grandes y buenos que componían la Traza, me pregunté si los españoles no

conocerían los desastres naturales a los que aquel a ciudad era proclive, y que eran bien conocidos de los

demás habitantes del Unico Mundo. Tenochtitlan había sufrido con frecuencia inundaciones de agua de los

lagos circundantes, y en dos o tres ocasiones había estado a punto de ser arrasada por las aguas. Supuse

que ahora que las aguas del lago Texcoco habían disminuido tanto, ya no habría excesivo peligro de

inundaciones.

Sin embargo, la isla, que no era más que un promontorio del inestable lecho del lago, a menudo había sido

barrida por lo que nosotros l amábamos tlalolini, terremoto en español. En algunas de aquel as ocasiones

sólo unos cuantos edificios de Tenochtitlan habían cambiado ligeramente de posición, se habían inclinado o

se habían hundido, hasta cierto punto, por debajo del nivel del suelo. Pero en otras ocasiones la isla había

sido sacudida y levantada con violencia, hasta el punto de que los edificios caían tan bruscamente como las

personas en las cal es. Por eso en la época en que mi tío Mixtzin vio por primera vez Tenochtitlan, los

edificios principales tenían una base ancha y firme, y los de menor importancia estaban construidos sobre

masas imponentes que sólo se tambaleaban o cedían ligeramente para compensar el temblor y el

asentamiento de la isla.

Otra cosa de la que me enteré más tarde fue de que los españoles estaban empezando a percatarse de

que la isla era propensa a aquel o, y lo estaban averiguando por propia experiencia. La elevada iglesia

catedral de San Francisco, la mayor estructura y, por lo tanto, la más pesada que habían edificado hasta

entonces los constructores blancos -aunque ni siquiera la habían acabado-, ya se estaba hundiendo y

ladeando de manera perceptible. Los muros de piedra se estaban agrietando en algunos lugares y los

suelos de mármol se estaban combando.

-Esto es obra malévola de los demonios paganos -afirmaron los sacerdotes que habitaban el lugar-. Nunca

debimos construir esta casa de Dios en el mismo lugar en el que se encontraba el monstruoso templo de

esos bárbaros rojos, e incluso utilizamos piedras del templo antiguo en la construcción. Debemos empezar

de nuevo y edificar en otra parte.

De manera que los arquitectos de la catedral se afanaban en poner frenéticamente cuñas debajo del