tres lóbulos de ciertas plantas. Pero tete Diego no hacia más que animarnos a los que le escuchábamos a
que adorásemos a lo que está claro que es un grupo de cuatro.
Hasta el día de hoy nunca he conocido a un español cristiano que no venere de todo corazón a una trinidad
que comprende un solo Dios, que no tiene nombre, el hijo de ese Dios, que se l ama Jesucristo, la madre
de ese hijo, l amada Virgen María, y un Espíritu Santo, el cual, aunque no tiene nombre, por lo visto es uno
de esos santos de categoría menor, como san José y san Francisco. Sin embargo, con eso suman cuatro
los que hay que adorar, y cómo cuatro pueden constituir una trinidad es algo que yo nunca conseguí
entender.
7
Aquel día, y todos los demás a partir de entonces excepto los días l amados domingo, cuando hube
terminado mis dos clases en el colegio me presenté ante Alonso de Molina en la catedral. Al í nos
sentábamos entre montones de libros de papel corteza, de fibra de metí o de piel de cervatil o y
comentábamos la interpretación de esta o aquel a página o pasaje, o a veces de un único símbolo
representado en una imagen.
Desde luego el notario estaba bien familiarizado con los temas básicos tales como el método azteca y
mexica de contar números, así como con los diferentes métodos empleados por otros pueblos, por ejemplo
en las lenguas zapoteca y mixteca, y con los que empleaban naciones más antiguas que ya no existían,
pero que habían dejado constancia de sus épocas, entre el os los antiguos mayas y los olmecas. También
sabía que en cualquier libro dibujado por cualquier escriba de cualquier nación, una persona representada
con una náhuatl -es decir, con una lengua- cerca de la cabeza significaba que la persona estaba hablando.
Y si la lengua dibujada estaba enroscada significaba que la persona estaba cantando o recitando poesía. Y
si la lengua dibujada estaba perforada por un espino significaba que la persona estaba mintiendo. Alonso
sabía reconocer los símbolos que nuestros pueblos empleaban para indicar las montañas, los ríos y cosas
así. Conocía muchos rasgos de nuestra escritura en imágenes. Pero yo de vez en cuando lo corregía en
alguna apreciación equivocada.
-No -le dije en alguna ocasión-, los habitantes de las regiones situadas al sur del Unico Mundo, los
denominados pueblos de Quautemalan, no conocen al dios Quetzalcóatl por ese nombre. Yo nunca he
tenido ocasión de visitar esas tierras, pero según mis maestros calmécac, en aquel as lenguas del sur el
dios siempre ha sido conocido como Gúkumatz.
O en otra ocasión le indicaba:
-No, cuatl Alonso, estás l amando con nombres equivocados a los dioses que aparecen aquí. Estos son los
itzceliuqui, los dioses ciegos. Por eso siempre los encontrarás representados, como aquí, con la cara negra.
Recuerdo que este comentario mío en particular me indujo a preguntarle a Alonso por qué algunos de los
discípulos más jóvenes del colegio tenían la piel tan oscura que eran casi negros. El notario me lo aclaró.
Existían ciertos hombres y mujeres, me explicó, a los que en español l amaban moros o negros, que eran
miembros de una raza lamentablemente inferior que habitaba en cierto lugar l amado Africa. Eran seres
brutos y salvajes, y sólo con gran dificultad se los podía civilizar y domesticar. Pero aquel os a los que se
podía domar, los españoles los convertían en esclavos, y a unos cuantos de aquel os hombres moros, a los
más favorecidos, incluso se les había permitido alistarse como soldados españoles. Algunos de el os
habían formado parte de las primeras tropas que habían conquistado el Unico Mundo, y a ésos se los
recompensó, al igual que a sus camaradas blancos, con concesiones de lealtad aquí, en Nueva España, y
con esclavos propios, "indios" prisioneros de guerra, aquel os hombres que yo había visto con la figura "G"
marcada en el rostro.
-También había dos o tres de esos hombres negros por la cal e -le comenté-. Parecen ser muy aficionados
a los atavíos ricos. Se visten con ropas aún más l amativas que los hombres blancos de clase alta. Quizá
sea porque son feísimos de cara. Con esas narices tan anchas, desparramadas e inmensas que tienen, con
los labios vueltos hacia afuera y con ese cabel o de rizos tan apretados. Sin embargo, no he visto a ninguna
mujer negra.
-Pues son igual de feas, créeme -me dijo Alonso-. La mayoría de los conquistadores moros a los que se les
dieron concesiones se asentaron en la costa este, alrededor de Vil a Rica de Vera Cruz. Y algunos de el os
han importado esposas negras para sí mismos. No obstante, en general prefieren a las mujeres nativas,
que son más claras y mucho más guapas.
Los guerreros, claro, sienten inclinación y se espera de el os que violen a las mujeres de sus enemigos
derrotados, los conquistadores españoles blancos, naturalmente, habían hecho eso en abundancia. En el
caso de los soldados moros, según Alonso, se inclinaban de manera mucho más lasciva a apresar y violar a
cualquier cosa hembra que fuera más débil que el os. Y si aquel o había tenido como consecuencia el
nacimiento de criaturas tales como niños tapir o niños caimán, eso Alonso no lo podía asegurar. Pero me
dijo que en Nueva España, y también en las colonias españolas más antiguas, los patronos, tanto
españoles como moros, todavía hacían uso, a su capricho, de las esclavas. Además, aunque no se hablaba
mucho de el o, había amplias evidencias de que algunas mujeres españolas habían hecho lo mismo; y no
sólo se trataba de las guarras importadas de España para trabajar como putas de alquiler, sino de las
esposas e hijas de los españoles de más alta cuna. Bien fuera por perversidad, lascivia o simple curiosidad,
de vez en cuando copulaban con hombres de cualquier color o clase, incluso con sus propios esclavos.
Todo lo cual, me explicó Alonso, y teniendo en cuenta aquel a abundancia de cruce licencioso de razas,
tuvo como consecuencia una gran abundancia de niños cuya piel iba desde casi el negro hasta casi el
blanco.
-Siempre, desde que Velázquez tomó Cuba -me contó-, nos ha parecido conveniente aplicar nombres
diferentes para clasificar a los retoños de distintos colores. El producto de un acoplamiento entre un varón o
una hembra de raza india y un varón o una hembra de raza blanca lo l amamos mestizo. El producto de un
acoplamiento entre moro y blanco lo l amamos mulato, que significa "terco", como las mulas. El producto de
un acoplamiento entre indio y moro lo l amamos pardo, un tipo de "gris". En el caso de que un mulato o un
pardo y una persona blanca se emparejen, su hijo es un cuarterón, y un niño con sólo ese cuarto de sangre
india o mora a veces puede dar la impresión de ser blanco puro.
-Entonces, ¿por qué molestarse con unas especificaciones tan minuciosas del grado de mezcla? -le
pregunté.
-¡Oh, venga, Juan Británico! Puede darse el caso de que el padre o la madre de un bastardo de sangre
mezclada pueda l egar a sentir cierta responsabilidad por él o a encariñarse verdaderamente con él. Como
habrás observado ya, a veces matriculan a esos mestizos para que reciban educación. Y también a veces
el progenitor puede legar al hijo un título o propiedad familiar. No hay nada que prohíba hacer eso. Pero las
autoridades, especialmente la Santa Iglesia, deben l evar unos registros precisos para impedir la
adulteración de la pura sangre española. Imagínate por un momento que un cuarterón se hiciera pasar por