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durante un rato su completa derrota y desesperación, pero cuatl Alonso no estaba de acuerdo con esa

apreciación mía.

-Se ha puesto en evidencia -me explicó- que la raza de los pueblos indios es susceptible de sufrir los

groseros efectos de la bebida, que les gustan esos efectos y que están deseosos de obtener dichos efectos

a la menor oportunidad.

-Yo no puedo hablar por los habitantes de esta ciudad, pero nunca he visto que los indios de otros lugares

sean como tú dices -le indiqué.

-Bueno, nosotros los españoles hemos sometido a muchos otros pueblos -dijo-. Bereberes, mahometanos,

judíos, turcos, franceses. Ni siquiera los franceses se dieron masivamente a la bebida como resultado de su

derrota. No, Juan Británico, desde nuestro desembarco en Cuba hace años hasta los más alejados confines

adonde hemos l egado en esta Nueva España, hemos comprobado que los nativos son unos borrachines

innatos. De León informó lo mismo acerca de los hombres rojos de Florida. Parece que se trata de un

defecto físico que es inherente a tu pueblo, lo mismo que el hecho de que mueran con tanta facilidad de

enfermedades triviales como el sarampión y la varicela.

-No puedo negar que enferman y mueren -le dije.

-Las autoridades, especialmente la Madre Iglesia -continuó diciendo Alonso-, han tratado piadosamente de

disminuir la tentación que la bebida encierra para los débiles indios. Hemos intentado hacer que cambien

de gusto y prueben a beber nuestros brandys y vinos españoles con la esperanza de que esas bebidas, que

son embriagadoras en mayor grado, l even a la gente a beber menos. Pero claro, sólo los nobles y los ricos

se las podían permitir. Así que el gobernador fundó una fábrica de cerveza en San Antonio de Padua, que

antes se l amaba Texcoco, con la esperanza de acostumbrar a los indios a la cerveza, que es más barata y

tiene menos poder embriagador, pero fue inútil. El pulque sigue siendo el licor que se consigue con más

facilidad, es casi regalado, pues cualquiera puede hacerlo hasta en su casa, de ahí que para los indios siga

siendo la manera favorita de emborracharse. El único recurso que les ha quedado a las autoridades ha sido

hacer una ley contra el hecho de que cualquier nativo beba en exceso y encarcelar a todo aquel que lo

haga. No obstante, incluso la ley es impracticable. Tendríamos que encerrar a casi toda la población india.

O matarlos, pensé yo. Hacía poco que había tenido ocasión de presenciar cómo tres soldados de la

guarnición que patrul aba regularmente por la ciudad capturaban a una mujer de mediana edad que, muy

borracha, se tambaleaba y voceaba de forma incoherente. No se habían molestado en encarcelarla. Se

habían lanzado sobre el a y, con aparente júbilo, habían empezado a golpearla con las culatas de aquel as

armas suyas que eran palos que tronaban hasta que la dejaron inconsciente de la paliza. Luego utilizaron

las espadas, no para apuñalarla y matarla, sino sólo para hacerle repetidos cortes en forma de zigzag por

todo el cuerpo, de modo que cuando la mujer despertase de la paliza, si es que l egaba a hacerlo,

únicamente estaría consciente el tiempo necesario para darse cuenta de que se estaba muriendo

desangrada.

-Hablando de pulque -le dije para cambiar de tema-, se hace de metí o maguey. Y mientras traducíamos

este texto último, cuatl Alonso, te he oído hablar del maguey como un cactus. No lo es. El maguey tiene

resinas, sí, pero todos los cactus tienen también un esqueleto interno de madera, y el maguey no. Es una

planta, lo mismo que cualquier arbusto o hierba.

-Gracias, cuatl Juan. Tomo nota de el o. Así pues... continuemos con nuestro trabajo.

Yo seguía durmiendo cada noche y tomando la comida de la mañana y la de la noche en el Mesón de San

José, mientras que los domingos, que los tenía libres, me los pasaba recorriendo los diferentes mercados

de la ciudad y preguntando a las personas que se encargaban de los puestos y a los transeúntes si

conocían a unas personas l amadas Netzlin y Citlali, que eran oriundos del poblado de Tépiz. Durante una

buena temporada mi búsqueda resultó infructuosa. Pero el tiempo que empleé en aquel a tarea o en el

mesón no fue tiempo perdido.

Mezclarme con la gente de la ciudad en los mercados me ayudó a refinar mi anticuada manera de hablar

náhuatl y a adquirir el vocabulario más moderno de los mexicas. Además me relacioné todo lo que pude

con aquel os prósperos y muy viajados pochtecas que habían traído mercancías desde el sur para

venderlas en la ciudad, y con los fornidos tamémimes, que en realidad eran quienes habían acarreado

aquel as mercancías, y de el os aprendí un útil número de palabras y expresiones de las lenguas sureñas:

el idioma mixteca del pueblo que se hace l amar Hombres de la Tierra, el zapoteca de los que se hacen

l amar Pueblo Nube e incluso muchas palabras de las lenguas que se hablan en las tierras de Chiapa y

Quautemalan.

Y, como ya he dicho, en el mesón cada noche estaba en compañía de extranjeros del norte. De el os, como

ya he dicho también, los huéspedes chichimecas hablaban un náhuatl más o menos tan arcaico como el

mío, pero comprensible. Así que me relacioné principalmente con otomíes y purepechas, y con los l amados

Pueblo Corredor, aprendiendo de este modo útiles fragmentos de los idiomas otomite, poré y rar mun.

Nunca antes había tenido ocasión, ni en mi casa ni en mi propia tierra, de descubrir la considerable facilidad

que yo tenía para aprender otras lenguas, pero ahora se me hacía evidente. Y supuse que debía de haber

heredado esa facilidad de mi difunto padre, quien la habría adquirido durante sus extensos viajes por el

Unico Mundo. Diré una cosa, sin embargo: ninguna de las lenguas de nuestros pueblos, aunque pudieran

ser muy diferentes del náhuatl y a veces me resultasen difíciles de pronunciar, era tan diferente y tan difícil

como el español, ni me costó tanto l egar a hablarlas con fluidez como me costó el español.

Además, en el mesón podía entablar conversación cualquier noche con aquel hombre que l evaba tanto

tiempo en la ciudad, el antes joyero Pochotl, que obviamente había determinado pasar el resto de su vida

viviendo a costa de la hospitalidad de los frailes de San José. Algunas de nuestras charlas consistían en

que yo me limitaba a escuchar, esforzándome por no bostezar, mientras él recitaba sus innumerables

quejas y penas contra los españoles, contra los tonalis que desde su nacimiento habían predestinado

aquel a su actual desgracia y contra los dioses que le habían echado encima a los tonalis. Pero con

frecuencia yo lo escuchaba atentamente, porque de hecho tenía cosas que contar que me resultaban muy

útiles. Por ejemplo, Pochotl me proporcionó el primer conocimiento que tuve de las órdenes, los rangos y

las autoridades que regían y gobernaban Nueva España.

-El personaje más alto de todos -me explicó- es un hombre l amado Carlos que reside al á en lo que los

españoles l aman Viejo Mundo. A menudo se refieren a él como "rey", a veces como "emperador" y otras

veces como "la corona" o "la corte". Pero está claro que es el equivalente al Portavoz Venerado que en otro

tiempo tuvimos los mexicas. Hace muchos años ese rey envió barcos l enos de guerreros a conquistar y

colonizar un lugar l amado Cuba, que es una isla muy grande situada en el mar Oriental, en un lugar que

está más al á del horizonte.

-He oído hablar de ese sitio -le indiqué-. Ahora está poblado por bastardos de razas mezcladas de diversos