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habían seguido avanzando y continuaban hacia el oeste, sino que habían ocupado la ciudad y parecían

inclinados a establecerse y quedarse al í.

El único miembro de nuestro Consejo de Portavoces que había temido en gran medida la l egada de

aquel os extranjeros, me refiero al sacerdote del dios Huitzilopochtli, últimamente se había sentido muy

animado al saber que no estaba a punto de ser depuesto al regreso de Quetzalcóatl. Pero quedó

consternado de nuevo cuando este último mensajero veloz también informó de otras cosas:

-En cada ciudad, en cada pueblo y en cada aldea a lo largo del camino hacia Tenochtitlan, los bárbaros

caxtiltecas han destruido todos los templos teocali, han derribado las pirámides tlamanacali y han volcado y

destruido las estatuas de todos y cada uno de nuestros dioses y diosas. Y en su lugar los extranjeros han

erigido toscas efigies de madera de una mujer blanca sosamente remilgada que sostiene en los brazos a un

bebé blanco. Estas imágenes, dicen los bárbaros, representan a la madre mortal que dio a luz a un niño

dios, y son los cimientos de su religión, l amada Crixtanóyotl.

Así que nuestro sacerdote se retorció un poco más las manos. Por lo visto estaba fatalmente condenado a

que se le desplazara de todos modos... y ni siquiera por uno de los antiguos dioses de nuestra propia tierra,

uno que tenía grandeza y estatura, sino por una nueva religión incomprensible que, evidentemente, rendía

culto a una mujer corriente y a un niño carente de ingenio.

Aquel mensajero fue el último que l egó hasta nosotros desde Tenochtitlan o desde cualquier otro lugar de

las tierras de los mexicas que trajera lo que podíamos asumir como noticias dignas de crédito y autorizadas.

Después sólo oímos rumores que se propagaban de una comunidad a otra y que acababan por l egar hasta

nosotros por medio de algún viajero que recorría la región o que remaba en una canoa acali costa arriba.

De todos esos rumores había que cribar lo imposible y lo ilógico, milagros y presagios supuestamente

vistos por sacerdotes y clarividentes, exageraciones atribuibles a las supersticiones de la gente común, esa

clase de cosas, porque, de todos modos, lo que quedaba después de la criba que podía reconocerse por lo

menos como posible, ya resultaba de por sí bastante espantoso.

En el transcurso del tiempo oímos decir, y no teníamos motivos para no creerlas, las siguientes cosas: que

Moctezuma había muerto a manos de los caxtiltecas; que los dos Portavoces Venerados que le habían

sucedido, aunque por poco tiempo, también habían perecido; que la ciudad de Tenochtitlan, -casas,

palacios, templos, mercados, incluso la imponente icpac tlamanacali , la Gran Pirámide- había sido

derribada y reducida a escombros; que las tierras de los mexicas y de sus naciones tributarias ya eran

propiedad de los caxtiltecas; que cada vez venían más casas flotantes del otro lado del mar Oriental y

vomitaban un número mayor de aquel os hombres blancos, y que aquel os guerreros extranjeros se

extendían en abanico hacia el norte, el oeste y el sur para seguir conquistando y sometiendo a otros

pueblos y tierras más lejanos. Y según estos rumores, dondequiera que fueran los caxtiltecas apenas

necesitaban hacer uso de sus letales armas.

-Deben de ser sus dioses, esa mujer blanca con el niño, que Mictlan maldiga, quienes hacen la carnicería

-nos dijo un informador-. Infligen a poblaciones enteras enfermedades que matan a todos excepto a los

hombres blancos.

-Y son enfermedades horribles -nos informó otro transeúnte-. He oído decir que la piel de las personas se

l ena de forúnculos y pústulas espantosas, y que sufren agonías indecibles durante mucho tiempo antes de

que la muerte los libere piadosamente.

-Hordas enteras de nuestra gente se mueren de esa plaga -nos explicó otro-. Pero los hombres blancos

parecen inmunes. Tiene que ser un encantamiento maligno realizado por la diosa y el diosecito.

También oímos decir que a los supervivientes útiles, ya fueran hombres, mujeres o niños, dentro de

Tenochtitlan y en sus alrededores, se los obligaba a realizar trabajos de esclavo, y que se utilizaba cualquier

material que pudiera rescatarse de entre las ruinas para reconstruir la ciudad. Pero ahora ésta iba a ser

conocida, por orden de los conquistadores, como la Ciudad de México. Seguía siendo la capital de lo que

había sido el Unico Mundo, pero éste, por orden de los conquistadores, de al í en adelante se l amaría

Nueva España. Y según decían los rumores, la nueva ciudad no se parecía en nada a la vieja; los edificios

eran de diseño muy complejo y tenían una ornamentación que los caxtiltecas debían de hacer para recordar

a su Vieja España, dondequiera que estuviese.

Cuando finalmente l egó hasta nosotros, los de Aztlán, la voz de que los hombres blancos estaban luchando

para subyugar los territorios de los pueblos otoml y purepecha, esperábamos que aquel os intrusos l egaran

pronto hasta el umbral, por así decirlo, de nuestras tierras, porque el límite norte de la tierra de los

purepechas, l amada Michoacán, no está a más de noventa y una carreras largas de Aztlán. Sin embargo

los purepechas opusieron una fiera e incansable resistencia que mantuvo a los invasores atascados al í, en

Michoacán, durante varios años. Mientras tanto el pueblo otoml simplemente se derritió ante los atacantes y

les permitió tomar aquel país con todo lo que tuviera de valor. Y no tenía mucho para nadie, ni siquiera para

los rapaces caxtiltecas, porque no era ni es mas que lo que l amamos la Tierra de los Huesos Muertos:

Árida, inhóspita y desierta, como lo es también toda la región situada al norte de Michoacán.

Así que finalmente los hombres blancos se dieron por satisfechos y detuvieron su avance en el límite

meridional de aquel nada hermoso desierto (lo que el os l aman el Gran Lugar Yermo). En otras palabras,

establecieron la frontera septentrional de su Nueva España a lo largo de una línea que se extendía por el

oeste desde el lago Chapalan hasta la costa del mar Oriental aproximadamente, y así ha permanecido

hasta el día de hoy. Dónde quedó por fin establecida la frontera meridional de Nueva España, no tengo ni

idea. Sí sé que algunos destacamentos de los caxtiltecas conquistaron y se asentaron en los territorios, que

en otro tiempo fueron de los mayas, de Uluúmil Kutz y Quautemalan, y todavía más al sur en las ardientes y

humeantes Tierras Calientes. En otro tiempo, los mexicas habían comerciado con esas tierras, pero a pesar

de su enorme poder no habían tenido deseos de quedárselas o habitarlas.

Durante los azarosos años cuya crónica he esbozado aquí, también tuvieron lugar otros acontecimientos

concernientes a mi propia juventud, que eran más de esperar y menos de hacer época. El día en que

cumplí siete años me l evaron ante el viejo y apergaminado tonalpoqui de Aztlán, el que pone los nombres,

para que pudiera consultar el libro tonálmatl de nombres (y sopesar todos los augurios, buenos y malos,

que concurrieron a la hora de mi nacimiento) y así fijar en mí el apelativo que l evaría para siempre desde

entonces. Mi primer nombre, naturalmente, había de ser simplemente el del día en que vine al mundo:

Chicuace-Xóchitl, Seis-Flor. De segundo nombre, el viejo vidente eligió para mi, por tener "buenos

portentos", según él, Téotl-Tenamaxtli, Aguerrido y Fuerte como la Piedra.

Al mismo tiempo que me convertí en Tenamaxtli comencé mi escolarización en las dos telpochcaltin de