de viviendas nativas, la que se l amaba San Pablo Zoquipan. Mientras caminábamos, Netzlin me explicó
que, después de que su esposa y él decidieran asentarse en la Ciudad de México, a él lo habían puesto
inmediatamente a trabajar en la reparación de los acueductos que l evaban agua potable a la isla. Apenas si
le pagaban lo suficiente para comprar comida de maíz, de la cual Citlali hacia atoli, y vivían alimentándose
sólo de esas gachas. Pero luego, cuando Netzlin pudo demostrar al tepizqui de su barrio que Citlali y él
tenían otros medios mejores para ganarse la vida, se le concedió permiso para establecerse por su cuenta.
-Tepizqui -repetí-. Esa es claramente una palabra de la lengua náhuatl, pero nunca la había oído antes. Y
barrio en español significa una parte de la comunidad, un vecindario pequeño dentro de el a, ¿no es así?
-En efecto. Y el tepizqui es uno de nosotros. Es decir, es el funcionario mexica responsable de hacer que su
barrio observe las leyes de los hombres blancos. El, desde luego, tiene que dar cuenta ante un funcionario
español, un alcalde que gobierna la colación entera de barrios, a sus distintos tepizque y a toda su gente.
De modo que Netzlin le había demostrado a su tepizqui lo duchos y mañosos que eran su mujer y él en
tejer cestos. El tepizqui había ido a informar de el o al alcalde español, que a su vez pasó la información a
su superior, que era el corregidor, y este funcionario a su vez informó de el o al gobernador de la
encomienda del rey, que, como yo ya sabía, comprendía todos los barrios, zonas y habitantes de la Ciudad
de México. El gobernador presentó el asunto a la Audiencia la siguiente vez que se reunió en Consejo y,
finalmente, volviendo otra vez hacia atrás por todos aquel os retorcidos canales, l egó una concesión real
que concedía a Netzlin licencia para utilizar el puesto del mercado donde yo lo había encontrado.
-Hay que ver lo que tiene que conferenciar y perder el tiempo un hombre, lo que ha de soportar sólo para
vender el trabajo que hace con sus propias manos -le dije.
Netzlin se encogió de hombros todo lo que pudo bajo el peso de la carga que l evaba.
-Por lo que yo sé, las cosas eran casi igual de complicadas aquí cuando ésta era la ciudad de Moctezuma.
De cualquier modo, la concesión me exime de que me hagan ir a la fuerza a hacer trabajos fuera.
-¿Qué te decidió a fabricar los cestos en lugar de eso? -le pregunté.
-Pues mira, es el mismo trabajo que Citlali y yo hacíamos en Tépiz. Los juncos y las cañas que
arrancábamos de los pantanos salobres del norte no eran muy diferentes de los que crecen en los lechos
de los lagos que hay por aquí. Los juncos y las hierbas de los pantanos son en realidad las únicas plantas
que crecen por aquí en las oril as, aunque me han dicho que en otro tiempo éste fue un val e muy fértil y
verde. Asentí.
-Ahora sólo apesta a barro y a moho.
-De noche camino penosamente entre el fango y cojo los juncos y el mimbre -continuó explicándome
Netzlin-. Citíali teje durante el día, mientras yo estoy en el mercado. Nuestros cestos se venden bien,
porque están mejor hechos y son más bonitos que los que hacen los pocos tejedores que hay aquí. Los
amos de las casas españolas, sobre todo, prefieren nuestras mercancías.
Aquel o era interesante. Decidí indagar.
-Entonces... ¿has tenido tratos con los residentes españoles? ¿Has aprendido a hablar su lengua?
-Sólo un poco -respondió sin lamentarlo-. Yo trato con los criados: cocineras, fregonas, lavanderas y
jardineros. El os son de nuestra propia gente, así que no necesito para nada ese lenguaje balbuceante de
los hombres blancos.
Bien, pensé, tener acceso a su servidumbre podría ser incluso más útil a mis propósitos que conocer a los
propios amos de las casas españolas.
-De todos modos -continuó diciendo Netzlin-, Citlali y yo nos ganamos la vida mejor que la mayoría de los
vecinos de nuestro barrio. Comemos carne o pescado por lo menos dos veces al mes. En cierta ocasión
incluso compartimos una de esas raras y caras frutas que los españoles l aman limón.
-¿Es a eso a todo lo que aspiras en la vida, cuatl Netzlin? -le pregunté-. ¿A ser tejedor y vendedor de
cestos? Netzlin pareció auténticamente sorprendido.
-Es lo que siempre he sido.
-Supón que alguien te ofreciera l evarte a la guerra y a la gloria. Liberar al Unico Mundo de los hombres
blancos. ¿Qué dirías a eso?
-¡Ayya, cuatl Tenamaxtli! Los blancos son los que compran mis cestos. Son el os quienes me ponen la
comida en la boca. Si alguna vez deseo librarme de el os, lo único que tengo que hacer es volver a Tépiz.
Pero al í nunca nadie me pagó tan bien los cestos. Y además no tengo experiencia de guerra. Y ni siquiera
alcanzo a imaginar qué pueda ser la gloria.
Abandoné la idea de reclutar a Netzlin como guerrero, pero todavía podía serme útil para infiltrarme en los
aposentos de los criados de alguna mansión española. Sin embargo, siento decir que Netzlin no sería el
último recluta en potencia que rehusaría unirse a mi campaña basándose en que se había vuelto
dependiente del patronazgo de los hombres blancos. Cada uno de aquel os que lo hicieron pudo haberme
citado, si es que lo había oído alguna vez, aquel viejo proverbio español que dice que un lisiado tendría que
estar loco para romper su propia muleta. O, para describir con más exactitud a los hombres que alegasen
ese motivo para esquivar servir a mi causa, podría yo decir de el os lo que he oído decir a algunos
españoles maleducados: que antes que eso prefería lamer el culo del patrón.
Llegamos al barrio de Netzlin en San Pablo Zoquipan, uno de los que no eran demasiado sórdidos; se
encontraba en las afueras de la ciudad. Netzlin me dijo, con cierto orgul o, que Citlali y él se habían
construido su propia casa, como lo habían hecho la mayoría de sus vecinos, con sus propias manos y a
base de esos ladril os de barro secados al sol que en español se l aman adobes. También me indicó con
orgul o la cabaña de vapor de adobe que había al final de la cal e, para cuya construcción se habían unido
todos los residentes del lugar.
Entramos en la pequeña morada de dos habitaciones a través de una cortina que cerraba la entrada, y me
presentó a su esposa. Citlali tenía más o menos su misma edad -yo calculé que ambos tendrían alrededor
de treinta años-, una cara dulce y disposición alegre. Además, y de el o me di cuenta en seguida, el a era
tan inteligente como él obtuso. Cuando l egamos andaba muy atareada trabajando en un cesto que
acababa de empezar, aunque estaba en avanzado estado de gestación y tenía que agacharse alrededor
del vientre, por así decirlo, en aquel suelo de tierra que era su lugar de trabajo. Contacto, creo yo, le
pregunté que si en su delicado estado era conveniente hacer un trabajo manual.
Se echó a reír y me dijo sin apuro alguno:
-En realidad la barriga me es más una ayuda que un estorbo. Me las ingenio para utilizarla como molde a
fin de dar forma a cestos de cualquier tamaño: desde los pequeños y planos hasta los más voluminosos.
-¿Qué clase de alojamiento has encontrado tú, Tenamaxdi? -me preguntó Netzlin.
-Estoy viviendo de la caridad de los cristianos, en el Mesón de San José. Quizá hayáis oído hablar de él.
-Sí, lo conocemos -asintió Netzlin-. Citlali y yo utilizamos ese refugio durante unas cuantas noches cuando