tendré a ninguno más que a Jesucristo.
En aquel os momentos de tristeza la niña estaba casi encantadora, y desde luego resultaba digna de
lástima. No hubiera podido negarme a aquel a tímida y tierna súplica aunque lo hubiera querido. Así que
acordamos encontrarnos en un lugar privado después de anochecer, y al í le proporcioné todo lo que el a
quería recordar.
Sin embargo, a pesar de su ávida colaboración nuestro acoplamiento no resultó fácil. Primero, cosa que ya
habría tenido que esperarme, descubrí que la ropa de estilo español, tanto la mía como la suya, resultaba
difícil de quitar con cierta gracia. Requería incómodas contorsiones que disminuían considerablemente la
gratificación de dos personas desnudándose. A continuación, el tamaño de su cuerpo, comparado con el
mío, resultó ser una desventaja. Yo soy bastante más alto que casi todos los demás hombres aztécatl y
mexícatl (según mi madre, yo había heredado mi estatura de mi padre, Mixtli), y, como ya he dicho, a pesar
de sus proporciones femeninas, Rebeca era una niña muy bajita. Aquél era su primer intento de realizar el
acto, y bien hubiera podido ser el primero para mi a juzgar por la torpeza con que lo hicimos aquel a noche.
Rebeca, sencil amente, no pudo separar las piernas lo bastante como para que yo me introdujera entre
el as como es debido, así que mi tepuli sólo pudo introducir la punta en su tipili. Después de mucha
frustración mutua, al final nos decidimos por hacerlo a la manera de los conejos, el a apoyada en los codos
y las rodil as y yo cubriéndola desde arriba y por detrás; aunque aun así sus extraordinarias nalgas
resultaban un considerable estorbo.
Si que aprendí dos cosas de aquel a experiencia. Rebeca era todavía más negra de piel en las partes
íntimas que en el resto, pero cuando se abrieron los negros labios de al í abajo, era tan rosa como una flor,
igual que las demás hembras que yo había conocido íntimamente. Además, como Rebeca era virgen
cuando empezamos, al terminar había una pequeña mancha de sangre, y descubrí que su sangre era tan
roja como la de cualquiera. Desde entonces me he sentido inclinado a creer que todas las personas, sea
cual sea su color externo, por dentro están hechas de la misma carne.
Y Rebeca tuvo tal deleite en su primer ahuilnema que después de aquel o lo hicimos en todas las ocasiones
que se nos presentaron. Le enseñé algunos de los recursos más cómodos y placenteros que yo había
aprendido de aquel a auyanimi en Aztlán y que luego había perfeccionado en la práctica con mi prima
Améyatl. Así que Rebeca y yo a menudo disfrutamos el uno del otro, incluso la misma noche antes del día
en que el obispo Zumárraga la ungió a el a y a varias de sus hermanas huérfanas en el rito de la
confirmación.
No asistí a aquel a ceremonia, pero sí que vislumbré a Rebeca con su túnica ceremonial. Tengo que decir
que estaba más bien cómica: sus manos y su cabeza, de un color medio negro medio marrón, hacían un
severo contraste con la túnica, tan blanca como el único rasgo blanco de Rebeca, los dientes, que
resplandecían en una sonrisa mezcla de excitación y nerviosismo. Y desde aquel día nunca volví a tocarla,
ni siquiera a verla, porque el a no volvió a salir del Refugio de Santa Brígida.
9
-¿A cuántos patos ha matado hoy? -le pregunté con cierta falta de confianza en mi mismo.
-Caray, cientos! Y a tenazón -me contestó él sonriendo con orgul o-. Y además unos gansos y cisnes.
Bien, él me había entendido al preguntarle yo que cuántos patos había matado aquel día, y también yo
había entendido su respuesta: "Ah, cientos! Y sin apuntar siquiera. Y además algunos gansos y cisnes."
Era la primera vez que yo ponía a prueba mi dominio del español con alguien que no fuera mi profesor o
mis compañeros de clase. Aquel joven era un soldado que montaba guardia para cazar aves junto al lago;
parecía amigable, quizá porque yo l evaba atuendo español y él me tomó por alguna clase de criado
domesticado y cristianizado. Continuó hablando:
-Por supuesto, no comemos los cisnes. Demasiado duro a mancar.
Se tomó grandes molestias con tal de dejarme aquel o bien claro, y para el o se puso a mover la mandíbula
de un modo exagerado. "Desde luego, no nos comemos los cisnes. Son demasiado duros de masticar."
Yo me había acercado al í al lago en otras ocasiones para observar lo que Pochotí había l amado los
"métodos raros pero efectivos" empleados por los españoles para cazar las aves acuáticas que descendían
al lago cada crepúsculo. Ciertamente era un método extraño, y lo hacían con el palo de trueno (l amado
propiamente arcabuz), pero en verdad era efectivo. Ataban firmemente un considerable número de
arcabuces a unos postes hundidos en la oril a del lago, armas que apuntaban directamente hacia el agua.
Otra batería de arcabuces se ataba de igual modo a estacas, pero apuntando hacia arriba desde varios
ángulos y en diversas direcciones. Tan sólo un soldado atendía y disparaba aquel as armas. Primero tiraba
de un cordel y los arcabuces igualados disparaban sus destel os y sus humos con estruendo hacia toda la
superficie del lago, matando a muchos de los pájaros que flotaban al í y asustando al resto, que levantaban
el vuelo de repente. Cuando esto ocurría, el cazador tiraba de otro cordel y los arcabuces inclinados hacia
arriba que apuntaban en distintas direcciones disparaban todos a la vez abatiendo a verdaderos enjambres
de las aves que estaban en el aire. Luego el soldado recorría todas las armas haciéndoles algo en la parte
delantera de los tubos y otra cosa en la parte trasera. Cuando había completado esa tarea, los pájaros ya
se habían calmado y habían vuelto a posarse sobre el agua, y la doble matanza comenzaba otra vez.
Finalmente, antes de que se hiciera de noche por completo, el cazador enviaba barqueros en canoas
acaltin para recoger los pájaros muertos que flotaban.
Aunque yo había presenciado este procedimiento en varias ocasiones, aquél a era la primera vez que tenía
el valor de hacer preguntas sobre el o.
-Nosotros, los indios, sólo utilizamos redes -le dije al joven soldado-, y hacemos que los pájaros se metan
en el as. Vuestro método es mucho más gratificante. ¿Cómo funciona?
-Muy simple -me informó-. Se ata un cordel al gatil o de cada uno de los arcabuces que están al mismo
nivel. -Esto ya me extrañó, porque gatil o significa gato pequeño o gatito-. Todos esos cordeles se atan a su
vez a un cordel único del que yo tiro y disparo todas esas armas a la vez. Y del mismo modo se atan
cordeles a los gatil os de los que apuntan hacia arriba...
-Eso ya lo he visto -le indiqué-. Pero ¿cómo funciona el arcabuz en sí?
-Ah -dijo él; y l eno de orgul o me condujo hasta donde se encontraba una de las armas apostadas, se
arrodil ó al lado y empezó a señalar-. Esta cosita de aquí es el gatil o. -Se trataba de un pedacito de metal
que sobresalía por debajo de la parte de atrás del arcabuz; tenía forma de media luna y había que tirar de él
con un dedo o, en este caso, un cordel, y estaba dentro de una protección de metal, evidentemente para
impedir que se disparase por accidente-. Y esto de aquí es la rueda, que un muel e que tú no puedes ver
hace girar aquí, dentro de la cámara.
La rueda era justo eso, una rueda, pero pequeña, aproximadamente del tamaño de una moneda ardite,
hecha de metal y estriada con pequeños dientes alrededor.