Aztlán, la Casa de Acumular Fuerza y la Casa de Aprender Modales. Cuando cumplí los trece años y vestí
el taparrabos de la virilidad, me gradué en esas dos escuelas inferiores y asistí sólo a la szalmécac de la
ciudad, donde sacerdotes importados de Tenochtitlan, que eran a la vez profesores, enseñaban el arte de
conocer las palabras y muchas otras materias: historia, medicina, geografía, poesía... casi cualquier clase
de conocimiento que un discípulo deseara poseer.
-También es hora -me dijo mi tío Mixtzin el día en que cumplí trece años- de que celebres otro tipo de
graduación. Ven conmigo, Tenamaxtli.
Me acompañó por las cal es hasta el mejor anyanicati de Aztlán y, de las numerosas hembras que residían
al í, eligió la más atractiva, una chica casi tan joven y casi tan bel a como la propia Améyatl, la hija de mi tío,
y le recomendó:
-Este joven se hace hombre hoy. Querría que le enseñases todo lo que un hombre debe saber acerca del
acto de ahuilnema. Dedica la noche entera a su educación.
La muchacha sonrió y respondió que así lo haría. Y lo hizo. Debo decir que disfruté completamente con sus
atenciones y con las actividades de la noche, y por el o le quedé poderosamente agradecido a mi generoso
tío. Pero también debo confesar que, sin que él lo supiera, yo ya había estado saboreando de antemano
aquel os placeres durante algunos meses antes de merecer el taparrabos viril.
Así las cosas, durante aquel os años y los que siguieron, Aztlán nunca fue visitada ni siquiera por una
patrul a perdida de las fuerzas caxtiltecas, ni lo fueron ninguna de las comunidades con las cuales nosotros,
los aztecas, nos comunicábamos. Desde luego, las tierras al norte de Nueva España habían estado
siempre escasamente pobladas en comparación con las tierras del centro. No me habría sorprendido si, al
norte de nuestras tierras, existieran tribus ermitañas que aún no hubieran ni oído ni siquiera que el Unico
Mundo había sido invadido o que existía algo como hombres de piel blanca.
Aztlán y esas otras comunidades se sintieron, naturalmente, aliviadas al comprobar que los conquistadores
no las molestaban, pero también hal amos que aquel a seguridad nuestra basada en el aislamiento l evaba
consigo algunas desventajas. Puesto que nosotros y nuestros vecinos no queríamos atraer la atención de
los caxtiltecas, no enviamos a ninguno de nuestros mercaderes viajeros pochtecas, ni siquiera a algún
mensajero veloz, para que se aventurasen a cruzar la frontera de Nueva España. Aquel o significó que
nosotros nos quedamos voluntariamente apartados de cualquier comercio con las comunidades situadas al
sur de aquel a línea. Y aquel os habían sido antes los mejores mercados para vender nuestros productos
cultivados y fabricados en casa: leche de coco, dulces, licor, jabón, perlas y esponjas; y de esas
comunidades nos habíamos procurado artículos que no se encontraban en nuestras tierras: toda clase de
comodidades, desde granos de cacao hasta algodón, incluso la obsidiana que necesitábamos para
nuestras herramientas y armas. Así que los jefes de diversos pueblos de nuestro alrededor, Yakóreke,
Tépiz, Tecuexe y otros, empezaron a enviar discretos grupos de exploradores en dirección sur. Iban en
grupos de tres; uno de el os siempre era una mujer, iban desarmados y sin armadura y l evaban ropa
sencil a de campesinos para así aparentar ser sencil a gente de campo que caminaban denodadamente
para dirigirse a alguna inocua reunión familiar en alguna parte. No l evaban consigo nada que pudiera
levantar las sospechas o la rapacidad de ningún soldado fronterizo caxtilteca; normalmente no l evaban
más que una bolsa de cuero que contenía agua y otra de pinoli para l evar las provisiones del viaje.
Los exploradores avanzaban con aprensión comprensible sin saber qué peligros podrían encontrar en el
camino. Pero también iban l enos de curiosidad, y su misión consistía en informar al regreso a sus jefes de
lo que hubieran visto acerca de la vida en las tierras centrales, en los pueblos y ciudades y, en especial, en
la Ciudad de México, ahora que todo estaba gobernado por los hombres blancos. De aquel os informes
dependería la decisión de nuestros pueblos: bien iniciar una aproximación y aliarnos con los
conquistadores, con la esperanza de reanudar el comercio normal y el intercambio social; bien permanecer
apartados, inadvertidos e independientes, aunque por el o más pobres; o bien concentrarnos en reunir
fuerzas poderosas, defensas inexpugnables y un arsenal de armas para luchar por nuestras tierras cuando
los caxtiltecas l egaran a venir, si es que venían.
Bien, con el tiempo casi todos los exploradores fueron regresando a intervalos, ilesos y a salvo de cualquier
infortunio, ya fuera a la ida o a la vuelta. Sólo uno o dos grupos habían l egado a ver un centinela fronterizo,
pero excepto que los exploradores habían quedado sobrecogidos de pavoroso respeto al ver por primera
vez a un hombre blanco de carne y hueso, no tenían nada que informar acerca del hecho de cruzar la
frontera. Aquel os guardias los habían ignorado como si no fueran más que lagartos del desierto que iban
en busca de un nuevo terreno donde buscar comida. Y por toda Nueva España, en el campo, en las aldeas,
en los pueblos y ciudades, incluida la Ciudad de México, no habían visto -ni habían oído de boca de
ninguno de los habitantes de aquel os parajes- evidencia alguna de que los señores dominadores fueran,
en nada, más estrictos o severos de lo que habían sido los gobernantes mexicas.
-Mis exploradores -dijo Kévari, tlatocapili de la aldea de Yakóreke- me informan de que a todos los pipiltin
supervivientes de la corte de Tenochtitlan, y a los herederos de aquel os señores que no l egaron a
sobrevivir, se les ha permitido conservar las tierras y demás propiedades de sus familias, así como sus
privilegios de nobles. Se les ha tratado con gran indulgencia por parte de los conquistadores.
-Sin embargo, excepto esos pocos que se siguen considerando señores o nobles -intervino Teciuapil, jefe
de Tecuexe-, ya no quedan pipiltin. Ni macehualtin de la clase obrera ni siquiera tíacotin esclavos. Nuestra
gente es considerada igual, y todos trabajan en lo que aquel os hombres blancos les ordenan hacer. Eso
me han dicho mis exploradores.
-Sólo uno de mis exploradores ha regresado -dijo Tototl, jefe de Tépiz-. Y me informa de que la Ciudad de
México está casi terminada, excepto algunos edificios grandiosos que siguen en construcción. Desde luego,
ya no son templos de los antiguos dioses. Pero los mercados, me ha dicho, son como hormigueros
florecientes. Por eso mis otros dos exploradores, un matrimonio, Netzlin y Citlali, prefirieron quedarse al í a
probar fortuna.
-No me sorprende -gruñó mi tío Mixtzin, a quien los demás jefes habían venido a informar-. Semejantes
patanes campesinos nunca, en su vida, habrían visto una ciudad. No es de extrañar que den informes
favorables de los nuevos gobernantes. Son demasiado ignorantes para hacer comparaciones.
-¡Ayya! -bufó Kévari-. Por lo menos nosotros y nuestro pueblo hicimos un esfuerzo por investigar, mientras
tus aztecas y tú os quedasteis sentados aquí, muy complacidos.
-Kévari tiene razón -opinó Teciuapil-. Acordamos que todos nosotros, los jefes, nos reuniríamos,
hablaríamos de lo que nos hubiéramos enterado y luego decidiríamos nuestra línea de actuación con