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¿Una mujer? ¿Una mujer que exigía insistentemente hablar conmigo? Que yo fuera capaz de recordar, la

única hembra que podía estar buscándome a medianoche era la niña mulata Rebeca, cosa bastante poco

probable. De todos modos, el guardián la había l amado "vieja bruja"... Desconcertado, lo seguí hasta la

puerta delantera y salí a la cal e; y al í estaba de pie una mujer, vieja verdaderamente, y no era nadie que yo

hubiera visto antes. Las lágrimas le corrían por las numerosas arrugas de la cara al tiempo que me decía en

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-Soy la partera de Citlali, la joven amiga tuya. El bebé ha nacido, pero el padre ha muerto.

Quedé impresionado, pero no tanto como para no corregirle:

-Querrás decir la madre, supongo.

Incluso yo sabía que la mujer de aspecto más sano podía morir al dar a luz, pero me produjo un gran dolor

en el corazón que le hubiera ocurrido a la querida Citlali.

-¡No, no! El padre. Netzlin.

-¿Qué? ¿Cómo ha podido ser? -Entonces recordé que él estaba ansioso en extremo por ver nacer a un hijo

suyo-. ¿Ha muerto de la excitación? ¿Del golpe de las manos de un dios?

-No, no. Él aguardaba en la habitación delantera, paseando. En el instante en que la criatura dio el primer

grito en la otra habitación, Netzlin lanzó un rugido de triunfo y salió con estrépito por la puerta a la cal e

bramando "Tengo un hijo!", aunque todavía ni siquiera había visto a la criatura.

-Bueno, ¿y qué? ¿Volvió y se encontró con una hija en vez de con un hijo? ¿Y eso lo ha matado?

-No, no. Reunió a los hombres del barrio, compró mucho octli para ofrecérselo y se emborracharon, pero él

mucho más que los demás.

-¿Y eso lo ha matado? -le pregunté en tono exigente, pues ya empezaba a sentirme frustrado-. Vieja

madre, nunca l egarás a ser una buena narradora de historias. Mejor ser que sigas haciendo de

comadrona.

-Pues... sí. Pero después de esta noche, creo que quizá incluso deje esa humilde profesión y...

-¿Quieres continuar? -le grité, pues yo ya no podía dejar de bailar a causa de la impaciencia que sentía.

-Sí, sí. Podría decirse que fue la bebida lo que mató al pobre y borracho Netzlin. Lo capturaron los soldados

de la patrul a nocturna. Lo golpearon y le hicieron tantos cortes que le provocaron la muerte.

Yo estaba demasiado aturdido para decir nada. La vieja partera continuó hablando:

-Los vecinos vinieron a decírnoslo. Citlali ya estaba cerca del frenesí, y la noticia de la muerte de Netzlin,

además de lo que ha ocurrido en el parto, estuvo a punto de volverla loca. Sin embargo, fue capaz de

decirme dónde encontrarte y...

-¿A qué te refieres al decir además de lo que ha ocurrido en el parto? ¿Le ha producido daños? ¿Sufre

dolores? ¿Está en peligro?

-Tú ven conmigo, Tenamaxtli. El a necesita consuelo. Te necesita. En lugar de seguir haciendo preguntas

frenéticas y obtener respuestas chochas que casi me estaban volviendo a ni frenético, dije:

-Muy bien, vieja madre, démonos prisa.

Al aproximarnos a la casa sin iluminar no oímos gritos, gemidos ni ningún otro sonido de desazón que

procedieran del interior de la misma. Pero dejé que la vieja me precediera y me quedé esperando en la

habitación delantera mientras el a entraba de puntil as en la otra. Regresó con un dedo puesto en los labios

y me susurró:

-Por fin duerme.

-¿No está muerta? -le pregunté con una especie de grito en voz baja.

-No, no. Sólo está dormida, y eso es bueno. Pero ahora ven, sin hacer ruido, a ver al recién nacido.

También duerme.

Con unas tenazas cogió una ascua del hogar y lo usó para encender una lámpara de aceite de coco, y

ayudándose de el a me condujo hasta la habitación donde dormía Citlali. En una caja acolchada con paja

que había junto al jergón que el a ocupaba se encontraba el bebé, pulcramente envuelto; la comadrona

levantó la lámpara para que yo pudiera mirarlo. A mí me pareció como cualquier recién nacido: rojo, crudo y

tan arrugado como la comadrona, pero al parecer entero, con todos los apéndices de rigor, el número

apropiado de orejas, dedos y todas esas cosas. Le faltaba el pelo, eso es cierto, pero no había nada raro en

el o.

-¿Por qué querías que lo viera, vieja madre? -le susurré-. He visto otros recién nacidos antes, y éste no me

parece especialmente diferente.

-Ayya, amigo Tenamaxtli, no tiene ojos. -¿Es ciega la criatura? ¿Cómo lo has sabido?

-No sólo ciega. No tiene ojos. Mira con más atención.

Como la criatura estaba dormida, yo había dado por sentado que tenía los párpados cerrados. Pero ahora

pude ver que las pestañas cerradas no formaban una línea. Donde hubiera debido haber párpados, la

cuenca de cada ojo estaba cubierta, desde las casi imperceptibles cejitas hasta los pómulos, con la misma

piel delicada que cubría el resto de la cara. Sólo estaba ligeramente hundida donde hubieran debido estar

los oculares.

-Por toda la oscuridad de Mictían -murmuré entre dientes, horrorizado-. Tienes razón, vieja madre. Es un

monstruo.

-Por eso Citlali estaba tan disgustada incluso antes de recibir la noticia de la muerte de Netzlin. Por lo

menos él se ahorró conocer esto. -Titubeó y luego me preguntó-: ¿Te parece que lo arroje al canal?

Eso habría sido lo más piadoso tanto para Citlali como para el recién nacido. En realidad era lo que había

que hacer de forma obligatoria, de acuerdo con las costumbres del Unico Mundo. A los niños que nacían

defectuosos, ya fuera de cuerpo o de intelecto, se los desechaba inmediatamente después de descubierto

el defecto. Era lo natural y lo que se esperaba que se hiciera a fin de que aquel os seres no crecieran para

ser una carga para si mismos y para la propia comunidad. O, lo que es peor, quizá para traer al mundo

otros niños igualmente defectuosos. Nadie l oraba, lamentaba ni cuestionaba que aquel os desafortunados

se eliminaran. Resultaba demasiado claro que era necesario mantener sin diluir las mejores cualidades

físicas y mentales de la raza. Una nación, el Pueblo Nube de Uaxyácac, famosa por su bel eza, incluso se

deshacía de los niños recién nacidos que eran sencil amente feos. Sin embargo, me recordé a mi mismo

que aquel o ya no era el Unico Mundo, libre para seguir sus propias tradiciones antiquísimas y sabias. Yo

sabia que los cristianos dejaban que sus variopintos y despreciados retoños mestizos vivieran y crecieran,

incluso aquel os desgraciados de tez manchada de marrón y blanco que el os l amaban pintojos, de quienes

todos los de cualquier otro color desviaban la mirada con repulsión. Así que probablemente habría una ley

cristiana que requiriese que cualquier criatura, aunque fuera ilegítima y, por un simple motivo práctico, no

deseada, debía mantenerse viva y criarse a cualquier coste, para desgracia de sí misma, de sus padres y

del resto de la sociedad. Yo no estaba seguro de que existiera tal ley; tendría que acordarme de preguntarle

a Alonso si los cristianos verdaderamente eran tan insensibles, despiadados e inmisericordes. De todos

modos, el destino de aquel a pobre criatura no hacía falta decidirlo aquel a misma noche, así que le dije a la

comadrona:

-No soy yo a quien le corresponde decirlo. Lo más probable es que Netzlin te habría dicho que te

deshicieras de él. Pero ya no está entre nosotros, y Citilali es su única progenitora. Esperaremos a que se

despierte.

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-Deseo conservar a la criatura -me confió Citlali después de despertarse, de que yo le hubiera dicho

algunas palabras de consuelo y ánimo y de que el a hubiera sido capaz de considerar los dos súbitos