soldado cazador de aves, que la mezcla no se componía por igual de negro, blanco y amaril o. Pero tenía
que empezar por alguna parte, y aquel primer intento había sido un éxito al menos en un aspecto
importante. La nube de humo azul olía exactamente igual que el humo que había salido de los arcabuces
colocados en la oril a del lago. De modo que aquel cristal derivado de la orina femenina debía de ser el
tercer elemento necesario para fabricar pólvora. Ahora sólo tenía que probar diversas proporciones de
aquel os ingredientes hasta conseguir el equilibrio apropiado. Mi principal problema, evidentemente, sería
procurarme la cantidad suficiente de aquel os cristales de xitli. Hasta se me pasó por la cabeza pedirles a
aquel os niños que me trajeran los axixcaltin de sus madres. Pero deseché la idea, ya que originaría
muchas preguntas por parte de los vecinos... la primera de el as por qué un demente andaba suelto por sus
cal es.
Pasaron varios meses durante los cuales continué hirviendo orina a la menor oportunidad, hasta el punto de
que se podría decir que el vecindario ya se había acostumbrado al olor, pero a mí personalmente me ponía
enfermo de asco. De todos modos, aquel as penalidades daban realmente como fruto los cristales, aunque
aún en cantidades diminutas, por lo que se me hacía difícil probar las diferentes medidas del polvo blanco y
de los otros dos colores. Guardaba un registro de los experimentos que l evaba a cabo, apuntándolos en un
pedazo de papel que tenía mucho cuidado de no extraviar. Hice la siguiente lista: dos partes de negro, dos
de amaril o y una de blanco; tres partes de negro, dos de amaril o y una de blanco; y así sucesivamente.
Pero ninguna de las mezclas que probaba daba resultado más alentador que la primera vez, en la que las
porciones habían sido una, una y una. Es decir, que la mayor parte de las mezclas sólo proporcionaban una
chispa, una efervescencia y un poco de humo, y algunas de el as no dieron resultado alguno.
Mientras tanto yo le había explicado al notario Alonso por qué dejaba de asistir a las clases del colegio. El
convino conmigo en que mi fluidez en español mejoraría convenientemente, de al í en adelante, si, más que
estudiar las normas, me dedicaba a hablarlo y oírlo. No obstante, no se mostró tan conforme con el hecho
de que quisiese retirarme de las enseñanzas de tete Diego acerca del cristianismo.
-Podrías estar poniendo en peligro la salvación de tu alma inmortal, Juan Británico -me advirtió de forma
solemne.
-¿No contaría Dios como una buena obra que arriesgue mi salvación para mantener a una indefensa viuda?
-me atreví a preguntarle.
-Bueno... -repuso inseguro-. Pero sólo hasta que el a sea capaz de mantenerse sola, cuatl Juan. Luego
debes reanudar tu preparación para la confirmación.
Después de aquel o Alonso me preguntaba de vez en cuando por la salud y las condiciones en que se
encontraba la viuda, y en cada ocasión le contesté, con sinceridad, que todavía estaba confinada en la
casa, pues tenía que cuidar a aquel a criatura suya lisiada. Y creo que a partir de entonces Alonso me tuvo
empleado mucho más tiempo del que realmente le era de utilidad, pues siempre encontraba páginas muy
oscuras, incluso aburridas y sin valor alguno, de palabras imágenes hechas muy lejos y mucho tiempo
atrás, y me pedía que le ayudase a traducirlas sólo porque sabía que mi salario se dedicaba en su mayor
parte a mantener a aquel a pequeña familia que yo tenía ahora.
Siempre que yo no estaba ocupado con esto, aprovechaba para visitar los varios tal eres que la catedral le
había proporcionado a Pochotl. Los jefes del clero que tenía habían puesto a prueba primero su habilidad
dándole una cantidad muy pequeña para ver qué podía hacer con el o. Se me ha olvidado qué fue lo que
hizo, pero dejó extasiados a los sacerdotes. Y a partir de entonces le proporcionaron cantidades cada vez
más gandes de oro y plata, le dieron instrucciones acerca de lo que tenía que hacer -candelabros,
incensarios y urnas variadas-y le dejaban que diseñase él mismo aquel as cosas. Quedaron muy
complacidos con cada una de el as.
De manera que ahora Pochotl era maestro de un tal er y disponía del horno de fundición donde los metales
se fundían y se refinaban; de una fragua donde a los metales más toscos -hierro, acero o latón- se les daba
forma con el martil o; de una sala con morteros y crisoles en los cuales se licuaban los metales preciosos;
de otra sala con bancos de trabajo, sembrados de herramientas para los trabajos delicados. Y desde luego
tenía muchos ayudantes, algunos de los cuales también habían sido anteriormente artesanos en
Tenochtitlan. Pero casi todos los que le ayudaban eran esclavos, en su mayor parte moros, porque estas
personas son inmunes al calor más caliente, que hacían aquel os trabajos pesados que no requerían
demasiada habilidad.
Como es natural, Pochotl se sentía feliz, tan feliz como si hubiera sido transportado en vida al más al á l eno
de dicha de Tonatiucan.
-¿Te has fijado, Tenamaxtli, en que estoy engordando de manera envidiable otra vez, ahora que estoy bien
pagado y me alimento como es debido?
Y disfrutaba enseñándome todas y cada una de sus producciones nuevas, y obtenía placer en el hecho de
que yo las admirase igual que las admiraban los sacerdotes. Pero al í, en la catedral, él y yo nunca
hablábamos del otro trabajo que Pochoil l evaba a cabo; ese proyecto sólo lo comentábamos cuando él
venía a casa y me hacía preguntas acerca de las distintas partes del arcabuz que yo le había dibujado.
-¿Se supone que esta pieza ha de moverse así o así?
Y con el tiempo empezó a l evar auténticas piezas de metal para enseñármelas a fin de que yo diera mi
aprobación o hiciese comentarios.
-Ha sido una gran cosa -me dijo- que consiguieras que me diesen el trabajo en la catedral al mismo tiempo
que me pediste que fabricase esta arma. Sólo hacer el largo tubo hueco del arcabuz habría sido imposible
sin las herramientas que tengo ahora. Y precisamente hoy estaba intentando doblar una tira delgada de
metal para convertirla en esa espiral que tú l amas muel e, cuando de manera inesperada me interrumpió
un tal padre Diego. Me sobresaltó al hablarme en náhuatl.
-Conozco a ese hombre -le indiqué-. Te sorprendió, ¿eh? Y difícilmente creería que un muel e fuese
ninguna clase de decoración para la iglesia. ¿Te regañó por descuidar tu trabajo?
-No. Pero sí que me preguntó con qué estaba jugueteando. Con astucia, le dije que había tenido una idea
para un invento y que me estaba esforzando para hacerlo realidad.
-Un invento, ¿eh?
-Eso mismo me dijo el padre Diego, y luego se echó a reír, burlándose. Me dijo: "Eso no es ningún invento,
maestro. Es un artilugio que hace muchos siglos que a nosotros, la gente civilizada, nos es familiar." Y
luego... ¿a que no adivinas lo que hizo, Tenamaxtli?
-Lo reconoció como una pieza del arcabuz -dije con un gemido-. Han descubierto y frustrado nuestro
proyecto secreto.
-No, no. Nada de eso. Se fue y al poco rato volvió con un puñado entero de diferentes clases de muel es. El
rol o espiral que me hace falta para hacer girar la rueda dentada. -Me enseñó el muel e-. Y además otro del
tipo plano que se dobla hacia atrás y hacia adelante, el que necesito para hacer que se suelte lo que tú
l amas garra de gato. -También me enseñó aquel otro-. En resumen, ahora que sé hacer estas cosas no