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respecto a los invasores caxtiltecas. Pero tú, Mixtzin, lo único que haces es hablar con desprecio.

-Sí -dijo Tototl-. Si tanto menosprecias los honrados esfuerzos de nuestros patanes campesinos, Mixtzin,

envía a alguno de tus educados y refinados aztecas. O a alguno de tus domesticados inmigrantes mexicas.

Pospondremos nuestras decisiones hasta que el os regresen.

-No -respondió mi tío tras unos instantes de profunda reflexión-. Como esos mexicas que ahora viven entre

nosotros, yo también vi una vez la ciudad de Tenochtitlan cuando estaba en el cenit de su poder y de su

gloria. Iré en persona. -Se dio la vuelta hacia mi-. Tenamaxtli, prepárate y dile a tu madre que se prepare.

El a y tú me acompañaréis.

De manera que ése fue el orden de los acontecimientos que nos l evaron a los tres de viaje a la Ciudad de

México, donde yo obtendría el reacio permiso de mi tío para quedarme y residir durante algún tiempo y

donde yo aprendería muchas cosas, incluida vuestra lengua española. Sin embargo nunca me tomé el

tiempo necesario para aprender a leer y a escribir vuestra lengua, que es por lo que en este momento te

estoy relatando mis recuerdos, mi querida muchacha, mi inteligente, bel ísima y adorada Verónica, para que

tú puedas escribir mis palabras a fin de que todos mis hijos y todos los hijos de nuestros hijos las lean algún

día.

Y la culminación de aquel a sucesión de acontecimientos fue que mi tío, mi madre y yo l egamos a la

Ciudad de México en el mes de Panquétzalíztli, en el año Trece-Junco, que vosotros l amaríais octubre, del

año de Cristo 1531, en el preciso día -cualquiera, menos los dioses caprichosos y traviesos lo habría

considerado una coincidencia- en que el viejo Juan Damasceno fue quemado hasta morir.

Todavía puedo verlo arder.

2

Para gobernar Aztlán durante su ausencia, Mixtzin nombró corregentes a su hija Améyatl y a Kauri, consorte

de ésta, junto con mi bisabuelo Canaútli (que ya debía de tener casi dos haces de años por entonces, pero

era evidente que iba a vivir eternamente), que debía ejercer de sabio consejero. Luego, sin nada más que

hacer y sin ceremonias de partida, Mixtzin, Cuikani y yo salimos de la ciudad en dirección al sudeste. Era la

primera vez que me alejaba considerablemente del lugar donde había nacido. Así que, aunque era

realmente consciente de la seria intención de nuestra aventura, para mí el horizonte era una sonrisa amplia

y acogedora. Me l amaba toda clase de experiencias y cosas nuevas que ver. Por ejemplo, en Aztlán el alba

siempre l egaba tarde y con luminosidad plena, porque primero tenía que saltar por encima de las montañas

que había tierra adentro. Ahora, una vez que hubimos cruzado esas montañas y nos encontramos ya en un

terreno más l ano, realmente vi romper el alba, o más bien lo vi desplegarse como una cinta de color tras

otra: violeta, azul, rosa, perla, dorado. Luego los pájaros empezaron a dejarse oír para saludar el nuevo día;

cantaban una música toda el a de notas verdes. Era otoño, así que no se esperaban l uvias, pero el hielo

era del color del viento y por él se mecían las nubes, l evadas por el aire, que eran siempre las mismas pero

nunca eran las mismas. Los árboles que soplaban y danzaban eran música visible, y las flores que

inclinaban la cabeza y asentían las plegarias que el as mismas decían. Cuando el crepúsculo oscureció la

tierra las flores se cerraron, pero las estrel as se abrieron en el cielo. Siempre me he alegrado de que esas

flores de las estrel as estén fuera del alcance de los hombres, pues de otro modo las habrían robado hace

mucho tiempo. Por fin, al caer la noche, se alzaron las suaves brumas de color paloma, que yo creo son

agradecidos suspiros de la tierra que se va a acostar cansada.

El viaje era largo, más de doscientas carreras largas, porque no podía hacerse en línea recta. También era

a menudo arduo y con frecuencia cansado, pero nunca resultó realmente peligroso, porque Mixtzin ya había

recorrido antes aquel a ruta. Lo había hecho unos quince años atrás, pero todavía recordaba el camino más

corto para atravesar abrasadoras zonas de desierto, la manera más fácil de rodear las bases de las

montañas en lugar de tener que trepar por el as y los lugares menos profundos por donde podíamos vadear

los ríos sin tener que esperar, confiando en que pasara alguien en un acali. Sin embargo, a menudo

tuvimos que desviarnos para alejarnos de los senderos que él recordaba a fin de dar un prudente rodeo en

aquel as partes de Michoacán donde, según nos dijeron los lugareños, todavía se libraban batal as entre los

implacables caxtiltecas y los orgul osos y testarudos purepechas.

Cuando en algún lugar de las tierras de los tepanecas por fin empezamos a encontrarnos de vez en cuando

con algún hombre blanco, con aquel os animales l amados cabal os, con los otros animales l amados vacas

y con los otros animales l amados perros, hicimos cuanto pudimos por asumir un aire de indiferencia, como

si l eváramos toda la vida acostumbrados a verlos. Los hombres blancos parecían igualmente indiferentes a

nuestro paso, como si nosotros también fuéramos animales corrientes y molientes.

Durante todo el camino, el tío Mixtzin no dejó de señalarnos a mi madre y a mi los lugares de interés que

recordaba de su anterior viaje: montañas de forma curiosa; estanques de agua demasiado amarga para ser

potable, pero tan caliente que echaba vapor al sol; árboles y cactus de especies que no crecían donde

nosotros vivíamos, algunos de los cuales tenían frutos deliciosos. También hizo algún comentario (aunque

nosotros ya habíamos oído todo eso antes, y más de una vez) acerca de las dificultades de aquel a

excursión anterior a Tenochtitlan.

-Como sabéis, mis hombres y yo l evábamos rodando el gigantesco disco de piedra tal ada que representa

a Coyolxauqui, la diosa de la luna; lo l evábamos para ofrecérselo como regalo al Portavoz Venerado

Moctezuma. Un disco es redondo, cierto, y se podría suponer que rodaría fácilmente por el camino. Pero un

disco también es plano por ambas caras. Así que un bache inesperado en el suelo o una súbita desigualdad

hacia que se ladease. Y aunque mis hombres eran fornidos y estaban atentos a lo que hacían, no siempre

conseguían evitar que la piedra cayera por completo de lado; incluso a veces, y me duele decirlo, la querida

diosa caía plana de cara. ¿Y lo que pesaba? Levantar aquel a cosa y ponerla de pie de nuevo requería que

cada vez, lo juro por Mictían, tuviésemos que suplicar la ayuda de cualquier hombre que se encontrase en

los alrededores... -Y Mixtzin seguía evocando, como había hecho más de una vez anteriormente-: Incluso

estuve a punto de no conocer al Uey-Tlatoani Moctezuma, porque me prendieron los guardias del palacio y

por muy poco me meten en prisión por saquear la ciudad. Como podéis imaginar, todos íbamos sucios y

fatigados cuando l egamos, y nuestra ropa estaba rota y maltrecha, de manera que sin duda parecíamos

salvajes que hubieran l egado al í a la deriva desde algún lugar remoto. Además, Tenochtitlan era la primera

y única ciudad de todas las que habíamos atravesado que tenía cal es y unas calzadas estupendas

pavimentadas con piedras. No se nos ocurrió que al hacer rodar nuestra maciza Piedra de la Luna por

aquel as cal es aplastaría y rompería el elegante pavimento. Y entonces los guardias, muy enojados, se

echaron sobre nosotros...

Y Mixtzin se echó a reír al recordarlo. A medida que nos acercábamos a Tenochtitlan nos enterábamos, por