Además de la cesta, yo l evaba el arcabuz escondido bajo el manto, cuya culata había metido debajo del
brazo que me quedaba libre, de manera que colgara verticalmente. Me obligaba a caminar con cierta
rigidez, pero resultaba invisible a ojos de los demás. Lo había cargado de antemano, tal como en una
ocasión había visto que se hacía: una buena dosis de pólvora, un trapo y una bola de plomo todo metido en
el tubo y bien prensado, una lasca de oro falso sujeta por la garra del gato y el arma dispuesta esperando
tan sólo que pusiera un pel izco de pólvora en la cazoleta para disparar su proyectil mortal. Verdaderamente
yo no tenía ni idea de cómo se apuntaba aquel a cosa, aparte de ponerla en la dirección hacia donde
quisiera disparar. Pero si el arcabuz funcionaba y la fortuna me favorecía, aquel a veloz bola de plomo
voladora podía de hecho darle y herir a algún soldado o cadete español.
Si había alguien siguiéndonos, logramos burlarlo, al menos temporalmente, cuando, al l egar al borde de la
isla, le hice señas a un barquero y nos subimos los tres a bordo de su acab. Primero le hice que nos l evase
en dirección al sur, hacia los jardines de flores de Xochimilco, donde incluso las familias españolas iban a
veces a pasar un día al aire libre, hasta que estuve seguro de que ningún otro acali nos venía siguiendo.
Luego le di instrucciones al barquero de que diera la vuelta y desembarcamos en las l anuras de barro que
bordeaban lo que en otro tiempo había sido el parque de Chapultepec. Subimos por la colina sin
encontrarnos con nadie hasta que tuvimos a la vista el tejado del Castil o. Una vez al í comenzamos a
avanzar escondiéndonos en un árbol tras otro, acercándonos cada vez más hasta que pudimos ver la
puerta y las numerosas figuras que entraban y salían, que iban de un lado para otro o que se dedicaban a
holgazanear por al í. Nadie dio la voz de alarma. Por fin l egamos al ahuéhuetl que yo había elegido de
antemano, uno cuyo tronco era muy grueso, y que quedaba a no más de cien pasos de la entrada. Nos
agazapamos detrás de él.
-Parece que es un rutinario día más en el Castil o -observé mientras me desembarazaba del arcabuz y lo
ponía en el suelo, a mi lado-. No hay guardias extra, nadie parece estar especialmente alerta. Así que
cuanto más pronto lo hagamos, mejor. ¿Estáis dispuestos la criatura y tú, Citlali?
-Si -repuso el a con voz firme-. No te lo había dicho, Tenamaxtli, pero anoche los dos fuimos a ver a un
sacerdote de la buena diosa Tlazoltéotl y le confesé todas las malas acciones de nuestra vida, incluyendo
ésta, si es que puede considerarse una mala acción. -Vio la expresión que había adquirido mi rostro y se
apresuró a añadir-: Sólo por si acaso algo saliera mal. De modo que si, estamos dispuestos.
Yo había arrugado la cara al oir a Citlali mencionar a aquel a diosa, porque uno no suele invocar a la
Comedora de Porquería hasta que no presiente que la muerte está cerca... y por tanto le pide que acepte y
se trague todos nuestros pecados con el fin de ir bien purgado y limpio al otro mundo. Pero si eso hacía que
Citlali se sintiera mejor...
-Este poquietl seguirá emitiendo un rastro de humo y olor mientras arda -le dije mientras utilizaba la lente y
un rayo de sol para encender el papel que sobresalía ligeramente de la cesta-. Sin embargo, hoy sopla
brisa por aquí arriba, así que no se notará mucho. Si alguien lo huele, sin duda pensar que algunos
cadetes han estado practicando con sus arcabuces. Y te lo repito, el poquietl te proporcionar tiempo de
sobra para...
-Pues dámelo de una vez -dijo Citlali- antes de que me venza el nerviosismo o la cobardía. -Cogió el asa de
la cesta y sujetó a Ehécatl por una mano-. Y también dame un beso, Tenamaxtli, para... para infundirme
valor.
Yo se lo habría dado de todos modos, y con mucho gusto, con amor, sin que el a me lo pidiera. Citlali
titubeó y observó desde detrás del árbol hasta que estuvo segura de que nadie miraba en nuestra dirección.
Luego salió y, con la criatura a su lado, se puso a caminar tranquila y serenamente, y se apartó de la densa
sombra del árbol, para introducirse en la bril ante luz del sol... como si acabasen de subir la colina por el
espeso bosque. Les quité la vista de encima sólo el tiempo suficiente para cargar la cazoleta del arcabuz
con un pel izco de pólvora y tirar de la garra de gato hacia atrás, para que se sujetase en su sitio con un
chasquido y quedase listo para disparar. Pero cuando volví a mirar hacia la madre y la criatura, lo que vi me
desconcertó.
Muchos de los hombres que estaban por la parte de fuera de la puerta no dejaban de echarle miradas a la
atractiva mujer que se aproximaba. En eso no había nada que no fuera natural. Pero luego bajaban la
mirada hacia Ehécatl, la criatura sin ojos, y sus sonrisas se convertían en expresiones de incredulidad y
desagrado. Aquel revuelo captó también la atención del guarda armado que estaba apoyado en la puerta de
entrada. Miró fijamente a aquel a pareja que se aproximaba, se irguió y comenzó a avanzar hacia el os para
interceptarles el paso. Aquel o era una contingencia que yo tenía que haber previsto, y debía haber estado
preparado para el o, pero no había sido así.
Citlali se detuvo ante él e intercambiaron algunas palabras. Supongo que el guarda le diría algo así como:
"En nombre de Dios, ¿qué clase de monstruo l evas de la mano?" Pero Citlali no podría entenderlo, por lo
que no sería capaz de darle una respuesta coherente. Lo que el a debía de estar diciéndole, o intentando
decirle, supongo que era alguno de aquel os comentarios que yo le había hecho ensayar: que iba a visitar a
una prima suya maátitl, o que iba a vender fruta.
De todos modos el guarda, al ver a aquel a guapa mujer de cerca, por lo visto perdió interés en el pequeño
ser deforme que la acompañaba. Por lo que yo pude ver desde mi escondite, el soldado sonrió y le dio una
orden gesticulando amenazadoramente con el arcabuz, porque Citlali soltó la mano de la criatura y,
asombrado, vi que le daba la cesta a Ehécatl Aquel a personita tuvo que usar ambas manos para sujetarla
Luego Citlali le dio la vuelta a Ehécatl, lo puso de cara a la entrada abierta y le dio un suave empujón.
Mientras Ehécatl, obediente, se dirigía con pasos inseguros directamente hacia la puerta abierta, Citlali
levantó las manos y empezó lentamente a deshacer los nudos con los que se abrochaba la blusa huipil. Ni
el guarda ni los demás soldados que se encontraban por al í se fijaron en la criatura que l evaba la cesta, y
que pasó por la puerta hacia el interior. Todas las miradas estaban fijas en Citlali mientras ésta se
desnudaba.
Evidentemente, el guarda le había ordenado que se desnudase para un registro completo, pues tenía
autoridad para el o, y Citlali lo estaba haciendo lentamente, con tanta voluptuosidad como cualquier maátitl,
para desviar la atención de todos hacia Ehécatl, que ahora se encontraba fuera de mi vista en algún lugar
en el interior de la fortaleza. Aquél a era otra contingencia para la que no estábamos preparados. ¿Qué
tenía que hacer yo? Por mis observaciones previas yo sabía que la puerta del muro exterior del Castil o
estaba en línea recta con la del propio Castil o; era de suponer que Ehécatl continuaría adelante, pasaría
también por aquel a otra puerta y entraría en el fuerte. Pero ¿entonces qué?
Yo ahora estaba muy erguido detrás del árbol, sólo asomaba la cabeza lo suficiente como para poder seguir
observando, y acariciaba con bastante inseguridad el gatil o del arcabuz. ¿Debía disparar entonces?