Ciertamente me sentí tentado a matar a alguno de aquel os hombres blancos, a cualquiera de el os, que
ahora se habían apiñado alrededor de Citlali y la miraban con avidez. El a se había desnudado de cintura
para arriba. Lo único que yo podía ver era la torneada espalda, pero sabía que sus pechos eran algo
hermoso de contemplar. El a empezó, lenta y provocativamente, a desatar la cinta que sujetaba la cintura
de la falda larga. Me pareció, y quizá también se lo pareciera a aquel os que miraban con sonrisas
satisfechas, que transcurría un haz de años antes de que aquel a falda cayera al suelo. Luego Citlali
empezó a emplear otro haz de años para desenvolver su prenda interior tochómitl. El guarda avanzó un
paso hacia el a, y los demás se apretaron junto a él, cuando finalmente Citlali arrojó la prenda y se quedó
totalmente desnuda ante el os.
En aquel instante se oyó un estruendo procedente de algún lugar lejano en el interior de la fortaleza, dentro
del propio fuerte, al tiempo que surgía una oleada de humo, lo que hizo que los hombres que la estaban
contemplando se acercasen aún más a Citlali; luego se dieron la vuelta y se quedaron mirando
boquiabiertos... y entonces se oyó otro trueno aún más fuerte que resonó dentro del fuerte, y luego otro,
más fuerte aún, y otro, todavía más fuerte. Las tejas rojas del tejado del fuerte se removieron en su sitio y
algunas cayeron al suelo. Después, como si aquel os rugidos que aún reververaban no hubieran sido más
que ebul iciones preliminares -como a veces hace el gran volcán Citíaltépetl, que se aclara la garganta tres
o cuatro veces antes de vomitar una erupción devastadora-, hizo erupción el fuerte con un estal ido que
debió de oírse por todo el val e.
El tejado se levantó en el aire y al í se desintegró, de manera que las tejas y las maderas se elevaron aún
más. Desde abajo se alzó una tremenda nube amaril a roja y negra, sulfurante, de l amas, humo, chispas,
pedazos no identificables del mobiliario interior del fuerte, cuerpos humanos agitándose en el aire y
fragmentos inertes de cuerpos humanos, todo el o entremezclado. Yo estaba completamente seguro de que
ni siquiera mi pródigo empleo de varias bolas rel enas de pólvora habría podido causar semejante
cataclismo. Lo que debía de haber sucedido era que Ehécatl había caminado vacilante, sin encontrar
obstáculos, hasta algún almacén de pólvora del fuerte o hasta el escondite de algún terriblemente sensible
combustible, justo en el momento en que mi cesto se prendió y estal ó. Me pregunté si Huitzilopochtli,
nuestro dios de la guerra, habría guiado a la criatura. ¿O lo habría hecho el espíritu de mi padre muerto?
¿O habría sido, sencil amente, el propio tonali de Ehécatí?
Pero tenía otras cosas que preguntarme. Al mismo tiempo que el fuerte volaba en pedazos, las personas
que se encontraban entre aquel lugar y el punto donde yo me hal aba, incluyendo el guarda, su cautiva
Citlali y varios de los hombres que estaban con el os, perdieron pie y cayeron al suelo como si hubieran
recibido una violenta bofetada. Además, la ropa de Citlali salió despedida del lugar en que se encontraba, a
los pies. No pude ver nada que explicase aquel os hechos. Pero luego sentí una sacudida como si dos
manos curvadas me hubieran abofeteado a la vez ambas orejas. Un poderoso vendaval, con la misma
fuerza de un muro de piedra al caer, se precipitó contra mi ahuéhuetl y contra los demás árboles de las
inmediaciones. Hojas, palitos y ramas pequeñas salieron despedidos del lugar de aquel a espantosa
explosión. El muro de dentro cesó con tanta rapidez como había venido, pero, de no haber estado yo detrás
del árbol, la pólvora de mi cazoleta se habría volado y el arcabuz habría resultado inútil.
Cuando aquel as personas que estaban entre el lugar donde yo me encontraba y el fuerte recobraron el
equilibrio, miraron con horror la destrucción que reinaba en el interior de la fortaleza, el fuego que ardía con
ferocidad y los pedazos de piedra, madera, armas -y de sus propios compañeros- que caían del cielo.
(Algunos de los hombres que habían caído no se levantaron más; los objetos que habían salido despedidos
a causa de la explosión los habían alcanzado.) El guarda de la puerta fue el primero en caer en la cuenta de
quién era el responsable del desastre; se dio la vuelta bruscamente para ponerse frente a Citlali, y un
rugido le desfiguró el rostro. Citlali dio media vuelta y echó a correr hacia mi mientras el guarda le apuntaba
a la espalda con el arcabuz.
Yo también le apunté a él con el mío y apreté el gatil o. Mi arcabuz actuó exactamente como estaba
previsto, con un rugido y una sacudida que me dejó el hombro entumecido y me lanzó hacia atrás un paso
o dos. A dónde fue a parar la bola de plomo, si le dio al guarda o a alguno de los otros, no tengo la menor
idea, porque la nube de humo azul que yo había provocado me ocultó la visión que tenía de el os. De todos
modos, lo lamentable era que yo no había podido impedir que el guarda disparase su arma. Citlali venía
corriendo hacia mí, con aquel os hermosos pechos suyos rebotando ligeramente, y en un instante aquel os
pechos, toda la parte superior de su cuerpo, se abrió como una flor roja cuando se abre el capul o. Gotas de
sangre y porciones de carne salieron despedidas por delante de el a y salpicaron el suelo, y sobre aquel os
fragmentos de sí misma Citlali cayó de cara y permaneció inmóvil.
No hubo señales ni ruido de persecución cuando colina abajo. Era evidente que no habían oído la descarga
de mi arma, tal como yo había previsto, en medio del tumulto general. Y si había l egado a herir a alguien
con la bola de plomo, sus compañeros soldados probablemente habrían pensado que había sido abatido
por alguno de los fragmentos que habían salido despedidos del fuerte. Cuando l egué a la oril a del lago no
me quedé por al í esperando a que acudiera un acali. Me puse a caminar a grandes zancadas por las
l anuras de barro y luego, hundido hasta la rodil a en las aguas turbias, vadeé el trayecto hasta la ciudad,
permaneciendo siempre cerca de los montones de troncos del acueducto para evitar que se me viera desde
ambas oril as. Sin embargo, una vez que l egué a la isla tuve que esperar un rato antes de tener ocasión de
deslizarme y pasar desapercibido entre la multitud de gente que se había congregado al í y comentaba con
excitación al contemplar la torre de humo que todavía flotaba sobre la Colina de los Saltamontes.
Las cal es estaban casi vacías cuando corrí hacia nuestra familiar colación de San Pablo Zoquipan y a la
casa que Citía y yo habíamos compartido durante tanto tiempo. Dudaba de que ningún espía de la catedral
siguiera vigilando, pues estaría junto al lago, como casi todos los demás residentes de la ciudad, pero si
seguía de guardia, y si me desafiaba o incluso si me seguía, yo estaba decidido a matarlo. Una vez dentro
de la casa volví a cargar el arcabuz, para estar preparado para aquel a contingencia o para cualquier otra.
Luego me eché a la espalda, sujetándolo con una cinta alrededor de la frente, el fardo de mis pertenencias,
que prudentemente había preparado de antemano. Además de esto, las únicas cosas que cogí de la casa
fueron nuestra pequeña reserva de dinero -ya fuera granos de cacao, en retazos de hojalata o en una gran
variedad de monedas españolas-y un saco que tenía l eno de salitre, el único ingrediente de la pólvora que