medio de la gente por cuyas comunidades pasábamos, de unas cuantas cosas que nos prepararon para
que al l egar a nuestro destino no pareciésemos unos absolutos patanes de campo. En primer lugar nos
enteramos de que a los hombres blancos no les gustaba que los l amasen caxtiltecas. Nos habíamos
equivocado al suponer que los dos nombres, castel anos y españoles, eran intercambiables. Desde luego,
más tarde l egué a comprender que todos los castel anos eran españoles, pero que no todos los españoles
eran castel anos; que estos últimos procedían de una provincia en particular de Vieja España l amada
Castil a. De cualquier manera, de al í en adelante los tres tuvimos buen cuidado de referirnos a los hombres
blancos como españoles y a su lengua como el español. También nos aconsejaron que tuviéramos cuidado
en cuanto a l amar la atención de los españoles hacia nosotros.
-No paseéis por la ciudad boquiabiertos -nos recomendó un individuo del campo que había estado al í hacía
poco- Caminad siempre a paso vivo, como si tuvierais un objetivo preciso hacia el que os dirigís. Y al
hacerlo es prudente también l evar siempre algo a cuestas. Me refiero a ladril os para la construcción,
bloques de madera o rol os de cuerda, como si fuerais de camino a alguna tarea que se os hubiera
asignado. De otro modo, si andáis por ahí con las manos vacías, cualquier español que se encargue de
supervisar algún proyecto de obra, con toda seguridad os dar un trabajo que hacer. Y es mejor que lo
hagáis.
Así, advertidos de antemano, los tres continuamos camino. E incluso desde el primer momento en que la
vimos, desde lejos, la Ciudad de México, que se alza desde el fondo de aquel val e en forma de tazón, nos
resultó impresionante con aquel volumen enorme. Sin embargo nuestra entrada fue un poco decepcionante.
Mientras caminábamos por una calzada de piedra larga, amplia y con barandil a, que nos l evó desde el
pueblo de Tepeyaca, en tierra firme, hasta las islas de la ciudad, mi tío murmuró:
-Es extraño. Esta calzada pasaba por encima de una extensión de agua que se hal aba casi siempre como
un hormiguero l eno de acaltin de todos los tamaños. Pero ahora mirad cómo está.
Así lo hicimos, y no vimos otra cosa debajo de nosotros que una inmensa extensión de tierra mojada más
bien maloliente y l ena de fango, malas hierbas y ranas junto con unas cuantas garzas; muy parecido a los
pantanos que rodeaban Aztlán antes de que fueran drenados.
Pero más al á de la calzada estaba la ciudad. Y yo, aunque estaba advertido de antemano, sentí de
inmediato, lo que me sucedió en varias ocasiones a lo largo de aquel día, la tentación de hacer
precisamente lo que nos habían dicho que no hiciéramos; porque la grandeza y magnificencia de la Ciudad
de México eran tales que me quedé pasmado y sumido en una inmóvil actitud de admiración y de
comérmelo todo con los ojos. Afortunadamente en estas ocasiones mi tío me daba un empujón para que
avanzase, porque él, por su parte, no estaba muy impresionado por las hermosas vistas de aquel lugar,
pues había tenido ocasión de ver la panorámica de la desaparecida Tenochtitlan. Y de nuevo nos hizo un
comentario a mi madre y a mi.
-Ahora nos encontramos en el barrio de Ixacualco, sin duda el mejor distrito residencial de la ciudad, donde
vivía aquel amigo mio l amado también Mixtli, el que me había convencido para que me trajese la Piedra de
la Luna; lo visité en su casa mientras estuve aquí. Su casa y las que la rodeaban eran entonces mucho más
variadas y hermosas. Estas nuevas se parecen unas a otras. Amigo -le preguntó a un transeúnte que
l evaba una carga de leña sujeta con una correa alrededor de la frente al tiempo que lo tomaba de la mano-,
amigo, ¿este barrio de la ciudad todavía se conoce con el nombre de Iixacualco?
-Ayya -mascul ó el hombre mientras le dirigía a Mixtzin una mirada recelosa-. ¿Cómo es que no lo sabes?
Este barrio ahora se l ama San Sebastián Ixacualco.
-¿Y qué significa "San Sebastián"? -quiso saber mi tío.
El hombre puso en el suelo la carga de leña.
-Santo es una clase de dios menor de los cristianos españoles. Sebastián es el nombre de uno de esos
santos, pero de qué es dios, eso nunca me lo han dicho.
Así que seguimos adelante y el tío Mixtzin continuó con su narración:
-Fijaos. Aquí había un canal ancho, siempre concurrido y l eno de tráfico de inmensos acaltin de carga. No
tengo idea de por qué lo habrán rel enado y pavimentado hasta convertirlo en una cal e. Y al í... ayyo, ahí,
delante de vosotros, hermana, sobrino -hizo un gesto impresionante y amplio con ambos brazos-, ahí,
cercado por la ondulante Mural a Serpiente pintada de muchos y vivos colores, eso era un extenso espacio
abierto, una plaza de mármol reluciente que era el centro del Corazón del Unico Mundo. Y en el a, al á a lo
lejos, estaba el suntuoso palacio de Moctezuma. Y al í estaba la pista para los juegos de pelota tiachúl
ceremoniales. Y al í la Piedra de Tizoc, donde los guerreros se batían en duelo a muerte. Y al á... -Se
interrumpió para coger por el brazo a un transeúnte que l evaba un cesto de mortero de cal-. Dime, amigo,
¿qué es ese edificio gigantesco y tan feo que todavía se encuentra en construcción al í?
-¿Eso? ¿No lo sabes? Pues ése ser el templo central de los sacerdotes cristianos. Quiero decir la catedral.
La iglesia catedral de San Francisco.
-Otro de sus santos, ¿eh? -dijo Mixtzin-. ¿Y de qué aspecto del mundo es responsable ese dios menor?
El hombre respondió con desasosiego:
-Por lo que yo sé, forastero, da la casualidad de que sólo es el dios favorito y personal del obispo
Zumárraga, el jefe de todos los sacerdotes cristianos.
Y luego el hombre se alejó muy ligero.
-Yya ayya -se lamentó el tío Mixtzin-. Ninotlancuicui en Teo Francisco. Me importa un bledo el pequeño dios
Francisco. Si ése es su templo, resulta pobre sustituto de su predecesor. Porque al í, hermana, sobrino, al í
se alzaba el más sobrecogedor edificio que se erigió nunca en el Unico Mundo. Era la Gran Pirámide, una
construcción maciza pero grácil, y tan elevada hacia el cielo que había que escalar ciento cincuenta y seis
peldaños de mármol para alcanzar la cima; y al í uno se sobrecogía de nuevo al contemplar los templos de
bril antes colores y los tejados peinados de los dioses Tláloc y Huitzilopochtli. Ayyo, pero esta ciudad tenía
dioses dignos de celebrarse en aquel os días! Y. .
Se interrumpió bruscamente cuando a los tres nos empujaron de pronto hacia adelante. Hubiéramos podido
estar de pie en una playa de espaldas al mar, sin contar las olas, y así haber recibido la avalancha
inesperada de la siempre grande séptima ola. Lo que nos empujó por detrás fue una multitud de gente a la
que los soldados estaban conduciendo en manada al interior de la plaza abierta que nosotros habíamos
estado contemplando. Nos encontrábamos en la parte delantera de la multitud y logramos permanecer los
tres juntos. Así, cuando la plaza estuvo l ena a rebosar, hubo cesado el trasiego y todo estuvo tranquilo, nos
dimos cuenta de que teníamos una vista sin obstáculos de la plataforma a la cual estaban subiendo los
sacerdotes y del poste de metal hasta el cual se condujo y se ató al acusado. Teníamos una vista bastante
mejor de lo que, mirando hacia el pasado en retrospectiva, hubiera deseado tener. Porque todavía puedo