Выбрать главу

gruñido:

-Por favor, no vuelvas a tocarme. Nunca más, Tenamaxtli.

-Haz un esfuerzo, levántate y ayúdame a l evar a los cabal os, Pakápeti -murmuré para darle ánimos-.

Como tú has dicho, tenemos que marcharnos de aquí. Y cuando estemos lejos y a salvo te enseñaré a

matar españoles con tu propio palo de trueno.

-¿Por qué había de limitarme a matar españoles? -mascul ó; escupió en el suelo y añadió con asco-: -

Hombres!

Ahora hablaba de un modo incómodamente parecido a como lo hacía la bruja yaqui, Gónda Ke. Pero se

puso en pie y, sin dar señal alguna de nerviosismo, cogió las riendas de un cabal o ensil ado y la cuerda que

yo había atado alrededor del cuel o del animal que l evaba la carga. Yo hice lo propio con los otros dos

cabal os, derribé a patadas un pedazo de val a para poder salir del corral y nos pusimos en marcha.

Yo confiaba en que, cuando l egase una patrul a a aquel puesto avanzado, los hombres que la componían

quedarían confundidos con la inexplicable ausencia de los guardias y de todos sus animales, y perderían

algún tiempo esperando a que reaparecieran los ausentes antes de salir en su busca. Encontrara o no la

patrul a los dos cadáveres, casi con certeza asumirían que el puesto había sido atacado por alguna partida

de guerra procedente del norte. Y difícilmente se atreverían a adentrarse en su persecución en la Tierra de

Guerra hasta que hubieran reunido un refuerzo considerable de otros soldados. Así que de De Puntil as y yo

y nuestras adquisiciones podríamos poner una buena distancia entre cualquiera que nos persiguiera y

nosotros. No obstante, no nos dirigimos directamente al norte. Yo ya había calculado, por el punto en que

se encontraba el sol en el cielo a cada hora del día, que debíamos de estar casi al este de mi ciudad nativa

de Aztlán. Si había de empezar a reclutar guerreros de las tierras aún no conquistadas, ¿dónde mejor que

al í? Así que fue en esa dirección en la que decidimos marchar.

La primera noche que pasamos en la Tierra de Guerra nos detuvimos junto a un manantial de agua potable.

Atamos los cabal os a unos árboles cercanos, cada uno de el os con una correa larga para que pudiera

pastar y beber, dispusimos un fuego pequeño y nos pusimos a comer un poco de carne seca de la que yo

había l evado conmigo. Luego extendimos mantas, una al lado de otra, y, como de De Puntil as seguía

desconsolada y cal ada, alargué una mano para hacerle una caricia de consuelo. El a me apartó con

irritación la mano y me dijo con firmeza:

-Esta noche no, Tenamaxtli. Ambos tenemos muchas otras cosas en las que pensar. Mañana debemos

aprender a montar los cabal os y yo a manejar el palo de trueno.

A la mañana siguiente soltamos a los dos cabal os ensil ados; de De Puntil as se quitó las sandalias y puso

un pie descalzo en la pieza de madera colgante que al í había para tal propósito. Los dos habíamos visto a

muchos españoles a cabal o, así que no ignorábamos del todo el método de montar. de De Puntil as

necesitó un empujón mío para l egar hasta al í arriba, pero yo conseguí encaramarme en mi cabal o

utilizando para el o un tocón de árbol a modo de soporte. De nuevo los cabal os no se quejaron en absoluto;

resultaba evidente que estaban acostumbrados a que los montase no un solo amo, sino cualquiera que

tuviera necesidad de el os. Pateé al mío con los talones desnudos para que anduviera y luego traté de

hacerle girar en círculo hacia la izquierda para permanecer cerca del lugar donde estábamos acampados.

Yo había visto a otros jinetes hacerlo; al parecer tiraban de una rienda para hacer ir la cabeza del cabal o en

la dirección deseada. Pero cuando así lo hice con fuerza de la rienda izquierda, sólo logré que el cabal o me

mirase de reojo con el ojo izquierdo... casi una de esas miradas de maestro de escuela que parecen decir

mitad "te equivocas" y mitad "eres tonto". Entendí que el cabal o trataba de darme una lección, de modo

que hice una pausa para poder reflexionar. Quizá los jinetes a los que yo había observado sólo habían dado

aparentemente un tirón de la cabeza de sus cabal os a un lado y a otro. Después de experimentar un poco

durante cierto tiempo, descubrí que sólo tenía que dejar suelta la rienda del lado derecho con suavidad

contra el cuel o del cabal o y éste torcía a la izquierda, como yo deseaba. Le impartí esa información a de

De Puntil as, y los dos nos sentamos con orgul o en nuestras sil as mientras los cabal os describían círculos

hacia la izquierda con paso majestuoso.

A continuación rocé los costados de mi cabal o con los talones para hacer que avanzase más de prisa. El

animal emprendió el andar balanceante que los españoles l aman trote, y aprendí otra lección. Hasta

entonces yo había supuesto que montar en una sil a de cuero agradablemente encorvado debía de ser más

cómodo que estar sentado en algo rígido como una sil a icpali. Me equivocaba. Aquel o era atroz. Después

de que aquel paso al trote me hubiera hecho botar tan sólo un rato muy breve, empecé a temer que el

espinazo se me clavara en lo alto de la cabeza. Y estaba claro que al cabal o no le estaba gustando estar

debajo de mi trasero, que le golpeaba al subir y bajar; volvió la cabeza para dirigirme otra mirada de

reproche y se puso de nuevo al paso. de De Puntil as había sufrido la misma breve experiencia de verse

dolorosamente golpeada desde debajo, así que los dos, de mutuo acuerdo, decidimos posponer cualquier

intento de avanzar a velocidad hasta que tuviéramos suficiente práctica y pudiésemos estar montados a

horcajadas durante algún tiempo.

De modo que, durante todo el resto del día, seguimos cabalgando al paso; l evábamos de las riendas a los

otros dos cabal os, que iban detrás de nosotros, y los seis marchábamos muy satisfechos con aquel paso

sin prisas. Pero luego, casi a la puesta del sol, cuando encontramos otro lugar con agua donde pasar la

noche, tanto de De Puntil as como yo quedamos muy sorprendidos al encontrarnos tan rígidos que sólo

conseguimos bajar de la sil a muy despacio y con los huesos crujiendo. Hasta entonces no nos habíamos

percatado de cuánto nos dolían los hombros y los brazos sólo de sujetar las riendas; de cómo nos dolían

las costil as, como si nos las hubieran aporreado; de cómo nos sentíamos la entrepierna, igual que si nos la

hubieran abierto con cuñas. Y las piernas no sólo las teníamos temblorosas y l enas de calambres por

haber estado todo el día apretando los costados de los cabal os, sino que además estaban en carne viva

debido al roce de los laterales de cuero de las sil as. Aquel os dolores se me hacían difíciles de entender,

pues habíamos cabalgado muy despacio y con comodidad. Empezaba a preguntarme por qué los hombres

blancos habrían l egado a encontrar que los cabal os eran un medio de transporte cómodo. De cualquier

modo, de De Puntil as y yo estábamos demasiado doloridos como para pensar en practicar con los

arcabuces precisamente entonces, y aquel a noche de De Puntil as no tuvo necesidad de defenderse de

ninguna tentativa amorosa por mi parte.

Pero al día siguiente nos sentimos intrépidos y determinamos cabalgar de nuevo, aunque esta vez por lo

menos pudimos proveernos de ropas más protectoras que los mantos, los cuales nos dejaban las piernas

desnudas y expuestas, por tanto, a las raspaduras. Saqué las diversas prendas de ropa española que había

recogido. Aunque de De Puntil as se negaba, enojada, a ponerse nada que nos hubieran legado aquel os