negro.
Yo nunca más volvería a ver a esos hombres después de aquel a noche. Pero aunque entonces no podía
saberlo, el tonali de cada uno de el os estaba tan ligado al mío que nuestras vidas futuras -y otras
incontables vidas, e incluso los destinos de naciones- estarían inseparablemente entrelazadas. De manera
que contaré aquí lo que aprendí acerca de el os y cómo entablé amistad con uno de el os en el breve
tiempo que pasó antes de que nos separásemos para siempre.
16
Al líder de los héroes todos se le dirigían por su nombre de pila, don Alvaro. Pero cuando me lo presentaron
me extrañó que los españoles se hubieran reído del nombre de De Puntil as, porque el apel ido de este
hombre Alvaro era Cabeza de Vaca. A pesar de un apelativo tan poco favorable, sus compañeros y él
verdaderamente habían realizado una hazaña heroica. Tuve que componer las piezas de su historia por la
conversación que mantenían con los soldados que los atendían y por lo que me contó el teniente
Tal abuena; porque los tres héroes, después de haberme saludado con bastante cortesía, no volvieron a
hablarme directamente. Y una vez que conocí su historia, difícilmente puedo culparlos por no querer tener
nada que ver con indio alguno.
Sé que Florida significa "l eno de flores" en lengua española, pero hasta el día de hoy sigo sin saber dónde
está situada exactamente la tierra que l eva ese nombre. Dondequiera que esté, debe de ser un sitio
terrible. más de ocho años antes, este hombre l amado Cabeza de Vaca, sus compañeros supervivientes y
algunos otros cientos de hombres blancos, junto con sus cabal os, armas y provisiones, se habían hecho a
la mar desde la colonia de la isla de Cuba con la intención de establecer una nueva colonia en esa tierra
l amada Florida.
Desde que se hicieron a la mar los acosaron las tormentas primaverales, que son malísimas. Luego,
cuando por fin l egaron a tierra, se encontraron con otros problemas que los l enaron de consternación.
Donde el paisaje de Florida no se hal aba cubierto de densos bosques prácticamente impenetrables, estaba
surcada de veloces ríos, que se entrecruzaban y eran difíciles de vadear, o cubierta de pantanos calientes y
fétidos, y en esas tierras tan agrestes los cabal os resultaban casi inútiles. Animales rapaces de los bosques
acechaban a los aventureros, las serpientes y los insectos los mordían y les picaban, y los afligían las
fiebres letales de los pantanos y otras enfermedades. Mientras tanto, los habitantes nativos de Florida no
estaban nada contentos de recibir a aquel os invasores de piel pálida, sino que iban acabando con el os,
uno tras otro, con flechas que disparaban emboscados desde los árboles en los que se ocultaban, o bien en
campo abierto, atacándolos frontalmente en gran número. Los españoles, extenuados por el viaje y
debilitados por las enfermedades, sólo podían oponer una débil resistencia, y cada vez se sentían más
debilitados por el hambre, porque los indios se l evaban sus animales domésticos y quemaban las cosechas
de maíz y otros comestibles antes de que avanzasen los hombres blancos. (A mí me parecía increíble, pero
resultaba evidente que los supuestos colonizadores eran incapaces de alimentarse a base de la
abundancia de animales, aves, peces y plantas que cualquier tierra salvaje ofrece a hombres
emprendedores y de iniciativa.) De todos modos, el número de españoles disminuía de manera tan
alarmante que los que quedaban abandonaron toda esperanza de sobrevivir en aquel lugar. Dieron media
vuelta y retrocedieron hasta la costa. Una vez al í, se percataron de que las tripulaciones de sus barcos, sin
duda dándolos por perdidos, se habían hecho a la mar y los habían dejado abandonados en aquel a tierra
hostil.
Desanimados, enfermos, temerosos, asediados por todas partes, optaron por el recurso desesperado de
construir barcos nuevos. Y lo hicieron: cinco barcas hechas con ramas de árboles y hojas de palmera
atadas con cuerdas que fabricaron con crines y colas de cabal o trenzadas; las calafatearon con brea de
pino y les pusieron velas que improvisaron cosiendo sus propias ropas. Para entonces ya habían matado a
los cabal os que les quedaban para comerse la carne, y habían utilizado las pieles para hacer bolsas donde
l evar agua potable. Cuando por fin las barcas soltaron las amarras, sus cinco patrones -Cabeza de Vaca
era uno de el os- no las condujeron hasta alta mar, sino que se mantuvieron a una prudencial distancia
desde donde podía verse la línea de la costa, pues pensaban que si la seguían lo suficiente en dirección
oeste, con el tiempo tendrían que l egar por fuerza a las costas de Nueva España.
Hal aron el mar y la tierra igualmente hostiles, pues tanto la tierra como el agua eran azotados
frecuentemente por tormentas, ahora frías tormentas de invierno, con vientos que lo barrían todo a su paso
y con l uvias torrenciales. Incluso en tiempo de calma había otra clase de l uvia, la de flechas, que procedía
de los indios que salían a acosarlos en canoas de guerra. Los escasos víveres se les acabaron y las bolsas
de cuero sin curtir se pudrieron en seguida, pero cada vez que los españoles intentaban desembarcar para
ver de renovar las provisiones, un nuevo enjambre de flechas los repelía desde tierra. Inevitablemente, las
cinco barcas se separaron. Cuatro de el as no volvieron a verse ni se oyó de el as de nuevo. La barca que
quedó, la que l evaba a bordo a Cabeza de Vaca y a varios de sus camaradas, logró, al cabo de mucho
tiempo, l egar a tierra.
Los hombres blancos, ahora apenas vestidos, medio muertos de hambre, con el frío calado hasta los
huesos y debilitados casi hasta la decrepitud, hal aron de vez en cuando alguna tribu nativa, tribus que aún
no estaban informadas de que las estaban invadiendo, dispuesta a alimentar y a dar cobijo a los forasteros.
Pero a medida que los hombres blancos, sin arredrarse en absoluto, continuaron hacia el oeste con la
esperanza de hal ar Nueva España, encontraron más oposición que socorro, y cada vez con mayor
frecuencia. A medida que iban cruzando bosques, extensas praderas, ríos increíblemente anchos, altas
montañas y desiertos secos, los fueron capturando distintas tribus o bandas de indios errantes, una detrás
de otra. Los captores los esclavizaban, los ponían a trabajar en tareas durísimas, los maltrataban, los
azotaban y los mataban de hambre. ("Los condenados diablos rojos -le oí comentar a Cabeza de Vaca-
incluso dejaban que aquel os mocosos suyos del infierno se divirtieran a nuestra costa arrancándonos
mechones de la barba.") Y en cada uno de esos cautiverios los españoles se las ingeniaron para
escaparse, aunque perdiendo cada vez a uno o más de el os, que moría o era capturado de nuevo. Qué
habría sido de aquel os camaradas que dejaron atrás era algo que nunca sabrían.
Cuando por fin, al cabo de mucho tiempo, consiguieron l egar a los aledaños remotos de Nueva España,
sólo quedaban vivos cuatro de el os: tres blancos -Cabeza de Vaca, Andrés Dorantes y Alonso del Castil o-
y Estebanico, el esclavo negro que pertenecía a Dorantes. Aparte de haberle oído comentar a Castil o que
habían cruzado un continente entero -y yo sólo tengo una vaguísima idea de lo que es un continente-, no
tengo modo de calcular cuántas leguas y carreras largas se vieron obligados a recorrer tan dolorosamente