aquel os hombres. Lo único que el os y yo sabemos con certeza es que tardaron ocho años en hacerlo.
Habrían hecho el viaje en menos tiempo, desde luego, si hubieran podido mantenerse cerca de la costa del
mar Oriental. Pero sus diferentes captores se los habían ido pasando de mano en mano entre tribus que
cada vez moraban más hacia el interior; y sus escapadas de esos cautiverios los habían empujado aún más
hacia el interior, de modo que, cuando por fin se tropezaron con un grupo de soldados españoles que se
habían adentrado audazmente patrul ando en la Tierra de Guerra, se encontraban muy cerca de la costa del
mar Occidental.
Aquel os soldados, sobrecogidos a causa del respeto y la admiración y bastante incrédulos ante la historia
que relataban los forasteros, los escoltaron hasta un puesto avanzado del ejército, donde los vistieron, los
alimentaron y luego los trajeron a Compostela. El gobernador Guzmán les proporcionó cabal os, una
escolta más numerosa, al fraile Marcos de Niza para que se encargara de sus necesidades espirituales y
los puso en el sendero campo a través hacia la Ciudad de México. Al í, les había asegurado Guzmán, se los
honraría y festejaría y se harían todas las celebraciones que merecían. Y durante todo el camino los héroes
habían contado una y otra vez su historia a cualquier persona que se encontraran y a cualquier oyente
ávido. Yo escuchaba con tanta avidez como el que más, y con admiración no fingida.
Había muchas preguntas que me hubiera gustado hacerles de no haberme ignorado el os con tanta
diligencia. Pero no pude evitar oír que fray Marcos les hacía precisamente algunas de las preguntas que a
mí me rondaban por la cabeza. Pareció frustrado, y yo también, cuando los héroes protestaron diciendo que
eran incapaces de proporcionarle esta o aquel a información que el fraile quería. Así que me acerqué al
hombre negro, que estaba sentado aparte. Ahora bien, el sufijo -ico que los españoles habían añadido a su
nombre es un diminutivo condescendiente como el que se usa cuando uno se dirige a un niño, así que tuve
cuidado de dirigirme a él como es debido, como a un adulto.
-Buenas noches, Esteban.
-Buenas... -murmuró él mientras miraba con bastante recelo a un indio que hablaba español.
-¿Puedo hablar contigo, amigo?
-¿Amigo? -repitió, como si se sorprendiera de que me dirigiera a él como a un igual.
-¿Es que acaso no somos los dos esclavos de los hombres blancos? -le pregunté-. Aquí estás tú sentado,
desdeñado, mientras tu amo se enorgul ece y se regodea en las atenciones que recibe. Me gustaría
conocer algo de tus aventuras. Toma, tengo pocíetl. Fumemos juntos mientras yo te escucho.
Aquel hombre seguía mirándome con cautela, pero o yo había conseguido establecer cierta comunicación
cortés entre los dos, o sencil amente él estaba deseando que le escucharan. Empezó preguntándome:
-¿Qué quieres saber?
-Sólo que me cuentes lo ocurrido durante los últimos ocho años. He oído lo que recuerda el señor Cabeza
de Vaca.
Ahora cuéntame tus recuerdos.
Y así lo hizo. Desde que la expedición desembarcó por primera vez en aquel lugar l amado Florida,
pasando por todas las decepciones y desastres que afligieron y diezmaron a los fugitivos supervivientes
mientras atravesaban las tierras desconocidas de este a oeste. Su relato difería del de los hombres blancos
sólo en dos aspectos. Estaba claro que Esteban había sufrido todas las heridas, dificultades y humil aciones
que los demás viajeros habían sufrido, pero ni más ni menos. Hizo bastante énfasis en esto en su relato,
como si así afirmase que aquel os sufrimientos comunes le habían conferido una cierta igualdad con sus
amos.
La otra diferencia entre su relato y el de el os era que Esteban se había tomado la molestia de aprender por
lo menos algunos fragmentos de las diferentes lenguas que hablaban los pueblos en cuyas comunidades
habían pasado algún tiempo. Yo nunca había oído antes el nombre de ninguna de aquel as tribus. Esteban
me dijo que vivían lejos, al nordeste de esta Nueva España. Las dos últimas o las más cercanas tribus que
habían tenido en cautividad a los viajeros se hacían l amar, me dijo, akimoel oóotam, o pueblo del río, y
toóono oóotam, o pueblo del desierto. Y de todos los "condenados diablos rojos" con que se habían
encontrado, éstos eran los más diabólicamente diabólicos. Guardé los dos nombres en mi memoria.
Quienesquiera que fueran aquel os pueblos y dondequiera que estuvieran, parecían candidatos aptos para
alistarlos en mi ejército rebelde privado.
Cuando Esteban hubo terminado su relato, los demás que se encontraban en torno a la hoguera ya se
habían enrol ado en sus mantas y se habían dormido. Yo estaba a punto de hacerle las preguntas que no
había podido formularles a los hombres blancos, cuando oí una pisada sigilosa detrás de mí. Me di la vuelta
con brusquedad y me encontré con de de De Puntil as, que me preguntó en un susurro:
-¿Estás bien, Tenamaxtli?
Le respondí en poré:
-Claro que si. Vuelve a dormirte, Pakápeti. -Y repetí lo mismo en español para que Esteban me entendiera-:
Vuelve a dormirte, hombre mío.
-Estaba dormida, pero me desperté con el repentino temor de que estas bestias hubieran podido hacerte
daño o te hubieran atado como a un prisionero. ¡Ayyo, esta bestia es negra!
-No importa, querida mía. En todo caso es una bestia amistosa. Pero gracias por preocuparte.
Cuando de De Puntil as se alejaba sigilosamente, Esteban se echó a reír sin ganas y dijo en tono de burla:
-¡Hombre mío!
Me encogí de hombros.
-Hasta un esclavo puede ser dueño de otro esclavo.
-Me importa un pedo oloroso y maduro cuántos esclavos tienes. Y puede que ése sea esclavo y tenga el
pelo tan corto como yo, pero hombre no es.
-Cal a, Esteban. Es un engaño, sí, pero sólo para evitar cualquier riesgo de que estos tunantones casacas
azules abusen de el a.
-No me importaría abusar un poco yo mismo -comenté; y sonrió, enseñando los dientes blancos en la
oscuridad al hacerlo-. Unas cuantas veces durante nuestro viaje he probado a mujeres rojas, y desde luego
que las he encontrado sabrosas. Y el as no me encontraron a mí más desagradable que si hubiera sido
blanco.
Probablemente. Supongo que, incluso entre las personas de mi propia raza, una mujer lo bastante impúdica
como para estar tentada a probar carne extranjera raramente consideraría que la carne negra es más
espantosa que la blanca. Pero al parecer Esteban tomaba aquel a falta de exigencia de las mujeres por otra
muestra -aunque fuera una muestra patética- de que al í, en las tierras desconocidas, él era el igual de
cualquier hombre blanco. Estuve a punto de confiarle que yo en una ocasión había gozado de una mujer de
su raza, o por lo menos medio negra, y no había encontrado dentro de el a nada diferente a cualquier mujer
"roja". Pero en lugar de eso, sólo dije:
-Amigo Esteban, creo que te gustaría regresar a esas tierras lejanas.
Ahora fue él quien se encogió de hombros.
-Ni siquiera en la cautividad más cruel fui el esclavo de ningún hombre.
-Entonces, ¿por qué no te vuelves al í? Vete ahora. Roba un cabal o. Yo no daré la alarma.
Hizo un movimiento negativo con la cabeza.
-He sido un fugitivo durante estos ocho años. No quiero que los cazadores de esclavos me persigan
durante el resto de mi vida. Y ten la seguridad de que lo harían aunque tuvieran que adentrarse en tierras