trabajosamente al final de la procesión, sin armas ni armadura, pues no iba a pelear, sólo nos acompañaría
en la expedición que haríamos después del combate para reclutar guerreros de otras naciones.
Existe cierto animal que mora en los árboles al que nosotros l amamos huitzlaiuachi, "pequeño jabalí
espinoso (puerco espín en español), y que tiene todo el cuerpo erizado de afiladas púas en lugar de pelo.
Nadie sabe por qué Mixcoati, el dios de los cazadores, creó a ese animal tan particular, porque su carne es
desagradable para los humanos, otros depredadores se mantienen sensatamente alejados de esa
inexpugnable capa de innumerables espinas. Lo menciono sólo porque imagino que nuestro ejército en
marcha debía de parecerse a ese pequeño jabalí espinoso, pero a uno inmensamente largo y grande. Cada
guerrero l evaba a un hombro una larga lanza y al otro la jabalina más corta y el bastón arrojadizo atlatl, de
modo que la columna entera era tan espinosa como el animal. Pero la nuestra era mucho más bril ante y
vistosa, porque la luz del sol bril aba en la punta de obsidiana de esas armas, y la columna además
ostentaba las banderas, estandartes y pendones de varios colores de sus diversos contingentes... y mi
propio y rimbombante tocado iba al frente de todo el o. Para cualquiera que nos observase de lejos,
verdaderamente debíamos de parecer impresionantes; lo único que yo hubiera podido desear es que
fuésemos más numerosos.
A decir verdad, yo tenía bastante sueño después de haber estado retozando toda la noche con Améyatl, así
que, a fin de mantenerme despierto hablando con alguien, le hice señas al tícitl Ualiztli para que se
adelantase con su cabal o y se pusiese a cabalgar a mi lado. Estuvimos conversando de varios temas,
incluida la manera como había muerto mi primo Yeyac.
-Así que el arcabuz es una arma que mata lanzando una bola de metal -comentó reflexivamente-. ¿Y qué
clase de herida inflige, Tenamaxtzin? ¿Un golpe? ¿O penetra en la carne?
-Oh, penetra en la carne, te lo aseguro. La herida es muy parecida a la producida por una flecha, pero la
bola l ega con más fuerza y entra más adentro.
-He conocido hombres que han vivido, e incluso han continuado luchando, con una flecha clavada -dijo el
tícitl-. O con más de una flecha, siempre que ninguna le hubiera perforado un órgano vital. Y una flecha,
desde luego, por sus propias características, tapona la herida que ha producido y restaña la hemorragia en
una medida considerable.
-La bola de plomo no -le informé-. Además, si a un hombre herido de flecha se le atiende con rapidez, un
ticitl puede sacarle la flecha para tratarle la herida. Y una bola de plomo es casi imposible de extraer.
-Sin embargo -dijo Ualiztli-, si esa bala no hubiera dañado irreparablemente algún órgano interno, el único
peligro de la víctima sería que se desangrase hasta morir.
-Me aseguré de que a Yeyac le ocurriese exactamente eso -le indiqué con severidad-. En cuanto se le
perforó el vientre, lo volví boca abajo y lo mantuve así para que la sangre le saliese del modo más rápido.
-Hmm -murmuró el ticitl; y continuó cabalgando en silencio durante un breve tiempo. Luego comentó-: Ojalá
se me hubiera l amado cuando lo l evaste a Aztlán, así habría podido examinar aquel a herida. Me atrevo a
decir que tendré que atender muchas así en los días venideros.
Nuestra columna continuó la marcha durante tres días siempre en formación, como yo había ordenado,
porque quería que mis guerreros se mantuvieran en un grupo compacto por si nos encontrábamos con
algún ejército que se dirigiera al norte desde Compostela. Pero no nos topamos con ninguno, ni siquiera
divisamos soldados enemigos que explorasen la ruta. Así que, durante ese tiempo, no tuve motivo para
ocultar o dispersar a mis hombres. Y al acampar cada noche no hacíamos el menor esfuerzo por ocultar la
luz de las hogueras en las que cocinábamos la comida. Y eran comidas muy buenas, nutritivas y
fortalecientes, que consistían básicamente en piezas de caza que iban cobrando a lo largo del camino los
guerreros a los que se les había asignado tal tarea.
Yo había calculado que a la cuarta mañana tendríamos a la vista a los centinelas que Coronado hubiera
apostado alrededor de la ciudad. Al amanecer de ese día, convoqué a mis cabal eros y cuáchictin para
decirles:
-Espero que al caer la noche estaremos a una distancia de Compostela apropiada para el ataque. Pero no
pienso hacerlo desde esta dirección, pues lo más probable es que los españoles lo prevean así. Y tampoco
pienso realizar el ataque inmediatamente. Rodearemos la ciudad y volveremos a reunirnos en el lado sur de
la misma. Así que, de ahora en adelante, vuestras fuerzas han de dividirse en dos; una mitad avanzará
hacia el oeste desde este camino, y la otra hacia el este. Y cada una de esas dos mitades ha de dividirse
aún más: en guerreros separados, de uno en uno, y que cada uno de el os avance con muchísima cautela y
en silencio hacia el sur. Todos los estandartes se plegarán, las lanzas se l evarán al nivel del suelo, los
hombres han de beneficiarse de los árboles, de la maleza, de los cactos, de cualquier camuflaje que sirva
para hacerlos tan invisibles como sea posible.
Me quité el ostentoso tocado, lo doblé con mucho cuidado y lo metí detrás de la sil a de montar.
-Sin las banderas, mi señor -quiso saber uno de los cabal eros-, ¿cómo vamos a mantenernos en contacto
unos con otros los que vamos a pie?
-Estos tres hombres montados y yo continuaremos avanzando abiertamente, a plena vista, por este
sendero -le indiqué-. Encima de estos cabal os seremos guías lo bastante visibles para que nos sigan los
hombres. Y decidles esto: el más adelantado de el os ha de permanecer por lo menos cien pasos por detrás
de mi. Mientras tanto no es necesario que estén en contacto unos con otros. Cuanto más separados estén,
mejor. Si un hombre se tropieza con un explorador español, ha de matar a ese enemigo, desde luego, pero
en silencio y sin que se note. Quiero que todos nosotros nos acerquemos a Compostela sin que se nos
detecte. Sin embargo, si alguno de vuestros hombres se encontrase con una patrul a enemiga o con un
destacamento que no pudiera derrotar él solo, que entonces, y sólo entonces, eleve el grito de guerra, que
se desplieguen los pendones y que todos vuestros hombres, pero nada más los situados a ese lado del
sendero, acudan a la señal. Los hombres que se encuentren al otro lado han de continuar en silencio y
furtivamente, como antes.
-Pero dispersos como estaremos -intervino otro cabal ero-, ¿no es también posible que los españoles nos
aguarden igualmente escondidos y nos maten uno a uno?
-No -contesté l anamente-. Ningún hombre blanco será nunca capaz de moverse tan silenciosamente y
permanecer invisible como lo hacemos nosotros, que hemos nacido en esta tierra. Y ningún soldado
español cubierto de metal y plomo es capaz ni siquiera de permanecer pacientemente sentado y no hacer
algún sonido o movimiento sin darse cuenta.
-El Uey-Tecutli habla con verdad -intervino Gónda Ke, que se había abierto camino a codazos entre el grupo
y, como siempre, tuvo que entrometer un comentario, aunque no hiciera falta-. Gónda Ke conoce a los
soldados españoles. Incluso un lisiado que camine arrastrando los pies y tropezándose podría caer sobre
el os sin que se dieran cuenta.