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-Así pues -continué-, suponiendo que no se vean interrumpidas por ningún combate cuerpo a cuerpo, que

no sean descubiertas por ningún tumulto u obstaculizadas por alguna fuerza superior, ambas mitades de las

tropas continuarán marchando hacia el sur, guiadas por mí. Cuando juzgue que ha l egado el momento,

volveré mi cabal o hacia el oeste, hacia el lugar donde el sol se estará poniendo entonces, porque me

gustaría tener el favor de Tonatiuh, y que bril ase sobre mí tanto tiempo como sea posible. Los guerreros del

lado occidental del sendero continuarán tras de mí, a cien pasos, confiando en que los conduzca a salvo

hasta el otro lado de la ciudad.

-Y Gónda Ke estará justo detrás de el os -comentó ésta complacientemente.

Le lancé una mirada de exasperación.

-Al mismo tiempo, el cuáchic Comitl volverá su cabal o hacia el este, y los hombres de ese lado del sendero

lo seguirán a él. Y en algún momento, cuando la noche ya esté avanzada, ambas mitades se encontrarán al

sur de la ciudad. Enviaré mensajeros para que establezcan contacto entre las dos y organicen el

reencuentro. ¿Me habéis comprendido?

Todos los oficiales hicieron el gesto de tlalqualiztli y luego se marcharon para transmitir mis órdenes a sus

hombres. Muy poco tiempo después los guerreros habían desaparecido casi por arte de magia, como el

rocío de la mañana, entre los árboles y la maleza, y el sendero quedó vacío detrás de mí. Sólo Ualiztli,

Nocheztli, el mexícatl Comití y yo seguíamos sentados en nuestras monturas a plena vista.

-Nocheztli -le ordené-, tú irás en cabeza. Cabalga delante, pero con paso tranquilo. Nosotros tres no te

seguiremos hasta que te hayamos perdido de vista. Sigue avanzando hasta que divises cualquier señal del

enemigo. Aunque hayan puesto guardias o barricadas a este lado de la ciudad, incluso lejos de el a, y te

vean antes de que puedas evitarlo, no esperarán que haya sólo un atacante. Y además también podría ser

que te reconocieran y los dejase perplejos el hecho de ver que te aproximas, sobre todo si vas a cabal o,

como un español. Y esa vacilación suya te permitirá huir sin que te hagan daño. De todos modos, cuando

divises, si es que lo divisas, al enemigo, ya sea en formación o de cualquier otro modo, da media vuelta y

vuelve para informarme.

-¿Y si no veo nada, mi señor? -me preguntó.

-Si estuvieras ausente demasiado tiempo y yo decidiera que ha l egado el momento de dividir a nuestros

hombres, haré muy fuerte la l amada del grito de la lechuza. Si oyes eso y no estás muerto o prisionero,

vuelve corriendo a reunirte con nosotros.

-Si, mi señor. Me voy ya. Y se marchó.

Cuando ya no era visible, el tícitl, Comitl y yo pusimos nuestros cabal os al paso. El sol cruzó el cielo casi al

mismo ritmo que l evábamos, y los tres pasamos aquel largo y ansioso día en conversaciones esporádicas.

Era ya avanzada la tarde cuando por fin vimos que Nocheztli regresaba hacia nosotros, y lo hacia sin la

menor prisa: avanzaba a un cómodo trote, aunque dudo de que su espalda se sintiera muy cómoda.

-¿Qué es esto? -le exigí en cuanto estuvo lo bastante cerca como para poder oírme-. ¿No tienes nada que

informar?

-Ayya, si, mi señor, pero son noticias muy curiosas. Cabalgué hasta el barrio de los esclavos, a las afueras

de la ciudad, sin que nadie me dijera nada. Y al í encontré las defensas de las que te hablé hace mucho, los

gigantescos tubos de trueno, rodeados por soldados por todas partes. Pero esos tubos de trueno siguen

apuntando hacia adentro, hacia la propia ciudad! Y los soldados se limitaron a saludarme

desenfadadamente con la mano. Así que hice gestos para indicarles que me había encontrado este cabal o

desensil ado vagando suelto por las cercanías, y que estaba intentando encontrar a su dueño. Luego di

media vuelta y regresé por este camino, sin prisas, porque no había oído el grito de la lechuza.

El cuáchic Comití frunció el entrecejo y me preguntó:

-¿Qué te parece, Tenamaxtzin? ¿Hemos de creer el informe de este hombre? Recuerda que ya estuvo

confabulado con el enemigo.

-¡Beso la tierra para jurar que es verdad! -protestó Nocheztli; y a continuación hizo el tlalqualiztli lo mejor

que pudo sentado encima del cabal o.

-Te creo -le dije; luego me volví hacia Comitl-. Nocheztli me ha demostrado su lealtad en varias ocasiones

ya. Sin embargo, la situación es muy curiosa. Es posible que el cabal ero de la Flecha, Tapachini, y sus

hombres nunca l egasen a avisar a Compostela. Pero también es posible que los españoles nos hayan

tendido alguna astuta trampa. Si es así, todavía estamos fuera de su alcance. Procedamos tal como está

planeado. Ualiztli y yo torceremos ahora hacia el oeste. Nocheztli y tú id hacia el este. Los hombres de a pie

nos seguirán por separado. Rodearemos la ciudad holgadamente y volveremos a encontrarnos al sur de la

misma en algún momento después de anochecer.

Aquel a zona del sendero estaba rodeada a ambos lados por un bosque muy espeso, y cuando el ticitl y yo

nos adentramos en él nos dimos cuenta que poco a poco el crepúsculo se hacía más profundo. Yo

esperaba que los guerreros que se encontrasen a cien pasos detrás de nosotros pudieran vernos aún, y me

preocupaba la posibilidad de dejarlos demasiado atrás cuando en realidad se hiciera de noche. Pero la

preocupación se me fue de la cabeza cuando, de súbito, oí un fuerte y familiar ruido que procedía de algún

lugar a nuestras espaldas.

-¡Eso ha sido un arcabuz! -exclamé ahogando un grito; y Ualiztli y yo tiramos de las riendas para detener a

los cabal os.

Apenas había pronunciado esas palabras cuando se oyó un inequívoco clamor de arcabuces al ser

disparados de uno en uno, varios a la vez, al azar o un buen número de el os a la vez; y todos el os estaban

situados en algún lugar a nuestra espalda, aunque no muy lejos. La brisa del atardecer me trajo el acre olor

del humo de la pólvora.

-Pero... ¿cómo es posible que ninguno de nosotros hayamos visto...? -empecé a decir.

Luego recordé algo y comprendí lo que estaba pasando. Me vino a la memoria aquel soldado español en la

oril a del lago Texcoco, y cómo descargaba toda una batería de arcabuces tirando de un cordel. Aquel os

que ahora oía ni siquiera los sostenían los españoles. Los habían sujetado al suelo o a los árboles, y una

cuerda tensa tiraba de los gatil os por entre la maleza. Mi cabal o y el de Ualiztli de momento no habían

pisado ningún cordel, pero los guerreros que iban detrás de nosotros se tropezaban con el os

continuamente, diezmando así sus propias filas con bolas de plomo letales que volaban.

-¡No te muevas! -le ordené al ticitl.

-¡Habrá heridos a los que atender! -protestó él; y empezó a tirar de las riendas para darle la vuelta al

cabal o.

Bueno, por fin resultaba que yo había calculado mal más cosas que lo referente a la ingenuidad de los

defensores de Compostela. Pero si que había acertado en una: la gente de mi propia raza se movía tan

silenciosamente como las sombras y se hacía más invisible que el viento. Un instante después un golpe

terrible en las costil as me tiró de la sil a. Al golpear contra el suelo tuve apenas tiempo de vislumbrar a un

hombre, ataviado con armadura azteca y que manejaba una maquáhuitl, antes de que éste volviera a

golpearme utilizando para el o la parte plana de madera de la espada, no la hoja de obsidiana; esta vez me

dio en la cabeza, y todo a mi alrededor se volvió negro.

Cuando volví en mi me encontraba sentado en el suelo con la espalda apoyada en un árbol. Las sienes me